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Todas las virtudes y un poco más

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La familia de Julio vivía a cuadra y media de Plaza Olazábal, en un lugar “semi-céntrico” para las inmobiliarias y para mí en el territorio social de lo inaccesible. Estaba en la república donde los prejuicios del status exigían como salvoconductos, para poder transitar por la vida y aún por el amor, una casa que no estuviese a más de 15 o 20 cuadras de 7 y 50: un padre que no se ensuciase las manos para trabajar; un cocodrilo o un semicírculo de laureles a la izquierda del pecho, sobre la remera sobria: en la nalga derecha una etiqueta que dijera Lee, Lewis o Wrangler; en los pies tres tiras de cada lado y en el cerebro una cavidad recubierta de paneles acústicos, preparada para escuchar en sonido estereofónico diez mil canciones en inglés. Si eso podía complementarse con un carnet de Regatas o del Jockey mucho mejor, lo mínimo era uno de Universitario

Pero Julio tenía todos esos requisitos: casa confortable, donde para ir al baño no había que salir al patio, como en la mía; pisos encerados; padre médico con Renault 12 flamante; había jugado al rugby (fundamental para cotizarse en aquel ambiente); tocaba en el conjunto de música beat más famoso en la ciudad, Dulcemembrillo, y, por si eso fuera poco, tenía una pinta bárbara. Con un aire introvertido que aumentaba su poder de seducción con las mujeres, deslumbradas por su pinta y encandiladas por sus virtudes de percusionista, Pero atraídas, más que nada, por esa parquedad que lo hacía parecer hermético e inalcanzable. Y en cierta forma lo era, muy reservado y un poco tímido, no era un mujeriego, sino todo lo contrario; más bien parecía un monje, hasta que apareció Graciela.

“Estos zurdos no saben nada de política, pero mirá las mujeres que tienen” le dijo un día Joaquín a alguien, señalándola a Graciela que se puso colorada. Estábamos en el Nacional, en una reunión, y Joaquín tenía razón, por lo menos respecto a Graciela. Porque era muy linda y además una gran piba. Dulce, simpática y simple, tal vez por eso se enamoró de Julio.

Por todas esas cosas yo no podía entender muy bien por qué Julio se preocupaba por la suerte de la clase obrera y por la necesidad de cambiar profundamente una sociedad que, después de todo, a él lo favorecía. Yo en cambio, si bien no era pobre-pobre, padecía esa semi marginación que afectaba a todos los pibes de barrio en el Colegio Nacional. Por eso, defender la causa de los pobres resultaba casi una reacción natural en mí. Pero Julio simplemente era “honesto”, como había dicho Raúl, mirando a Julio con ese aire de compasión con que los astutos miran a los ingenuos (sensación que yo mismo suelo inspirar con frecuencia). Y sí, Julio era honesto y sensible, tan honesto y tan sensible como para intuir la injusticia por sobre las anteojeras de la comodidad y para combatirla hasta dejar la vida, esa vida que lo esperaba con un consultorio propio y una chapa de bronce en la puerta, cuando terminara la universidad.

Aunque parecía que a él la revolución le entraba más por el cerebro que por el corazón, se dio en cuerpo y alma. En el 76 los secuestraron a él y a Graciela, lo que se pudo saber es que los llevaron a Campo de Mayo y los torturaron durante días, sin poderles sacar una palabra.

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