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Un ejército peronista en la pared

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En esas largas caminatas hasta su casa y en otras charlas más, Joaquín me fue peronizando. El éxito de su prédica estaba basado más en la emotividad que en la contundencia de su argumentación teórica. Uno sabía que las grandes masas populares seguían siendo peronistas, más allá de todos los discursos de la izquierda: el peronismo era el pueblo en su estado puro, con sus virtudes y sus defectos, con toda la inmensa vitalidad de sus contradicciones, y eso era tentador. Yo tenía ganas de ser peronista, sólo me lo impedían los prejuicios marxistas-leninistas y una especie de lealtad hacia Julio. Pero el peronismo estaba más cerca de mi barrio que la izquierda, aunque en la canchita y en la esquina hasta hacia poco nunca se había hablado de política. La mística peronista era una erupción subterránea; daba señales intermitentes, pero amenazaba con desbordarse en cualquier momento.

Para mí, hasta entonces, el peronismo había sido mi tío Héctor, primo de mi vieja. Desde la infancia yo tenía una vaga y dulce imagen de su casa y del barrio de La Loma, con sus calles de barro; una imagen que de vez en cuando reaparece en los momentos más insospechados, trayéndome el recuerdo de cuando la ciudad era de una tranquilidad absoluta. Cantor de tangos y guitarrista por descendencia, se prendía a discusiones encarnizadas con mi abuelo, antiperonista acérrimo, les recuerdo.

Para los jóvenes de mi generación, el peronismo era un misterio. Era como la leyenda de un país de abundancia que alguna vez había existido y de la que se había tratado de borrar toda huella. Ese secreto lo hacía a su vez más cautivante y lo identificaba con la rebelión. De todas las consignas políticas pintadas en las paredes la que más me gustaba, lejos, era una pintada en el paredón que limitaba a una de las canchitas de fútbol del Nacional: “Formar un ejército peronista para la liberación nacional”.

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