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El Yacht Club

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En Río Santiago, entrando por Berisso, derecho por la Génova, había, y tal vez esté todavía, un barco. Era un barco viejo y fuera de uso, varado junto a la costa, que los padres de Helena y Graciela y otro grupo de familias de La Plata había comprado para transformarlo en lugar de veraneo.

Aunque tenía un nombre inglés como el Jockey, y hasta se pronunciaba parecido, el Yacht Club era totalmente distinto. Es cierto que era muy exclusivo, mucho más que el Jockey, por la mierda, sólo podían frecuentarlo un puñado de socios, sus familiares y sus amigos. Ellos eran los que habían comprado esa chatarra naviera que se oxidaba lentamente, varada en el fango perpetuo de la costa del río. Pero, salvo por el nombre, el Yacht no era un lugar para jactarse de haber ido. No había pileta de natación, no había bar; ni siquiera vestuarios propiamente dichos. Era nada más que eso, una carcaza de acero derruida por la corrosión del agua y del tiempo. No porque fuera demasiado viejo, sino porque ya se había convertido en antiguo.

Era un sobreviviente de la marina de guerra alemana, convertido en rezago a partir de la liquidación general de la flota al final de la guerra. Tal vez hubiese participado de algún combate trepidante en las gélidas aguas del Atlántico. Quizás hubiese entrado, una mañana de sol radiante y aguas refulgentes, en un puerto del Mediterráneo, atestado de paquebotes, degollando las olas con su proa negrísima, con una tripulación de marineros de bronce encaramados en la cubierta. Pero de la hidalguía de aquellos viajes sólo le quedaba la persistencia del recuerdo, estampado en las fotos del álbum familiar de su contramaestre. Anclado en su lecho de limo, hacía unos años había empezado a recorrer su viaje más largo y definitivo: el viaje del olvido.

Sobre aquella nave moribunda ese verano festejamos la vida. Éramos un grupo de cerca de diez varones y mujeres, que nos tomábamos el colectivo en La Plata y desembarcábamos en Berisso con una guitarra y unos sanguches en el bolso. Bordeábamos el canal por una calle larga, de tierra, y no internábamos en la selva ribereña hasta alcanzar el puentecito descuajeringado que unía la tierra firme con el casco herrumbrado. Ni bien pisábamos la cubierta nos poníamos en malla y nos zambullíamos en el agua marrón y espesa. Nos tirábamos desde una rampa que sobresalía de la cubierta y penetrábamos varios metros para emerger luego gloriosamente, mirando al mundo desde abajo, a través del cortinaje turbio del río.

Por algo habrá sido

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