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Strum und drang

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La C.G.U. (Concentración General Universitaria), había sido la organización oficial del peronismo a nivel universitario en la década del 50, la Revolución Libertadora la proscribió en el 55, al igual que a todas las organizaciones peronistas. En la década del 60 un grupo de fascistas en La Plata y Mar del Plata fundó una imitación derechizada de aquella organización. Convertida en una organización de choque anticomunista, la C.N.U (Concentración Nacional Universitaria) se fue nutriendo de militantes provenientes de la alta clase media platense y de una clase media barrial que tenía como epicentro mi barrio. De hecho, a muchos de sus militantes yo los conocía desde la infancia, a algunos de vista y con otros hasta había compartido algún cumpleaños o algún partido de fútbol. Incluso uno de ellos vivía enfrente de mi casa, del otro lado de la diagonal. A nivel secundario, si bien tenía militantes en las escuelas religiosas, su principal foco estaba en el Nacional, donde al parecer han dejado una nefasta descendencia. Algunos de ellos en estos tiempos han llegado a ser funcionarios provinciales, otros fueron asesinos o narcotraficantes, o las dos cosas. Si bien al principio sus incursiones se limitaban a intimidar a los grupos de izquierda con fierros y cadenas, a irrumpir en algunas asambleas y, en especial, a martirizar judíos con ataques personales, poco a poco la violencia de sus acciones fue creciendo. En la medida en que el enfrentamiento interno en el peronismo se fue haciendo más agudo, fue aumentando el nivel de su armamento y la violencia de sus acciones. Tuvieron una participación muy activa en la masacre de Ezeiza y después siguieron operando, secuestrando, torturando y matando gente. No todos tal vez, pero si algunos de ellos, se integraron a las Tres A con Aníbal Gordon. El más notorio fue Carlos, “El Indio” Castillo, implicado en una cantidad impresionante de delitos de distinta índole y autor de decenas de asesinatos; no sólo en esa época, sino también después, en la democracia. Muchos de nuestros compañeros cayeron asesinados por sus manos.

El ideólogo y organizador de la C.N.U. en La Plata había sido Carlos Di Sandro, nuestro profesor de literatura. Connotado latinista, lanzaba algunas frases ininteligibles en latín, que subrayaba con una risotada sarcástica ante nuestro azoramiento. Le gustaba también desconcertarnos con otro tipo de frases o palabras como “¡Gitanjáfora!” o “Gitanjáfora prima”. Pero cuando mostraba mayor apasionamiento era cuando hablaba de los poetas románticos anglosajones, en especial de Shiller y de Goethe. Nos daba a estudiar las traducciones de sus obras, pero le gustaba recitar las estrofas de Gohete en alemán. “El lema de esos poetas, decía, era el del “Sturm und drang”, “tormenta e ímpetu” y hacía ademanes como los de un director de orquesta enfatizando un final. En esa admiración por la fuerza de la tormenta era quizás en la única circunstancia que develaba su vocación por la violencia. Los alumnos en general le tenían pánico por su severidad en el aula y en especial al momento de poner las notas. Flaco, chupado, de mediana estatura y de una mirada vidriosa y siniestra escondida tras unos lentes cuadrados y chiquitos, entraba al aula imponiendo temor a partir de su parquedad y del tono intimidatorio con que impartía la clase. Cuando Di Sandro entraba, no volaba una mosca; infundía un miedo que iba más allá de lo que objetivamente se desprendía de sus actitudes, porque nadie se animaba siquiera a levantar la mano para contestar una pregunta cuando él la hacía.

Por inconsciencia o por soberbia, yo no le tenía miedo y actuaba con él como con los demás profesores, intervenía en la clase contestando preguntas o haciendo acotaciones, que él en general respetaba. Pero no cumplía con los trabajos, por eso me puso bajas notas en los primeros dos trimestres. En el último, con las notas que tenía me iba a examen. Entonces me dio una oportunidad, estábamos leyendo a Ibsen y me pidió que pasara a exponer sobre la obra, que leyera lo que había escrito. Y yo ni había leído la obra ni había escrito nada, pero pasé igual y empecé a hablar como si estuviera leyendo, miraba el cuaderno y hablaba. Pero se dio cuenta y me preguntó si yo había leído la obra; le dije que no, pero que si uno sabía sobre la vida del autor y sus circunstancias no era necesario leer la obra para poder opinar sobre ella. El viejo se recalentó: “¡Yo le doy una oportunidad y usted me responde con una verdadera burla, váyase a sentar!”. Yo me senté y encima le contesté “¡Ma, si!”, caliente como si tuviera razón. El viejo explotaba de indignación.

El viejo era un hijo de puta, por su ideología, por su responsabilidad en la promoción del terror de las bandas fascistas, por su actitud con los alumnos y por miles de cosas más, pero la verdad es que en ese caso tenía razón. Yo recién me di cuenta de grande, cuando fui profesor, y pude entender que lo mío había sido realmente una falta de respeto, al profesor, al autor y a la literatura. Es más, creo que Di Sandro estuvo muy blando en esa oportunidad, hubiera merecido un castigo mayor que mandarme a diciembre.

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