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Músculo, sonrisa y corazón

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En esa agua viscosa nos sumergíamos con Ricardo con indecible placer, tirándonos desde un trapecio improvisado, en el que nos sentíamos por un instante como los mágicos equilibristas de un circo imaginario. El trapecio era un caño sujeto por un cable de acero a uno de los mástiles de la nave que sobresalía de la borda, a estribor. Nos balanceábamos como Tarzán, nos dejábamos caer desde varios metros y penetrábamos profundamente en el agua. A veces, nos tirábamos juntos y la entrada en el agua era más profunda, llegábamos a tocar el fondo.

Ricardo era el hermano de Julio, eran absolutamente iguales y distintos. Tenían la misma facilidad natural para el deporte y para la música. Transmitían la misma sensación de transparencia incorruptible pero desde caracteres contrapuestos. Julio encaraba todo con la misma religiosa seriedad con que luego encararía la militancia.

Ricardo era la alegría permanente, expresada con el cuerpo y con la cara. Su seriedad era distinta, era la de quien entrega todo sin medir el esfuerzo, desplegando todos los músculos del cuerpo y todas las energías del alma. Volando sobre sus alas yo me balanceaba aquel verano sobre el mundo. Me apoyaba en sus hombros y nos mecíamos en el trapecio hasta clavarnos con una vuelta mortal en el agua, como sumergiéndonos en el corazón de la vida.

Más sencillo y más sentimental en sus razonamientos que Julio, Ricardo no tardó en hacerse peronista y se quedó hasta el final. A fines del 78 lo delataron en una cita en Ezpeleta y se lo llevaron herido, nada más se supo de él. Era apenas un poco más alto que yo, pero mucho más fornido y perfectamente proporcionado; tenía el torso y los brazos musculosos, nariz de boxeador y piernas de futbolista. Jugaba bien a lo que se propusiera y tocaba más que aceptablemente la guitarra. En los veranos nos veíamos siempre en la pileta del Nacional, solíamos jugar al voley y al fútbol y nos encontrábamos también en los bailes de carnaval. Si bien él estaba siempre con sus amigos y yo con los míos, ya existía entre nosotros una especie de corriente de afinidad que nos unía sin necesidad de cruzar muchas palabras. Por eso, en la medida en que me iba integrando ideológicamente con Julio, me iba acercando afectivamente a Ricardo. Nunca llegamos a ser amigos íntimos, de esos que se tienen dos o tres en la vida, no muchos más; porque a esa altura ya cada uno tenía sus propias intimidades, pero nos alegrábamos mutuamente cada vez que nos veíamos. Con el tiempo llegamos a compartir los bailes, el Yacht, las tribunas de la cancha y las movilizaciones. Suficiente como para no poderme olvidar nunca de su sonrisa. Suficiente como para que esté siempre suspendido en un salto mortal interminable, desde el trapecio de aquel verano entre el río y la selva.

Por algo habrá sido

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