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5 Los referéndums franquistas

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El franquismo no fue una estructura de poder monolítica que se mantuviera invariable a lo largo de sus casi cuarenta años de existencia. Comenzó a tomar forma a partir del primero de octubre de 1936, cuando, tras una reunión de generales celebrada en Burgos, Franco pasó a concentrar el poder en sus manos. Tanto poder que, en opinión de Paul Preston1, era incluso superior al que en su tiempo había tenido Felipe II.

Franco era jefe del Estado, por entonces media España, la que tenía su capital en Burgos. Era el presidente de un Gobierno que estaba integrado prácticamente por militares. Era el jefe del único partido político, la Falange Española y de las JONS, una curiosa miscelánea donde se integraban falangistas, miembros de las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista) creadas por Ramiro Ledesma Ramos y el partido tradicionalista, de abolengo carlista, los conocidos como requetés. Se le dio el nombre de caudillo, como a Hitler el de führer o a Mussolini el de duce. Era también quien, bajo la denominación de Generalísimo —curiosa palabra que venía a significar algo así como ‘general de generales’—, ostentaba el mando supremo del Ejército.

Sin embargo, esa concentración de autoridad en sus manos no permaneció inalterada en sus casi cuatro décadas de dictadura. Su poder fue adaptándose a las circunstancias del momento, tanto en el seno de los pilares que constituían la base principal del franquismo, la Falange, el Ejército, la Iglesia, la élite económica…, como en la forma en que se detentaba. Franco quiso que algunos de los cambios más significativos fueran aprobados mediante la convocatoria de referéndums, con los que buscaba arrogarse un barniz democrático de cara a la opinión pública internacional. Utilizó la fórmula en dos ocasiones: en 1947 y en 1966.

El primero de estos referéndums se celebró en los años más duros de la posguerra, cuando España se encontraba aislada internacionalmente. Eran los tiempos en que no quedaba resquicio de poder que no estuviera en sus manos. Se definía a España como una monarquía, a pesar de que no había rey y tampoco un regente que ejerciera en su nombre las funciones propias del monarca. En realidad, aunque sin título, el rey era el propio Franco. Eso hizo que con los monárquicos mantuviera una relación de amor odio verdaderamente llamativa. Estaban los que podrían denominarse monárquicos franquistas y los llamados monárquicos juanistas —que apoyaban la subida al trono de don Juan de Borbón y la renuncia de Franco a la Jefatura del Estado—, que rompieron con el dictador de forma definitiva cuando promulgó una ley orgánica denominada de Sucesión a la Jefatura del Estado, que le otorgaba el cargo de jefe del Estado con carácter vitalicio.

El Régimen se encargó de dejar muy claro que la monarquía no sería restaurada, lo que eliminaba la obligación de mantener la línea sucesoria que habría llevado al conde de Barcelona a convertirse en soberano, por ser el heredero más directo de Alfonso XIII; se instauraría, sí, pero ello dependía exclusivamente de la voluntad del propio Franco, que podía alterar, como de hecho lo hizo, la línea sucesoria de la familia real. Incluso podía designar como monarca a un miembro de alguna rama colateral de la dinastía. En algunos círculos se rumoreaba —el rumor suele ser compañero de la falta de libertades— que, incluso después de haber designado a Juan Carlos de Borbón como su sucesor, Franco tuvo la tentación de sustituirlo por su primo, Alfonso de Borbón Dampierre. Aunque, como tantas cosas de las que se decían, solo se trataba de un rumor.

El asunto que se sometía a referéndum en 1947 era la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, según la cual España quedaba formalmente constituida como un reino y un Estado confesional, cuya religión oficial era la católica. Dicho texto señalaba en el primero de sus artículos: «España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino». Asimismo, convertía en vitalicia la Jefatura del Estado en manos de Franco, al indicar que la misma «corresponde al Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos, don Francisco Franco Bahamonde». Le investía de la prerrogativa de proponer a las Cortes, en el momento que él considerase oportuno, a la persona llamada a sucederle en dicho cargo. Sería a título de rey o de regente y también podría revocar el nombramiento si así lo deseaba:

En cualquier momento el Jefe del Estado podrá proponer a las Cortes la persona que estime deba ser llamada en su día a sucederle, a título de Rey o de Regente, con las condiciones exigidas por esta Ley, y podrá, asimismo, someter a la aprobación de aquéllas la revocación de la que hubiere propuesto, aunque ya hubiese sido aceptada por las Cortes.

Franco dispuso que aquel atropello legislativo fuese corroborado por unas Cortes en las que tenía representación en exclusiva el Movimiento Nacional en sus diferentes manifestaciones. Como no podía ser de otra manera, la cámara lo aprobó por unanimidad. Pero tratando de darle un barniz de legalidad democrática, decidió someter la propuesta a referéndum. Para el dictador era muy importante que esa consulta le proporcionara un espaldarazo incontestable, porque se celebraba en un contexto en el que, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, se había iniciado el aislamiento internacional del Régimen, se habían ido cerrando, una tras otra, las embajadas y se habían marchado las delegaciones diplomáticas acreditadas en Madrid.

El proyecto de ley se remitió a las Cortes el 28 de marzo de 1947 y su tramitación fue realizada con gran rapidez; se aprobó el 7 de junio y, sin pérdida de tiempo, se convocó un referéndum el 6 de julio de aquel año. Por primera vez desde antes de la Guerra Civil los españoles eran llamados a las urnas y, pese al alejamiento de la política que el Régimen había propiciado, se estimuló por todos los canales posibles la participación, que alcanzó el 88,6 por ciento, según los datos del Régimen.

A los votantes, los mayores de veintiún años, tanto hombres como mujeres —la mujer había votado por primera vez en España durante la Segunda República—, se les identificaba de una forma un tanto singular: a través de las cartillas de racionamiento que eran presentadas y selladas a la hora de votar. Esa es una de las razones que explican la elevada participación, porque se había dejado correr el rumor de que los propietarios de las cartillas que no estuvieran convenientemente selladas —evidencia de que habían cumplido con aquel deber patriótico— podrían tener problemas para recibir las raciones asignadas. El hambre era una cosa demasiado importante como para arriesgarse. Más sorprendente aún que el elevado porcentaje de participación fue el de los votos afirmativos, que se situó en el 93 por ciento y que algunos datos elevaban hasta el 94,7 por ciento. Corría el rumor de que en algunos municipios las autoridades locales habían logrado que tanto la participación como el apoyo a la ley fueran superiores al cien por cien, contundente evidencia de la unánime adhesión de sus conciudadanos al Régimen… Por aquellos días circuló algún chiste reproduciendo el texto del telegrama que algún alcalde habría puesto al Gobierno Civil de la provincia, confirmando, henchido de orgullo patriótico, que había votado más del cien por cien del vecindario y que los votos afirmativos superaban con creces el número de votantes. Cerraba sus palabras con el consabido: «¡Viva Franco! ¡Arriba España!».

La Iglesia animó desde el púlpito a que los fieles votasen. El cardenal primado, monseñor Pla y Daniel, hizo pública una pastoral alentando a cumplir con aquel sagrado deber. La pastoral del primado se publicó en los boletines diocesanos de todos los obispados de España. En ella se señalaba que era no solo un deber patriótico, también una obligación de buen cristiano acudir a las urnas. Estábamos en tiempo de muchos deberes y pocos derechos, justo al contrario de lo que se ha impuesto en la sociedad de nuestro tiempo.

También hubo anuncios promovidos desde las esferas del poder en los que se consideraba un derecho el ejercicio del voto. Uno de ellos, bajo el significativo epígrafe «El Estado tiene tomadas todas las precauciones», se señalaba:

Para que el libre ejercicio del voto no se vea expuesto a coacciones por parte de quienes sean, todos los españoles somos los guardianes de la libertad y la seguridad de cada español. Puedes votar libremente hoy, que nadie molestará tu deseo de cumplir con un deber [otra vez el deber] de buen español. Cualquiera que pretenda coaccionar la libre expresión del votante ya sabe que sobre él caerá todo el peso de la Ley.

El peso de la ley en aquella época hacía honor al adagio latino: lex dura, sed lex.

Cuando don Juan de Borbón tuvo conocimiento de la mencionada disposición que, lejos de reconocerle sus derechos dinásticos, dejaba la designación del sucesor del jefe del Estado, en calidad de rey o de regente, en manos de Franco, hizo público su rechazo a través del llamado Manifiesto de Estoril, en el que reclamaba sus derechos a la Corona. Ni que decir tiene que dicho manifiesto no se divulgó en España y que solo fue conocido en reducidos círculos monárquicos. El Régimen orquestó una campaña de desprestigio de don Juan, al que se denominaba despectivamente «el pretendiente», nombre que recibían quienes aspiraban a convertirse en novios de alguna moza con la que deseaba entablar lo que se denominaba entonces relaciones formales. Muchos años después de promulgada la ley, el dictador escogería a Juan Carlos de Borbón, hijo de don Juan, como su sucesor a la Jefatura del Estado, a título de rey. Una vez más, tardaron poco en circular numerosos chistes, principalmente promovidos por los falangistas, que ponían en cuestión las capacidades de Juan Carlos, al que se le otorgaba el título de príncipe.

El segundo de los referéndums del franquismo se celebraría casi veinte años más tarde. Fue en 1966, una vez concluidos los fastos —iniciados en 1964— de los ya mencionados Veinticinco Años de Paz. Algunos señalaban, con mucha socarronería, que a la paz de aquel cuarto de siglo habría de añadírsele el gran impulso que había recibido la ciencia; con aquella combinación, los díscolos se referían al periodo como los veinticinco años de paciencia. Pero eso se decía en voz baja y solo en ambientes que se consideraban seguros, porque hasta comentarios de ese tenor podían tener consecuencias desagradables.

La que se sometió a referéndum en 1966 fue la Ley Orgánica del Estado, a la que el Régimen se refería como nueva constitución, considerando que la vieja estaba configurada por una serie de leyes aprobadas en los años anteriores, las conocidas como Leyes Fundamentales. En esa vieja constitución se señalaba que la española era una democracia orgánica. Ya se sabe lo que suele ocurrir a la democracia cuando se le coloca un adjetivo… Tal es el caso de las «democracias populares», expresión con que se enmascara en las dictaduras comunistas precisamente la falta de democracia. Y lo mismo ocurría en el franquismo con la democracia orgánica: era la manera de disfrazarla. En aquel referéndum, que se celebró el 14 de diciembre, podían votar los españoles mayores de veintiún años, sin distinción de sexos. El número de personas llamadas a las urnas fue de 21 301 540, casi cuatro millones más que en el celebrado veinte años antes.

Aquella ley actualizaba los poderes del dictador, al que la propaganda del Régimen exhibía como reclamo en los carteles para animar a la participación. Franco significaba la garantía de futuro para España y los españoles. Se presentaba ofreciendo una imagen de aperturismo del Régimen que no era tal. El Caudillo había mantenido hasta aquel momento su doble condición de jefe del Estado y presidente del Gobierno, cargos que con la nueva ley se separaban; la Presidencia recaería en la persona que Franco designara cuando lo considerase oportuno —de hecho, la ley se aprobó en 1966 y él mantuvo los dos cargos hasta que en 1973 nombró a Carrero Blanco presidente del Gobierno—; además, el nombramiento habría de ser ratificado por las Cortes, lo cual no constituía el más mínimo problema.

La citada Ley Orgánica reducía el número de integrantes del Consejo del Reino y en un tercio el número de procuradores en Cortes, que pasaban de ser 611 a 403, de los cuales apenas poco más de un centenar eran elegidos de forma directa: la inmensa mayoría de procuradores lo era en virtud del cargo que ostentaban o porque habían sido designados por Franco.

Tal vez, el detalle más llamativo de aquella ley que, pese a la propaganda del Régimen, mantenía todos los resortes del poder en manos de Franco, era lo que se denominó libertad religiosa. Lo que se entendía por tal, en un Estado que continuaba siendo confesional y donde la Iglesia católica gozaba de extraordinarios privilegios, era que desaparecían las graves restricciones que para celebrar sus cultos tenían los judíos y los protestantes. No sorprende que el año de este referéndum coincida con el final del Concilio Vaticano II, que planteaba reformas para la Iglesia que rompían una parte importante de los esquemas en que se había fundamentado el nacionalcatolicismo.

En el referéndum había que responder a la pregunta: «¿Aprueba el proyecto de Ley Orgánica del Estado?»

El número de votantes que acudieron a las urnas, según los datos proporcionados por el propio Régimen, fue de 18 913 637, lo que significaba una participación del 88,79 por ciento del censo —la cifra era similar a la registrada para el referéndum de 1947—. Los votos afirmativos para la aprobación de la ley fueron —siempre según los datos del Régimen— 18 130 612, es decir, cerca del 96 por ciento de la totalidad de los emitidos. Los votos en contra fueron 332 340, menos del 2 por ciento. En blanco votaron 440 687, algo menos del 2,5 por ciento.

La España que votaba el referéndum de 1966 tenía poco que ver con la que acudió a las urnas en 1947. A mediados de los años sesenta hacía una década que había concluido definitivamente el aislamiento internacional, con su ingreso en la ONU. España era un país que se había incorporado a la órbita occidental, aunque quedaban aún importantes organismos a los que tenía vetado el acceso por su condición de régimen dictatorial, por ejemplo, la OTAN o lo que por aquellas fechas se denominaba Mercado Común Europeo, al que todavía no se había sumado ningún país fuera de los que habían formado parte del club de fundadores.

En la España de 1947 —todavía sometida a las cartillas de racionamiento— el hambre era padecida por muchas familias, y la carencia de artículos de primera necesidad algo muy extendido. Por el contrario, veinte años después, la situación era muy diferente. El turismo era ya una realidad pujante y el número de extranjeros que nos visitaban, buscando las playas, el sol y los precios que España ofrecía y que resultaban extraordinariamente bajos para su capacidad adquisitiva, no paraba de crecer. La industrialización del país y la puesta en regadío de grandes extensiones hasta entonces dedicadas al secano eran realidades tangibles. La población urbana crecía de forma espectacular, en detrimento del mundo rural. La televisión, inexistente en la España de 1947, se había convertido ya en algo habitual en un gran número de hogares, y sus contenidos eran el tema de conversación que llenaba el ocio de los españoles, además del fútbol; en los programas que se estrenaban en la pequeña pantalla seguían predominado las series producidas en los Estados Unidos. A mediados de la década de los sesenta muchos españoles habían accedido a tener un coche propio, un utilitario, que se pagaba a plazos que terminaban haciéndose eternos. Muchos eran también propietarios de una vivienda, con los espacios muy limitados, pero de la que se ponderaba la comodidad que suponía disponer de cocina y cuarto de baño propios, frente a las antiguas casas de vecinos, donde la primera era compartida y el segundo inexistente. El Producto Interior Bruto crecía de forma extraordinaria y el Régimen hablaba, como ha habido ocasión de comentar, del milagro económico español. Tal denominación pretendía establecer el paralelismo con la espectacular reconstrucción de Alemania en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, proceso conocido, en efecto, como el «milagro económico alemán». Era la forma de referirse a la transformación que se vivía en la Alemania occidental, formalmente la República Federal de Alemania, porque la situación que arrastraban los alemanes instalados más allá del Telón de Acero que separaba al mundo occidental de los regímenes comunistas, sometidos a la égida de la Unión Soviética, era otra historia.

No obstante, había algo que permanecía igual que antaño, aunque fueran perceptibles ciertos síntomas que anunciaban un cambio. La mano dura del Régimen en todo lo referente a la política no aliviaba la presión; si bien la dureza con que se vivía en los años cuarenta no era ya la misma, la falta de libertades seguía siendo una realidad. Era sumamente peligroso discrepar de los planteamientos del franquismo. Los serios temores que Franco albergaba todavía en 1947 acerca de una posible acción contra el Régimen habían desaparecido, pero eso no era obstáculo para que pervivieran el partido único, la aversión al comunismo y el rechazo a la política en general, considerada una actividad dañina para amplias capas de la población española, que abominaban de ella y la entendía como fuente de toda clase de males.

Aquellos españoles que habían sufrido penalidades sin cuento sin ser tildados de desafectos a Franco valoraban el hecho de alcanzar determinados niveles de bienestar material muy por encima de cuestiones como la libertad de expresión o de reunión. La militancia en un partido político que no fuera el del Régimen quedaba solo para minorías; en el lenguaje de la época, para la gente que «tenía ideas», algo que incluso podía resultar peligroso.

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1 Paul Preston: Franco, caudillo de España.

La España austera

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