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4 El humor… posible

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Durante el franquismo, los humoristas, profesionales que buscaban la diversión del público mediante chistes, parodias o por otros medios, tuvieron que agudizar mucho su ingenio. Algo que no suele resultar particularmente difícil para los españoles. Tenemos fama de ingeniosos. En tiempos en que falta la libertad, de forma especial la libertad de expresión, esa capacidad ha de afinarse. Así ocurrió en el franquismo, una etapa durante la cual, para poder analizar la realidad, criticándola o satirizándola, cosa que no entraba en los planteamientos del Régimen, había que tirar de agudeza.

La risa tenía algo de subversivo y por esa razón algo de secretismo, al menos en lo que se refería al humor popular, representado principalmente por los chistes. Eran una forma de evadirse de la dura realidad que rodeaba a muchos, frente a esa otra parte de la población que se había creído que vivía en el mejor de los mundos posibles —el Régimen se encargaba de difundir los peligros que acechaban más allá de las fronteras patrias— y entendía que Franco era una especie de premio que la Providencia enviaba al pueblo español por los sacrificios que había hecho por Dios. Esa era la opinión que sobre el Caudillo sostenía el almirante Carrero Blanco.

El humor fue una especie de vía de escape porque el derecho a la risa suplía la falta de otros derechos. Era una suerte de vulneración de las normas imperantes. Una de las pocas transgresiones que, según Ana María Vigara y Pgarcía [sic], podían permitirse los españoles en aquella época. Tanto esta autora como Gabriel Cardona1 sostienen que los chistes durante el franquismo eran una reacción «hacia el exceso de poder». Eso explicaría que los chistes políticos y verdes fueran invectivas lanzadas contra el Régimen y contra las imposiciones de una Iglesia poderosa que imponía sus normas en todo lo referente a la moral, incluida la moral privada. Señalan que «Si había dos materias cotidianas a las que los españoles podían estar seguros de no tener libre acceso social, esas eran, sin duda, el sexo, rigurosamente vetado y reglado por la Iglesia, y la política, acaparada exclusivamente por el poder2. Y, en efecto, proliferaron los chistes sexuales (verdes, pícaros, picantes), como reacción directa contra la presión efectiva y persistente de la Iglesia en esa materia. Buena parte de ellos estaban relacionados con transgresiones del sexto mandamiento; se daba al sexo tanta importancia que el precepto conocía hasta cuatro formulaciones distintas: no fornicarás, no desearás a la mujer de tu prójimo —nada se decía sobre el deseo de la mujer sobre el hombre de la prójima—, no cometerás adulterio y no cometerás actos impuros.

También circularon otra clase de chistes que podemos considerar patrióticos. Eran los que comparaban en situaciones, por lo general, extremas a extranjeros de diferentes nacionalidades —no solía faltar un inglés— con un español, que se mostraba más ingenioso, más valeroso o en general dotado de mayores capacidades. Esa clase de chistes no planteaban mayores problemas, pero aquellos cuyo objeto era ridiculizar a Franco, también muy abundantes, había que contarlos en voz baja y en ambientes de confianza.

Por otro lado, los chistes eran, por regla general, una forma de expresión masculina; lo habitual era que se contaran entre hombres y no entre mujeres, habida cuenta de que estas quedaban más apartadas de la política y desde luego no era adecuado que contasen y ni tan siquiera oyesen los chistes verdes. En materia de sexo la mujer debía ser recatada. Su papel, si era madre, era ordenar a los hijos que fueran cuidadosos a la hora de contar chistes y, cuando ejercían de esposas, advertir a los maridos de lo inconveniente de difundirlos fuera de casa. No se admitía, ni en forma de broma, una crítica contra el Régimen; lo mejor, como opinaba el propio Franco, era mantenerse al margen de asuntos políticos. Se cuenta que en cierta ocasión aconsejaba a uno de sus adeptos en los siguientes términos: «Para evitar problemas, haga usted como yo: no se meta en política». Aunque reúne todos los ingredientes para ser considerado un chiste, la anécdota, al parecer, es real.

Franco aparece ante la historia como un personaje controvertido. Ha sido objeto de adhesiones inquebrantables y de odios profundos. Las diferencias acerca de cómo es entendida su persona y su actuación son profundas. Con Franco no caben medias tintas. En él todo es blanco o negro. Salvador de la patria de las garras de sus enemigos —las hordas marxistas— o un tirano sin sentimientos cuyo único objetivo, tras una guerra particularmente sangrienta, fue mantenerse en el poder, que ejerció de forma implacable durante casi cuatro décadas. Sin embargo, esas diferencias abismales a la hora de percibirlo y enjuiciarlo desaparecen cuando se habla de sus dotes humorísticas. Quienes le conocieron o al menos estuvieron cerca de él afirman que apenas se reía. Era un hombre que carecía del más mínimo sentido del humor y, sin embargo, según Gabriel Cardona3, es el personaje de la historia de España que más chistes ha generado.

Desde luego, muy pocas veces se le vio reír en público. El citado autor afirma que, tras haber analizado concienzudamente las imágenes de Franco en el NO-DO, únicamente aparece riéndose en tres ocasiones. Una, cuando se entrevistó con Hitler en Hendaya. Otra, cuando recibió a Evita, la esposa de Perón, en la visita que ella realizó a España en los momentos más duros del aislamiento internacional, durante la cual se le rindieron honores de jefe de Estado. Por último, cuando recibió en Madrid al presidente de los Estados Unidos, Dwight D. Eisenhower. Esa falta de sentido del humor —o, tal vez, precisamente por eso— hizo que se convirtiera en objetivo particular de muchos chistes. Algo que no siempre ha ocurrido con los personajes públicos. Sin que se sepa cuál es la razón de ello, algunos tienen un especial atractivo para ser blanco preferente de las invectivas del ingenio4.

Los chistes en los que Franco era protagonista, al menos aquellos en los que se le ridiculizaba, han sido vistos como una forma de expresión del rechazo a lo que significaba. Hay, incluso, quien considera —en nuestra opinión con notoria exageración— que son uno de los elementos definitorios del Régimen por su persistencia en el tiempo, ya que no fueron algo ocasional o circunscrito a un momento, sino que se mantuvieron a lo largo de todo el franquismo. Los chistes sobre Franco podían tener graves consecuencias si llegaban a oídos inadecuados. Incluso ya en los años del llamado tardofranquismo podían acarrear una sanción o ser causa suficiente para visitar la comisaría o el cuartel de la Guardia Civil.

Con motivo de la celebración, con grandes fastos, de lo que el Régimen denominó los Veinticinco Años de Paz (1964) se contaba que Franco, en un ardoroso discurso, afirmó: «¡Españoles! ¡Hace veinticinco años, nuestra patria estaba al borde del precipicio, adonde la habían llevado comunistas y masones! Hoy hemos dado un paso al frente».

Una de las políticas más importantes impulsadas durante el franquismo fue la construcción de grandes obras hidráulicas, principalmente pantanos. Bastantes de ellas estaban planificadas desde mucho tiempo atrás, pero no se habían llevado a cabo. Esos pantanos permitieron poner en regadío grandes extensiones de tierras hasta entonces de secano o simplemente improductivas. Los pantanos se convirtieron en emblema del Régimen: Franco y los pantanos formaban una pareja indisoluble y fueron objeto de numerosos chistes.

En uno de ellos se presentaba al dictador dormido, introduciendo inconscientemente una de sus manos en la escupidera, que todavía entonces era de uso común para orinar durante la noche, pues no en todas las viviendas existía cuarto de baño. Entre sueños, Franco murmuraba: «¡Españoles, queda inaugurado este pantano!».

Otro de los chistes más populares de la época, referido también a los pantanos, era el que contaba la inauguración del mar Mediterráneo:

En 1967 Franco había visitado la enorme presa que se había construido para aprovechar las aguas del Ebro en la localidad aragonesa de Mequinenza, que dio lugar al llamado Mar de Aragón. Estaba particularmente satisfecho con la obra y, finalizada la visita, prosiguió viaje hasta Tarragona, donde estaba previsto que inaugurara la ampliación del complejo petroquímico que allí se había levantado. Tenía que dar un discurso y el estrado dispuesto para la ocasión se encontraba muy cerca de la playa. Podía verse el Mediterráneo desde allí.

—¡Pueblo de Tarragona, numerosos años de trabajos sin desmayo, en los que se han invertido grandes sumas de dinero, han permitido concluir una obra tan extraordinaria como esta! ¡Una obra que pone de manifiesto nuestro cariño por esta tierra y la adhesión de los catalanes a nuestro glorioso Movimiento Nacional, como revela la muchedumbre que ha acudido a este singular acto!

El Caudillo se veía continuamente interrumpido en su discurso por los gritos de los tarraconenses que, una y otra vez, coreaban entusiasmados «¡España, España, España!» y «¡Franco, Franco, Franco!». Y continuó:

—¡Supone para mí una gran satisfacción inaugurar este pantano!

Un miembro del sequito le susurró al oído:

—Excelencia, lo que se inaugura es la ampliación de un gran complejo petroquímico.

Franco lo miró iracundo, enarcando las cejas.

—¿Entonces qué es esa masa de agua que tenemos delante?

—Eso es el Mediterráneo, excelencia.

El rumor que corría acerca de que el Real Madrid era el equipo del Régimen también dio pie a algunos chistes. En los momentos finales del franquismo, cuando eran frecuentes las enfermedades del dictador, se decía que, al despertarse después de haber estado sumido en un profundo sopor, Franco vio a varios de los doctores que formaban parte de su «equipo médico habitual», enfundados en sus batas blancas, rodeando la cama donde se encontraba.

—¿Quiénes son estos señores vestidos de blanco? —preguntó el Caudillo un tanto sorprendido.

—Son algunos de los doctores que se encargan de atender debidamente a su excelencia —respondió uno de sus ayudantes.

Franco permaneció en silencio unos segundos y luego gritó:

—¡Hala Madrid!

La Guardia Civil, convertida en el gendarme del Régimen, se caracterizó por los métodos expeditivos que empleaba. Llegado el momento de obtener información de aquellos sobre los que se tenía alguna sospecha, a veces sin fundamento, de haber cometido alguna falta, actuaba de forma contundente. El humor popular también convirtió esa contundencia en una diana para los chistes.

Fue muy conocido el que presentaba a miembros de la Guardia Civil buscando a un sujeto que había robado en un cortijo unos sacos de aceitunas. Las sospechas se centraban en un individuo que era autor de algunos hurtos y fechoría menores, conocido en la comarca. Había sido conducido al cuartel donde el guardia civil experto en interrogatorios se había encerrado con el sospechoso en el calabozo. Al cabo de pocos minutos salió de allí y se dirigió al despacho del comandante del puesto, un joven teniente recién salido de la academia, quien apenas llevaba una semana en el que era su primer destino.

—¡A sus órdenes, mi teniente!

El oficial se quedó mirándolo fijamente.

—¿Ya ha concluido usted el interrogatorio?

—Así es, mi teniente.

—¿Tan pronto?

—Sí, mi teniente. Si hubiera seguido dándole bofetadas hubiera admitido ser el toro que mató a Manolete.

Otro asunto, relacionado con la Guardia Civil, que se prestó a los chistes con frecuencia era la relación del cuerpo con los gitanos, que fueron objeto de una atención preferente por parte de la Benemérita. Uno de los más populares decía así:

Un gitano, que había robado un par de pollos —todo un lujo gastronómico en la época— fue sorprendido por una pareja de guardias civiles cuando acababa de desplumarlos, junto a la ribera de un río. El gitano arrojó los animales ya desplumados, con harto dolor de su corazón, al agua. Era necesario desprenderse del cuerpo del delito.

—¿Qué haces tú por aquí? —le preguntó uno de los guardias, sin muchos miramientos.

—Verá, mi cabo, estoy vigilando la ropa de dos que se están dando un baño en el río.

Por lo general, los chistes de los gitanos y la Guardia Civil ponían de manifiesto el ingenio del gitano para salir de situaciones comprometidas, mientras que los agentes no solían ofrecer la mejor imagen. En gran medida respondían a un concepto bastante extendido de que el cuerpo, tolerante con determinadas acciones de la llamada gente de orden, se mostraba inmisericorde con quienes no tenían ese rango o simplemente eran gitanos.

Buena parte de los chistes de la época eran los conocidos como chistes verdes. Gozaron de mucho predicamento porque suponían una transgresión carente de connotaciones políticas que, por lo general, resultaban bastante más peligrosas que las morales. Se trataba de chistes de cornudos y de mujeres infieles. La infidelidad del varón era mucho más tolerada y, en consecuencia, resultaba menos transgresora. Lo que en la mujer era adulterio en el hombre suponía únicamente «echar una canita al aire». No solían contarse delante de menores porque podía suponer un mal ejemplo para ellos y porque la moral de la época lo consideraba inconveniente. Había conversaciones de adultos y eran muchas las cosas de las que no se hablaba en presencia de los más pequeños. En esas circunstancias era frecuente utilizar una expresión que se hizo habitual en la época: «hay ropa tendida», un aviso para retraerse a la hora de habla de determinados asuntos o de utilizar ciertas expresiones. Tampoco solían pronunciarse palabras malsonantes, los conocidos como «tacos», en presencia de menores o representantes del sexo femenino; la época distinguía nítidamente entre el leguaje masculino y lo que para una mujer no resultaba tolerable escuchar y, por tanto, se utilizaba solo en presencia de hombres.

Uno de los pilares en los que se asentaba el poder del Régimen era el Ejército. No escapó al ingenio y la sátira de los chistes. Muchos de los que se le dedicaron entraban dentro de la citada categoría de verdes. Un ejemplo era el del capitán —la graduación podía variar, pero siempre subiendo en el escalafón: comandante, coronel…— que tenía por esposa una «tía buenísima».

El capitán tenía por asistente a un soldado fornido, hombre procedente del mundo rural, afable y servicial. Poco después de tomarlo a su servicio llegó a sus oídos un comentario que lo inquietó. El joven era hombre aficionado a las mujeres.

—Me han dicho que eres un buen semental —le espetó el capitán un día ante la sorpresa del muchacho.

—No… no le entiendo, mi capitán.

—¡Que eres un macho de varas! ¡Vamos, que se te dan bien las tías! —El soldado enrojeció y se encogió de hombros. No sabía lo que su capitán se proponía—. ¿Es eso cierto o no lo es? A mí me gustan los hombres que demuestran serlo, y eso incluye dar un buen repaso a las tías. [Es conveniente señalar, aunque el lector avisado no necesite de esta explicación, que por más que estas expresiones resulten hoy abominables, hay que situarse en la época].

—No se me dan mal, mi capitán —le confirmó el soldado, que, tras escuchar al oficial, estaba convencido de que aquello constituía un punto a su favor.

—A ver, hazte una paja.

—Mi capitán…

—¡Es una orden!

El soldado, un tanto avergonzado, obedeció.

Concluida la faena, el capitán le ordenó:

—Otra.

El muchacho lo miró perplejo y obedeció.

Tras el segundo envite, el capitán le ordenó de nuevo:

—Otra.

Así hasta cinco veces. El joven estaba al borde de la extenuación.

—Mi capitán, no puedo más. Estoy hecho polvo.

—Está bien. Ahora coge el coche, ve a mi casa y lleva a mi mujer a hacer la compra.

Tampoco el clero, el otro gran poder de la España de aquellos años, guardián de la moral pública, escapaba a los chistes relacionados con el sexo. Mostraban a sus integrantes, sometidos a la observancia del celibato, siempre deseosos de mujeres y aficionados a la carne.

El chiste se refiere a lo acontecido con motivo de una visita pastoral del obispo de Mondoñedo.

Su Ilustrísima llegaba a una aldea de su diócesis perdida en el mundo rural. La visita de un obispo a una pequeña localidad era todo un acontecimiento, y los feligreses lo recibían con enorme entusiasmo. Se celebró con toda solemnidad una misa y se confirmaron algunos vecinos. Después Su Ilustrísima se reunió con el sacerdote en la casa parroquial, donde este lo agasajó con una jícara de chocolate y con unos pasteles, y se interesó por algunos detalles de la vida de su anfitrión.

—Ilustrísima, mi vida aquí es muy tranquila. Pasan pocas cosas en un lugar tan apartado.

—¿Qué clase de vida llevas, además de tus obligaciones sacerdotales? ¿Cómo dispones de tu tiempo libre y entretienes tus ocios?

—Leo, ilustrísima. Leo mucho.

El obispo dio un sorbo a su chocolate y lo miró a los ojos fijamente.

—¿Estás todo el día leyendo?

—Bueno, soy aficionado a la caza y de vez en cuando cojo la escopeta y pego algunos tiros…

—Eso es muy sano.

—También dedico algún tiempo al huerto. Una parceliña que queda a la espalda de la iglesia.

—Eso está muy bien. El trabajo santifica.

—Recojo grelos, algunas coles, unas papas… y, sin faltar un solo día, mi chocolate y mi rosario —el cura vio que la taza del chocolate del señor obispo estaba vacía y gritó: —¡Rosario, más chocolate para el señor obispo!

Como es habitual en el género, muchos chistes recurrían a las palabras con doble sentido. En los años en que la leche en polvo era alimento importante para los escolares también su uso había llegado a muchos hogares, donde se utilizaba en lugar de la leche habitual, por considerarse un signo de modernidad.

En una casa de cierto nivel, suficiente como para poder permitirse tener una criada, se estaba preparando el desayuno de los niños, que habían de marcharse al colegio. Antes de que los pequeños aparecieran por la cocina, la criada pregunta a su señora, con el paquete de leche en polvo en la mano:

—¿Cuántos polvos hay que echar para hacer un litro de leche?

—No llevo la cuenta, pero por lo menos cincuenta, quizá alguno más.

Los chistes de la época tenían un tono machista que respondía al ambiente que entonces se respiraba. La mujer pasaba de la autoridad paterna a la del marido y en determinados ambientes era considerada algo parecido a un objeto.

Una amiga se encuentra con otra por la calle y comprueba que tiene un ojo amoratado.

—Carolina, ¿qué te ha pasado en ese ojo?

—Ha sido mi marido, Luisa.

La amiga se queda mirándola, un tanto perpleja.

—Pero… ¿tu marido no estaba de viaje?

—Eso era lo que pensaba yo.

A finales de los sesenta o entrados ya en la década de los setenta aparecieron numerosos chistes relacionados con las actitudes de los nuevos ricos, muchos de los cuales habían hecho sus fortunas con la construcción y otras actividades propias de los años del desarrollismo.

Un rico de nuevo cuño había sufrido un accidente de resultas del cual se había roto un brazo por varias partes, por lo que necesitaba ser intervenido.

—Tras la operación será necesario escayolar el brazo para dejarlo inmovilizado durante cuarenta días —le indicó el doctor.

—¿Escayolado? —preguntó un tanto indignado el paciente—, ¿va a utilizar escayola para inmovilizarme el brazo?

—Es la práctica habitual.

—¡Nada de escayola! ¡Utilice mármol! ¡Uno que traen de Italia y que es carísimo!

—¿Se refiere al mármol de Carrara? —quiso saber el médico, que no daba crédito a lo que oía.

—¡Ese, ese! ¡Que es muy caro!

Junto al humor popular había otro más elaborado, más profesional, el que sufría los efectos de la censura. Buen ejemplo de ello fue Miguel Gila, que triunfó en los años cincuenta, se exilió en los sesenta y no regresaría a España hasta 1977. Sus diálogos telefónicos —en realidad monólogos— vestido de soldado marcaron una época, al convertir al enemigo en un personaje que prestaba a su adversario material de guerra o aceptaba una tregua para los asuntos más absurdos. Toda una crítica a un Régimen donde lo militar era objeto de admiración reverencial.

También se inspiró el humor en el cine. Películas en las que intervenían Antonio Garisa, Fernando Fernán Gómez, Toni Leblanc, Antonio y José Luis Ozores, José Luis López Vázquez, Lina Morgan, Quique Camoiras, Paco Martínez Soria, Pajares y Esteso, que formaron pareja ya en los años del tardofranquismo…

Por lo que se refiere a las revistas de humor, el buque insignia era La Codorniz, que se publicó en España desde 1941 hasta 1978, cuando la recuperada libertad de expresión le hizo perder parte de su interés, hasta que finalmente desapareció. Fue fundada, curiosamente, por un falangista, Miguel Mihura —autor de Tres sombreros de copa—, que la dirigió hasta 1944, año en que fue sustituido por Álvaro de Laiglesia, cuyo nombre va indisolublemente unido al de esta publicación.

Cuando salió, en junio de 1941, su precio era de cincuenta céntimos. Desde entonces gozó del favor del público y provocó la irritación de las autoridades. Se definía como «la revista más audaz para el lector más inteligente». Era toda una declaración de intenciones: había que ser audaz para publicar La Codorniz en la España de aquellos años y el humor de sus páginas necesitaba de cierta capacidad por parte del lector para captar el mensaje entre líneas o vislumbrar el fondo que encerraban las viñetas de sus dibujantes. Trabajaron en ella los mejores humoristas, como Edgar Neville, Enrique Herreros, Ramón Gómez de la Serna, Antonio Mingote, Wenceslao Fernández Flórez, Enrique Jardiel Poncela, Miguel Gila o José María González Castrillo, que popularizó el seudónimo de Chumy Chúmez.

Sus más de tres décadas de existencia hicieron que su historia estuviera llena de multas, suspensiones y secuestros, aunque no es menos cierto que muchas de esas acciones punitivas estuvieron más en la imaginación de los lectores que en la realidad, hasta el punto de que terminaron creando una auténtica leyenda de heroísmo en torno a la publicación.

En sus páginas se hacía mucho humor absurdo y vanguardista. Pero lo más importante para una parte no pequeña de sus lectores era su capacidad para poner en solfa la realidad que mostraba el Régimen a través de su sistema de propaganda. Desde sus números se cuestionaron muchos de los tópicos que el franquismo difundía. Álvaro de Laiglesia llevaba a sus páginas realidades de la vida cotidiana. Según Santiago Aguilar5, La Codorniz buscó «un humor del absurdo que dinamitó los tópicos del franquismo… la revista se orientó hacia una crítica de la vida cotidiana cargada de pólvora en sus dibujos y en sus artículos». Utilizó mucho el doble sentido, lo que le permitía burlar a la censura y hacer realidad el subtítulo que, desde su portada, calificaba a sus destinatarios como lectores inteligentes. Era el lector el que completaba lo que ingeniosamente se le ofrecía. Reflejó tanto aspectos de la vida cotidiana como grandes acontecimientos. Se satirizaba a las personalidades y se trataban con humor cuestiones que resultaban incómodas para el franquismo.

La Codorniz alcanzó extraordinarios niveles de difusión, con tiradas muy elevadas. En los primeros años, unos treinta y cinco mil ejemplares, cifra muy alta si tenemos en cuenta que cincuenta céntimos era un precio prohibitivo para muchos, y otros, los que disponían de ellos, no podían destinarlos a comprar una revista. No perdamos de vista que estamos hablando de los primeros años de la posguerra. Bajo la dirección de Álvaro de Laiglesia se situó en torno a los ochenta mil ejemplares y en los números extraordinarios llegaron a superarse los doscientos cincuenta mil. Se trata de cantidades elevadísimas, teniendo en cuenta que los españoles nunca se han caracterizado por sus altos niveles de lectura6.

Se tensaban hasta el límite las posibilidades de crítica con un ojo puesto en la censura, que, en numerosas ocasiones, no fue posible esquivar. Más allá de ver recortadas o modificadas algunas viñetas, e incluso páginas enteras, la revista sufrió multas y, como se ha indicado, secuestros de ediciones, en alguna ocasión cuando se encontraban ya distribuidas en los quioscos, lo cual convertía los ejemplares que habían escapado a la recogida en verdaderos tesoros. La imaginación, los rumores y las exageraciones ponían en circulación afirmaciones acerca del número retirado que no siempre eran ciertas. Se hablaba, sin conocerlos, de los contenidos que habían motivado el secuestro, algo que no hacía sino aumentar el prestigio de la publicación.

Avanzada la década de los sesenta y durante los primeros años de los setenta la suspensión fue frecuente. Se prohibía su salida durante varias semanas y, cuando La Codorniz volvía de nuevo a estar a disposición del público, los ejemplares volaban literalmente, porque todo el mundo quería conocer lo antes posible la respuesta al castigo impuesto: a veces, los redactores, como el toro con casta, se crecían con la sanción. La salida resultaba efímera porque volvía a imponérsele otra vez la pena de suspensión.

La Codorniz formó para de la vida cotidiana de los españoles y se convirtió en un referente del humor crítico. Tanto es así que muchas de las cosas que salían del ingenio particular se atribuía a la revista. Se afirmaban cosas que nunca se publicaron en sus páginas y era tema de conversación una portada que nunca se imprimió. El propio Álvaro de Laiglesia lo confesaba en un libro publicado en 19817. Uno de los bulos que se expandieron aludía a la portada, que se hizo famosa, con que la revista habría salido tras uno de los periodos de suspensión, en la que se decía: «Bombín es a bombón como cojín es a X. Nos importan tres X que nos cierren la edición». Se adjudica a La Codorniz el chiste en el que el conocido como «hombre del tiempo» de televisión, en la época Mariano Medina, aparecía delante de un mapa y señalaba que se había impuesto en toda España un fresco general procedente de Galicia, juego de palabras que, habida cuenta de la condición de general y gallego de Francisco Franco, podía ser interpretado como una crítica. También se decía que el título de la revista había aparecido como Codorniz La, cuando, al nacer el nieto del dictador, el hijo del doctor Martínez-Bordiú y de Carmen Franco, decidieron alterar el orden de sus apellidos y llamarlo Francisco Franco Martínez Bordiú.

El final de La Codorniz, que durante tantos años había sido capaz de interesar a lectores que se declaraban franquistas y, desde luego, a quienes no comulgaban con las ruedas de molino del Régimen, vino con la llegada de las libertades que trajo la Transición; a partir de entonces perdió el interés de los lectores jóvenes. Se había quedado anticuada. Algunos de sus humoristas más señalados la abandonaron y nuevas formas de ejercer la crítica, como las de Hermano Lobo, se abrían paso. Con su final, en las postrimerías de 1978, desaparecía también una parte de lo que había sido la vida cotidiana de los españoles durante los años del franquismo.

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1 Gabriel Cardona: Cuando nos reíamos de miedo. Crónica desenfadada de un régimen que no tenía ni pizca de gracia.

2 Ana María Vigara Tauste y Pgarcía: «Sexo, política y subversión. El chiste popular en la época franquista».

3 Cuando nos reíamos de miedo, op. cit., p. 82.

4 Muchos recordarán cómo el recientemente fallecido ministro de Asuntos Exteriores del primer Gobierno de Felipe González, Fernando Morán López, fue objeto de toda clase de chistes. Se hizo célebre la expresión: «¿Conoces el último de Morán?», para referirse al más reciente de los chistes protagonizados por el ministro. El perfil público de Fernando Morán estaba muy lejos de mostrarlo como una persona que se prestase a las humoradas.

5 Santiago Aguilar y Felipe Cabrerizo: La Codorniz. De la revista a la pantalla (y viceversa).

6 Hoy esas cifras pueden parecernos pequeñas, cuando en los años de la Transición e inmediatamente posteriores hubo revistas que alcanzaron tiradas millonarias. Interviú, por ejemplo, llegó a superar con alguno de sus números la cifra de un millón de ejemplares en plena efervescencia del desnudo femenino. Pero no debemos perder de vista que estamos hablando de datos referidos a los años cincuenta y sesenta. En esas fechas la capacidad adquisitiva de los españoles era mucho menor.

7 Álvaro de Laiglesia: La Codorniz sin jaula.

La España austera

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