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Los nombres malditos

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Ser marxista no era fácil, había que leer toneladas de libros y discutirlos, para poder discutir con otros que decían que los verdaderos marxistas eran ellos, quienes a su vez discutían con otros que también decían que los verdaderos marxistas eran ellos, como lo decían todos los que se decían marxistas. Porque parecía que los libros no se leían para poder entender la realidad y para construir una revolución, sino para ganar una competencia de marxismo leninismo. Aparte de Lenín y de Marx, uno de los clásicos de la época era Marta Harnecker, una chilena autora de algo así como un manual de iniciación en el materialismo dialéctico. Un libro muy extenso, pero bastante claro, a partir del cual se podían entender después otros autores. Yo no recuerdo cuanto leí en el grupo de estudio con Julio, pero fue bastante, aunque mucho menos de lo que leían otros.

Como quien va y estrena una camisa nueva en el baile y piensa que con eso va a conquistar a todas las chicas, así actuaba uno cuando leía algún libro nuevo. Enseguida trasladaba esos conceptos a las discusiones con la idea de haber descubierto algo así como el elíxir de la verdad, la piedra filosofal, la fuente de conocimiento que le permitiría demostrar que uno tenía razón.

Y en aquellos días había muchas discusiones y también muchas asambleas y muchas movilizaciones. Los militares eran cada día más impopulares y el socialismo ganaba adeptos en todos los sectores sociales. Los peronistas, sin embargo, aparecían poco todavía. Perón era una palabra prohibida, aún en las discusiones clandestinas de la izquierda revolucionaria, que evitaba cualquier tipo de discusión sobre el peronismo acudiendo al recurso de rotularlo como “movimiento burgués”. Con ese título en el envase, el contenido quedaba automáticamente descartado de cualquier posibilidad de análisis.

Perón en ese momento no era un dirigente político, amado y odiado, era un ser sobrenatural. Como en esas religiones en las que hay dioses demoníacos, cuyos solos nombres son una blasfemia, aquel anciano de setenta y pico de años había sido también innombrable hasta hacía muy poco tiempo para todos los sectores “cultos” de la Argentina. Hasta en la universidad y en los antros más progresistas y pretendidamente revolucionarios, donde se hablaba con fluidez de Marx, de Lenín, de Trosky, del Che y hasta de Mao, en fin, de todos los demonios que pretendía exorcizar la prédica anticomunista en el Tercer Mundo, de él no se hablaba sin cruzar los dedos. Aún en los análisis políticos que pretendían ser más materialistas, dialécticos y objetivos, a Perón no se lo nombraba sino en voz baja y muy elípticamente; como cuando alguien en un grupo pretende referirse a una persona que los demás también conocen, pero sin nombrarla.

El peronismo había soportado hasta entonces una doble proscripción. Una, la que le habían impuesto los distintos gobiernos a partir de la Revolución Libertadora, que en nombre de la democracia, la libertad de expresión y de cuanta libertad uno pueda imaginarse no solo había prohibido la participación electoral del peronismo, sino la exhibición pública y privada de todos sus símbolos, las fotos de la pareja satánica y hasta la sola mención de sus nombres. Para referirse al peronismo, cuando era imposible obviarlo, el diario La Prensa decía “la depuesta tiranía”, y lo siguió diciendo aún después del retorno de Perón; el resto de los medios empezó a nombrarlo abiertamente recién unos meses antes de aquel 17 de noviembre.

La otra proscripción que soportó el peronismo fue esa de la intelectualidad y de la izquierda tradicional, encerrada en la definición que hacía de él como un “burgués reformista” para defenderse de su propia incapacidad de tomar contacto con la clase obrera real. “En el pic-nic” del día de la primavera no éramos más de quince tipos”, me contaba Gonzalo Chávez hace unos años en el buffet del Ministerio de Salud. Eran los tiempos de la Juventud Peronista anterior al Cordobazo y ese grupo de chicas y muchachos reunidos en el Parque Pereyra no eran de ninguna facultad ni tenían pinta de serlo; lo que los unía era una ilusión inconfensable, que solo conocían las paredes silenciosas y algún volante tirado en la parada de colectivo: Perón Vuelve. En aquel septiembre lejano de la década del 60 la consigna parecía una utopía, una profecía tan incomprobable como la del juicio final o esa de las religiones hindúes que afirman que un hombre puede reencarnar convertido en pájaro. En ambos casos lo que moviliza a los creyentes es la fe, una fe que está más allá de los razonamientos lógicos y biológicos según los cuales la vida es un proceso que culmina inevitablemente con la descomposición de la materia y la extinción del ser. La lógica biológica de la política argentina de aquellos tiempos se fundamentaba en la muerte irremediable del peronismo, que terminaría extinguiéndose junto con la vida de su líder, pero que ya había iniciado el proceso de descomposición irreversible.

Eso era lo que pensaban los antiperonistas que sentían un rechazo epidérmico hacia todo lo que tuviese que ver con el peronismo; también lo pensaban los “objetivos”: los especialistas de las multinacionales que en los últimos años habían invertido cientos de millones de dólares confiados en la estabilidad política y los asépticos operadores teóricos del materialismo dialéctico, que le habían extendido un prematuro certificado de defunción al peronismo a favor de los numerosos postulantes a “Partido Revolucionario de la Clase Obrera”. Pero también lo pensaban los propios peronistas, o al menos esa parte de la dirigencia gremial que había consolidado su poder en los sindicatos neurálgicos de esa Argentina semiindustrializada, en la que los obreros de las grandes plantas podían ocasionar multimillonarias pérdidas con parar solamente unas horas. Garantizar el funcionamiento permanente de la fecunda fuente remisora de suculentas remesas y redituables royalties no solo permitía aumentar el número de afiliados y los servicios sociales de los sindicatos, negociando concesiones con las grandes empresas. En algunos casos (excepciones siempre hubo, por eso mejor no generalizar) también daba la posibilidad de meter la mano en la fabulosa lata de las huelgas. Pero no en la lata donde los obreros recolectaban monedas para sostener la medida, sino en la lata del mercado, de ese mercado donde las huelgas se compraban y se vendían. Aunque los que compraban eran siempre los mismos y los que vendían también eran siempre los mismos. Porque eran siempre los empresarios los que les compraban a los dirigentes la huelga de los trabajadores, nunca una empresa le vendió a un sindicato el triunfo de una huelga. Ese negocio era, a todas luces, mucho más seguro y ventajoso que apostar a la hipotética vuelta del General, que para colmo se estaba poniendo demasiado zurdo: ya no estaba más John William Coock, pero ahora andaba elogiando a Mao-Tse-Tung.

Pero la fuerza del peronismo no estaba en los cenáculos intelectuales ni en los escritorios de los burócratas sindicales, estaba en el pueblo, en sus expresiones más puras y auténticas. Y era una fuerza que venía creciendo y se hacía incontenible. Eso lo comprendí aquella tarde en la cancha.

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