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El Partido Revolucionario de la Clase Obrera

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“La discusión central de la izquierda argentina pasa por definir si es necesario construir el partido revolucionario de la clase obrera o no, hay quienes dicen que ese partido ya existe y lo que hay que hacer es sumarse a él. Nosotros pensamos que no: ese partido no existe, para construirlo es necesario un largo período de formación de cuadros, por eso caracterizamos esta etapa como una etapa prerrevolucionaria y no consideramos conveniente adelantar los plazos…” El discurso no me resultaba del todo convincente, pero él sí. Yo le había oído decir una vez a Raúl, en una conversación con Ana, que había personas que eran honestas y siempre iban a ser honestas, por más que estuviesen políticamente equivocadas; lo daban como ejemplo a Julio, y tenían razón. Por eso le dije que sí cuando vino una tarde lluviosa hasta mi casa, a proponerme esa especie de noviazgo prerrevolucionario con la organización en la que estaba militando. Tal vez le hubiese dicho que sí a cualquier otro, siempre me ha resultado difícil negarme a las proposiciones. A veces por vergüenza, por temor a decir “no”. Pero muchas veces también porque las propuestas me atraen y quiero probar casi todo.

Así me transformé en un disciplinado lector de los farragosos materiales que Julio me acercaba, salpicados a diestra y siniestra, más a siniestra por supuesto, de citas de Lenín, Marx y Engels. Autores que, en especial el semicalvo soviético, eran de lectura obligatoria para ser considerado como un digno aspirante a ingresar algún día, después de muchos años y muchas lecturas, a ese partido que por ahora no se animaba ni a llamarse como tal. Esa modestia o, más que modestia, misterio, era, quizás, lo que me resultaba más atractivo de la propuesta. Me imaginaba que la conducción de aquel grupo era una secta de intelectuales subterráneos, dedicada a propagar sórdidamente la religión del marxismo-leninismo en los mil barrios del Gran Buenos Aires, penetrando hacia el corazón del proletariado por el costado inasible de la clandestinidad. Los dirigentes de ese proto-partido debían de ser seres excepcionales, monjes incorruptibles del materialismo dialéctico que ejercían su apostolado enfundados en los overoles de las plantas multitudinarias de las multinacionales. Ocultos en la austeridad sublime del proletariado urbano, los dirigentes revolucionarios eran para mí, en ese entonces, una especie indemne a todos los males terrenales. No sólo no me imaginaba que pudiesen padecer todas las debilidades humanas, ni siquiera me imaginaba que fuesen humanos. Eran, decididamente, una casta superior; una raza divina, encumbrada a las cimas de la humanidad por el ejercicio consuetudinario de la militancia revolucionaria, el reino en el que sólo lo perfecto estaba permitido.

Uno tenía una imagen totalmente idílica de los militantes clandestinos, como si se movieran en un mundo ficticio, paralelo al mundo real. Se imaginaba reuniones secretas en barrios obreros, donde se delineaba el futuro de la lucha revolucionaria con la precisión clarividente de los profetas del devenir histórico. Y Julio era ni más ni menos que un emisario directo del reino de los cielos marxistas, con Lenín sentado a la diestra de dios padre revolucionario y León Trotski a la siniestra del Espíritu Santo.

Las exigencias del futuro partido para con sus futuros militantes eran mínimas, apenas las lecturas y las charlas. Las charlas consistían en una especie de psicoterapia política individual en la que el paciente, en este caso yo, debía exponer periódicamente sus avances en la interpretación de una teoría que, por otra parte, no tenía muchas posibilidades de ser interpretada de distintas maneras. Vladimir Ilich era lo suficientemente claro y concreto en sus escritos como para que hubiese espacio para muchas dudas y los materiales del grupo, caracterizando la realidad nacional y proyectando la evolución de los acontecimientos, eran tan potenciales que no había posibilidad de comprobación. Uno no tenía información directa, por ejemplo, de lo que pasaba con el Sitrac-Sitram en Córdoba ni con los cañeros tucumanos, ni siquiera en la Peugeot; así era difícil cuestionar lo que ellos decían que estaba pasando y, más todavía, cuestionar lo que decían que iba a pasar. Uno se estaba preparando para actuar algún día, sin saber bien cuándo, cómo, ni dónde. Se suponía que sería en el momento justo, cuando su formación revolucionaria estuviese en su punto exacto de maduración; que coincidiría, a su vez, con el de la maduración de la lucha de clases en la Argentina. En ese momento la participación de uno sería vital en la toma de conciencia de la clase obrera sobre la necesidad de construir su partido revolucionario; cuyos líderes sin embargo ya habían sido elegidos, aunque nadie los conociera. Porque era difícil suponer que los dirigentes del grupo se fuesen a resignar a ser conducidos por otros que no fuesen ellos; no iban a estar organizando con tanto esfuerzo el partido para que después viniese otro a conducirlo. Aunque, y ese creo era el mayor mérito del grupo, no descartaba la posibilidad de terminar sumándose a otras organizaciones para construir juntas el partido, ni la de incorporarse a un partido ya construido. Eso, lo intuyo ahora, los hacía respetables ante mí. Porque eran realmente gente seria, tal vez demasiado seria. Y muy bien intencionada. La historia posterior de la mayoría de ellos demostraría que estaban dispuestos a ir mucho más allá de la teoría y a jugarse enteros en la lucha. Tuvieron sus limitaciones y sus errores, como las demás organizaciones políticas de izquierda, incluidas las peronistas. El precio pagado por esos errores, pero también por los aciertos, fue el que justificó el derecho a cometerlos: cada uno puso su vida en juego.

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