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2 Bula para la Iglesia

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Al año siguiente de la desaparición de las cartillas de racionamiento, en el mes de agosto de 1953, se firmaba en la Ciudad del Vaticano un nuevo concordato entre el Estado español y la Santa Sede.

La Iglesia, durante los años de la Guerra Civil, se había decantado de forma clara por el bando franquista. Brindó un importante apoyo moral y también económico a las tropas nacionales. Consideró la lucha contra la República una cruzada, principalmente porque el levantamiento militar —la proclama lanzada por Franco el 17 de julio concluía con un «¡Viva la República!» que, a tenor de cómo se desarrollaron posteriormente los acontecimientos, resulta ciertamente llamativo— lo era fundamentalmente contra el Frente Popular, que, en muy poco tiempo, como consecuencia de la intervención de la Unión Soviética en apoyo de la República, derivó en una lucha contra el comunismo. La guerra para la Iglesia católica se convirtió en una cruzada en defensa de la religión.

El apoyo que ofreció a Franco para acabar con una situación que había sido claramente contraria a sus intereses desde el momento en que se aprobaba una constitución, la de 1931, que declaraba al Estado laico, fue recompensado con una extensión de privilegios que quedaría ratificada en el concordato que ahora se firmaba con la Santa Sede.

Este nuevo acuerdo con el Vaticano venía a sustituir el que se había firmado un siglo antes (1851) bajo el reinado de Isabel II. Aquel buscó un acuerdo que permitiera normalizar las deterioradas relaciones diplomáticas con Roma, como consecuencia de la desamortización de los bienes eclesiásticos llevada a cabo por Juan Álvarez Mendizábal. Entonces se reconoció la católica como única religión de la nación española y se abordaba una cuestión sumamente importante, auténtico caballo de batalla cuya resolución está pendiente incluso en nuestros días, al establecer que la enseñanza estaría impregnada por los principios dogmáticos y morales del catolicismo en todos los niveles educativos.

En el artículo II se apuntaba lo siguiente:

… la instrucción en las Universidades, Colegios, Seminarios, y Escuelas Públicas o privadas de cualquier clase, será en todo conforme a la doctrina de la misma religión católica; y a este fin no se pondrá impedimento alguno a los obispos y demás prelados diocesanos encargados por su ministerio de velar sobre la pureza de la doctrina de la fe y de las costumbres, y sobre la educación religiosa de la juventud en el ejercicio de este cargo, aún en las escuelas públicas.

Asimismo, se reconocía el derecho de la Iglesia a que las órdenes religiosas, legamente establecidas en España, pudieran abrir colegios destinados a la enseñanza de los jóvenes.

Ese concordato de 1851 estableció las bases de las relaciones entre la Iglesia y el Estado hasta el año 1931, cuando la nueva constitución de la Segunda República decretó el laicismo del Estado y dejó en suspenso su contenido, lo que convirtió en una continua fuente de problemas la relación del Gobierno con la Santa Sede. El régimen de Franco puso fin a esa situación de conflicto al establecer desde el primer momento su vinculación con la Iglesia católica. Era una postura completamente lógica, habida cuenta de que sus templos y bienes habían sido saqueados en muchos lugares que quedaron en zona republicana, y sus representantes, perseguidos, en no pocas ocasiones con verdadera saña, e incluso un elevado número de ellos ejecutados por el simple hecho de ser religiosos.

La rúbrica del nuevo concordato, que era en gran medida una actualización del de 1851, se hizo esperar porque en el Vaticano estaban escarmentados con la firma de convenios diplomáticos con regímenes dictatoriales. Cabe recordar los acuerdos de Letrán, establecidos con Mussolini, que ponían punto final a la cuestión de la incorporación de los Estados Pontificios a Italia, cuando fueron invadidos en 1870 por las tropas piamontesas. El concordato con el franquismo no fue rubricado hasta catorce años después de concluida la Guerra Civil, pese a los deseos del Caudillo, que pretendía haberlo hecho mucho antes.

Por parte española las negociaciones fueron dirigidas por el ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín-Artajo, y el embajador ante la Santa Sede, Fernando María Castiella. La firma, que tuvo lugar en la Ciudad del Vaticano el 27 de agosto de 1953, supuso un paso de vital importancia en el reconocimiento internacional del Régimen. Por otro lado, significaba la ratificación del predominio de la Iglesia católica, algo que resultaría determinante para numerosos aspectos de la vida cotidiana de los españoles, tanto desde la perspectiva pública como privada, a cambio de su identificación total con el Régimen. Suponía, en definitiva, dar carta de naturaleza a lo que ya se denominaba como nacionalcatolicismo, una tendencia que había tenido una de sus grandes manifestaciones en 1952, con la celebración en Barcelona del Congreso Eucarístico Internacional.

La recuperación de la religiosidad popular se materializó a través de numerosas manifestaciones públicas. En forma de novenas, cultos específicos a los santos patronos y patronas, romerías, procesiones… Se solemnizaron las primeras comuniones, los bautizos y la celebración de los matrimonios, que, necesariamente, habían de ser religiosos, mientras que el matrimonio civil era un mero trámite al que no se daba importancia.

Las procesiones, que habían pasado por momentos de dificultad durante la Segunda República, recuperaron el protagonismo durante la Semana Santa. Los imagineros volvieron a tener trabajo, ya que muchos de los pasos que concentraban la devoción de los fieles y eran sacados en andas habían sido destruidos. Bien porque los templos donde se les rendía culto fueron incendiados durante la República, bien porque en muchos lugares que quedaron al comienzo de la Guerra Civil en la zona controlada por el Gobierno republicano se cometieron desmanes contra las imágenes, destruyéndose muchas de ellas. Ciudades como Málaga, cuya Semana Santa contaba con valiosos ejemplos de la imaginería barroca —en buena parte pertenecientes a la escuela de Pedro de Mena—, vieron cómo desaparecían muchas de las piezas más veneradas por una parte importante de los malageños.

Volvían a circular entre las familias más religiosas pequeñas hornacinas portátiles que alojaban imágenes de culto en los domicilios particulares. Eran los propios devotos, que las tenían en su hogar veinticuatro horas, los encargados de trasladarlas, a la hora acordada, de una vivienda a otra. Durante la República las autoridades locales prohibieron esta costumbre por considerarla práctica perniciosa para la salud, ya que en muchas casas servían para acompañar a los enfermos, que fiaban su curación a la presencia de estos iconos religiosos, y se pensaba que podían actuar como vectores para el contagio.

Lo religioso, hasta en los detalles más nimios, impregnaba la vida diaria de los españoles —los niños entraban en sus casas al regreso del colegio gritando un «Ave María Purísima» que era respondido desde el interior con un «Sin pecado concebida». En muchos hogares se rezaba el ángelus —incluso se detenían algunas tareas laborales de forma momentánea a las doce del mediodía—, que era anunciado, algo que se mantiene en la actualidad, con un repique de campanas.

Tras la firma del concordato y a lo largo de los años cincuenta y sesenta formaron parte de la realidad religiosa los llamados «cursillos de cristiandad», con los que se pretendía asentar la fe de los devotos, al tiempo que se buscaba atraer a muchos de aquellos que habían manifestado su rechazo a la Iglesia durante los años de laicismo que presidieron la Segunda República. Se celebraron misiones basadas en la idea de que era una necesidad cristianizar de nuevo a España.

Asimismo, tanto en parroquias como en centros docentes, estuvieron muy presentes los ejercicios espirituales. En los institutos de Enseñanza Media se hacían compatibles con las clases, que se reducían durante algunas horas o incluso se interrumpían durante varios días para su celebración. En ellos se alternaban las pláticas, una especie de pequeñas conferencias que tenían mucho de sermones, en los que se exhortaba al cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia, así como a la práctica de las virtudes cristianas. Un particular impacto tenían —no debe perderse de vista la edad de los alumnos— los asuntos que versaban sobre la carne, uno de los tres enemigos del alma, el peor enemigo de los jóvenes, incluso por encima del demonio. La testosterona, aunque entonces nadie tenía idea de lo que era aquello, estaba disparada. Tanto que corría el rumor, nunca confirmado, de que en los numerosos internados de la época se añadía a la leche de los desayunos una importante cantidad de bromuro —no se especificaba de qué clase— para inhibir los desaforados apetitos sexuales de los muchachos. El origen de esta leyenda hay que buscarlo en la difusión de la noticia de que en los campos de prisioneros, durante la Primera Guerra Mundial, era práctica habitual para rebajar la libido de los prisioneros. En aquellas pláticas se insistía en que los efectos derivados de la masturbación eran muy graves para la salud: se consideraba desde causa de epilepsia hasta motivo de ceguera o daño cerebral. Solían tener un gran impacto las alusiones a la condena eterna que suponían las penas del infierno, descritas con tal realismo que eran muchos los que tenían la impresión de que el lugar había sido visitado, en efecto, por quien lo describía con tanto realismo y tan gran número de detalles.

Los ejercicios espirituales eran impartidos por sacerdotes que no formaban parte del claustro de profesores. Solían ser miembros de alguna orden religiosa y destacaban entre ellos los jesuitas. La Compañía de Jesús tenía merecida fama en aquella materia. Algo que resultaba lógico, pues sus integrantes eran conocidos como los hijos de san Ignacio, fundador de la Compañía e iniciador de dicha práctica religiosa en el siglo XVI.

Las reacciones ante el anuncio de que iban a celebrarse los ejercicios, que solían coincidir con el tiempo de cuaresma, eran muy diferentes entre el alumnado, si bien había algo en lo que todos coincidían: eran días en los que cesaba la actividad académica y, por lo tanto, no había que asistir a ciertas clases que resultaban particularmente detestables —para unos eran las de latín y para otros las de matemáticas—, como era detestable la existencia de ciertos profesores que inspiraban un temor a sus alumnos que iba mucho más allá del respeto que había de guardarse. A partir de esa unanimidad, estaban los que consideraban aquello un «rollo» que había de soportarse, pero que era preferible a la rutina académica, y también quienes los entendían como un momento de poner en revisión sus vidas y hacer ciertos propósitos de mejora en lo referente a aspectos muy diversos.

En las parroquias se celebraban actividades religiosas de carácter más popular. Entre ellas, las denominadas misiones. A los eclesiásticos que las impartían, que no eran los párrocos, se les llamaba misioneros porque emprendían una especie de reevangelización destinada a extirpar la mala semilla que había sido sembrada por el laicismo y por las actitudes antirreligiosas —básicamente anticlericales— habituales durante la Segunda República. En muchas iglesias se dejaba testimonio del paso de los misioneros con alguna imagen que se tallaba expresamente para la ocasión o con una cruz a cuyo pie rezaba una leyenda alusiva a las misiones de un determinado año. Se compusieron canciones sobre la actividad pastoral de estos propagadores de la fe, a quienes se dedicaba una especial despedida.

Se consideraba de buena nota pertenecer a una o varias cofradías y hacer el camino procesional acompañando a la imagen. Era frecuente la asistencia de las autoridades civiles y que algunos pasos fueran escoltados por miembros de la Guardia Civil. Particular solemnidad revestía la procesión del Corpus Christi, que, según una larga tradición, en caso de salir por la tarde, había de recogerse antes de la puesta de sol para evitar los peligros que suponía el concurso de gentes de ambos sexos después de haber anochecido. Acompañaban al Santísimo Sacramento —la costumbre se sigue manteniendo en muchos lugares— los niños que habían hecho aquel año la primera comunión. Las calles por donde había de pasar el recorrido procesional se engalanaban de forma especial. Los balcones se cubrían con colgaduras —muchas de ellas eran la bandera de España—, se colocaban guirnaldas y se alfombraba el suelo con ramos de gayomba que florecía en los campos por aquellas fechas. Se entonaban cánticos religiosos durante el recorrido y en algunos puntos del mismo se levantaban pequeños altares.

Esa intensificación de la religiosidad no era obstáculo para que se dieran situaciones llamativas. Se cuenta que, durante el recorrido de una procesión en un pueblo de la costa granadina, se produjo un altercado. La imagen objeto de veneración era la de una Virgen dolorosa. Precediendo al trono marchaba una representación del clero de la localidad y, por detrás, acompañaban a la imagen las autoridades civiles y militares del pueblo; la comitiva iba escoltada por números de la Guardia Civil, en una simbiosis perfecta entre representantes del poder temporal y el espiritual. En un punto del recorrido un individuo gritó con fuerte voz —la noticia no aclara si el susodicho se encontraba en estado de ebriedad—:

Madre de los Dolores,

que mal acompañada vas.

Si granujas son los de delante,

peores son los de detrás.

El escándalo fue monumental y el espontáneo poeta fue a dar con sus huesos a una celda del cuartelillo. La notica no concretaba si el castigo fue a más o solo quedó en el mencionado encierro.

El nuevo concordato ampliaba los privilegios de la Iglesia española. Mantenía, al quedar establecida la confesionalidad del Estado, una importante dotación económica para el sostenimiento del clero secular y otorgaba a la institución una serie de privilegios fiscales tanto para los bienes de titularidad eclesiástica como para las actividades del clero. Permitía, igualmente, el control de aspectos fundamentales de la enseñanza —incluido el derecho a fundar universidades—, que había de adecuarse a los fundamentos religiosos sostenidos por Roma. El monopolio de la enseñanza de la religión católica en los centros públicos solo quedaba roto por la posibilidad de no asistir a las clases de religión para aquellos niños que pertenecieran a otra confesión religiosa. No se reconocía la existencia del agnosticismo y menos aún del ateísmo. Permitía la censura eclesiástica sobre los libros, las películas o las canciones…

El culto católico monopolizaba las celebraciones, con una sola excepción. Habida cuenta de que el concordato se firmaba en 1953, y en esa fecha España mantenía el control del Protectorado sobre una parte de Marruecos, sobre el enclave de Ifni y sobre el territorio de Sáhara, al que se daba el nombre de Río de Oro, en esos territorios se toleraba el islam.

La Iglesia tenía competencias exclusivas sobre las causas matrimoniales, al ser obligatorio el matrimonio canónico. Algo que lo convertía en indisoluble. Se ponía fin así a la existencia del divorcio, que había estado vigente durante la Segunda República y durante la Guerra Civil en la zona republicana. La imposibilidad de divorciarse no era obstáculo para que las parejas se separasen, pero el vínculo matrimonial no se disolvía. La separación estaba mal vista y eran contadas las que estaban dispuestas a afrontar el rechazo social que una decisión como aquella implicaba. Solo el llamado Tribunal de la Rota podía deshacer el vínculo del matrimonio, cuando la autoridad eclesiástica consideraba que se había recibido el sacramento faltando a alguno de los elementos esenciales para recibirlo. La obligatoriedad del matrimonio canónico hacía que el Libro de Familia se entregara a los contrayentes en el mismo templo donde se habían celebrado los esponsales. El documento era requerido en hoteles, hostales y pensiones cuando una pareja viajaba para poder compartir habitación. Era la forma de acreditar que estaban convenientemente casados y que cohabitar en un mismo dormitorio no suponía un atentado contra la moral. Esa situación se mantuvo en vigor hasta casi los momentos finales de la dictadura.

Técnicamente, el concordato de 1953 continúa vigente, pues no se ha derogado ni ha sido revocado y tampoco se ha firmado uno nuevo entre la Santa Sede y el Gobierno de España. No obstante, el contenido del mismo está sustancialmente modificado en algunos aspectos por lo acordado entre el Vaticano y España en los años 1976 y 1979. La Constitución española señala que el Estado es aconfesional, lo que viene a modificar sustancialmente el artículo primero del concordato vigente.

El nacionalcatolicismo, como una de las piedras angulares del Régimen, funcionó hasta bien entrados los años sesenta. Las cosas comenzaron a cambiar con la subida al pontificado de Pablo VI (1963) y la conclusión, el 8 de diciembre —coincidiendo con la festividad de la Purísima Concepción— de 1965, del Concilio Vaticano II. La Iglesia que salía de este concilio tenía muy poco que ver con la que había firmado el concordato de 1953 y, por otra parte, la España lanzada al desarrollismo de esos años había variado sustancialmente en lo referente a la moral y las costumbres.

La realidad religiosa de España a partir de ese momento se hizo mucho más compleja. Las directrices que emanaban del concilio significaban un cambio de postura de la Iglesia, lo que afectaba a sus relaciones con el régimen de Franco, pero ese planteamiento no fue aceptado por la totalidad del clero, y parte de la jerarquía eclesiástica manifestó sus reticencias para adaptarse a la nueva situación. Sin embargo, otra parte sí asumió las nuevas consignas del concilio. Para muchos fieles los cambios que impulsaban las nuevas circunstancias estaban en relación con el final de las misas en latín, que había sido la lengua en que se celebraban hasta entonces y que dejaba a la inmensa mayoría de los asistentes completamente al margen de lo que en ellas se escuchaba. A partir de entonces, la misa se diría en las lenguas vernáculas. El latín desapareció también de los demás rituales, por ejemplo, de las letanías —pequeñas súplicas dirigidas a la Virgen o a los santos— que acompañaban el rezo del rosario y que pasaron también a expresarse en idioma vernáculo; el ora pro nobis fue sustituido por el «ruega por nosotros». Otro cambio que influyó en las costumbres y afectó a la vida cotidiana fue la posibilidad de que las misas que se celebraban el sábado por la tarde, bajo ciertas condiciones, se consideraban válidas para cumplir con el precepto eclesiástico de oír misa entera los domingos y fiestas de guardar.

La nueva situación hizo que a finales de los sesenta y, sobre todo, en la década de los setenta muchas parroquias se convirtieran en centro de reuniones consideradas clandestinas, porque los asuntos que en ellas se trataban se entendía que estaban fuera de la legalidad establecida por el Régimen.

Las pastorales de algunos obispos desencadenaron graves crisis, como la que llevó al Gobierno a disponer la expulsión del de Bilbao, Antonio Añoveros, que, tras hacer pública una homilía en la cuaresma de 1974 en la que señalaba la identidad propia de los vascos, fue puesto en arresto domiciliario por orden del entonces presidente del Gobierno, Arias Navarro. Incluso se dispuso lo necesario para que fuera expulsado de España. La conferencia episcopal, presidida por el cardenal Tarancón, amenazó con excomulgar al Gobierno, que al final transigió y aceptó que Añoveros permaneciera en su sede episcopal. Pero este episodio señala hasta qué punto estaban tensionadas las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Por muchos lugares aparecieron pintadas con el mensaje «Tarancón al paredón». La homilía del obispo Añoveros se había hecho pública a los pocos meses de que Carrero Blanco fuera asesinado por ETA; desde finales de los años sesenta la organización terrorista había iniciado su larga historia de asesinatos, lo que llevó al Régimen a decretar estados de excepción.

En el llamado tardofranquismo, una parte del clero añoraba los tiempos del nacionalcatolicismo y los privilegios de que gozaba la Iglesia católica; otra parte, que había asumido los planteamientos del Concilio Vaticano II, mostraba una actitud de disconformidad con el Régimen que, en algunos casos, se manifestaba en un claro rechazo. Los sectores más conservadores señalaban que los templos no eran sitios adecuados «para hacer política», y fueron muchos los feligreses que dirigieron cartas a los obispos rechazando la conducta de los sacerdotes que atendían determinadas parroquias. No habían protestado cuando se invocaba el nombre de Franco en la celebración de la misa o cuando entraba bajo palio en las iglesias; tampoco cuando en las homilías se hacía una encendida defensa de los principios ideológicos en que se asentaba el franquismo. No fueron pocos los fieles que cambiaron de parroquia para no asistir a las celebraciones religiosas oficiadas por determinados sacerdotes. Hubo quien señaló, incluso, que algunas de estas misas carecían de validez canónica, dado el contenido de sus sermones.

Habían sido muchos años de nacionalcatolicismo y de complicidad entre el poder civil y el eclesiástico.

La España austera

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