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3 Unos pactos que no fueron tratado

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A comienzos de los años cincuenta los españoles percibieron que, si bien desde un punto de vista político, España no experimentaba variaciones, algo estaba cambiando en otros órdenes. El peligro que había amenazado el poder de Franco en los años siguientes a la Segunda Guerra Mundial se alejaba definitivamente, y las expectativas de los republicanos se fueron desvaneciendo lentamente tras la derrota de las potencias del Eje Berlín-Roma-Tokio.

Es cierto que durante aquel terrible conflicto Franco se guardó mucho de no molestar a los aliados occidentales, pero la ayuda recibida durante la Guerra Civil lo emparentaban con los de Hitler y Mussolini. Sin embargo, las cosas no se desarrollaron como esperaba la resistencia interior protagonizada por los maquis y tampoco se hicieron realidad las esperanzas del exilio republicano. Unos y otros contaban con que los aliados intervendrían en España y ajustarían cuentas con el dictador una vez que acabase la contienda, pero las diferencias entre quienes habían luchado juntos —los aliados occidentales, principalmente Estados Unidos y Gran Bretaña, y la Unión Soviética— para acabar con el Reich de Hitler, que ya se manifestaron en el transcurso de la guerra, se hicieron mucho más patentes una vez que esta hubo concluido y el enemigo común había sido definitivamente derrotado.

Las iniciales desavenencias entre la Unión Soviética y los países de Occidente dieron paso a mayores tensiones que fueron en aumento entre 1945 y 1947, hasta desembocar en lo que se conocería durante varias décadas como la Guerra Fría. Esa situación de conflicto latente salvó la dictadura de Franco. Entre otras cosas por su anticomunismo declarado, pero sobre todo porque la posición geográfica de España ofrecía una capacidad de reacción desde la península ibérica, ante un hipotético ataque de la Unión Soviética, que no era factible desde otras partes de Europa; España estaba en una situación estratégica, caso de que se produjera una arremetida parecida a la guerra relámpago —blitzkrieg— lanzada por los alemanes al comienzo de la Segunda Guerra Mundial.

El nuevo escenario hacía que las potencias occidentales, que habían aislado al régimen de Franco una vez concluida la guerra, lo necesitasen ahora como aliado, ante los nuevos derroteros de la política internacional. El carácter autoritario del franquismo no permitía incorporarlo a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la estructura militar de los países occidentales. La OTAN era un club de países democráticos —aunque había excepciones, como el del Portugal de Salazar—, y la España de la época no cumplía ese requisito. La solución al dilema entre la necesidad de tener a Franco como aliado y la imposibilidad de integrar una dictadura en el sistema defensivo de las democracias occidentales llegó por la vía de un acuerdo bilateral entre España y los Estados Unidos de Norteamérica, que nunca hicieron ascos a cerrar tratados con regímenes autoritarios si ello convenía a sus intereses económicos, políticos o militares.

La firma de los pactos con los americanos vino precedida de algunas resoluciones que, aunque no puede decirse que pusieran fin al aislamiento al que se encontraba sometida España, permitían la reanudación de ciertas relaciones a nivel internacional. Así, antes de que acabase 1950 una resolución de la Asamblea General de la ONU dejaba sin efecto el veto que se había puesto a España para formar parte de la organización cuando se constituyó, al tiempo que recomendaba la reanudación de relaciones diplomáticas con el país. Esa resolución de la ONU, la número 386, que contó con una decena de votos en contra — mayoritariamente de países de la órbita soviética e hispanoamericanos, como México, Guatemala o Uruguay—, permitió, a partir de 1951, la incorporación de España a algunos organismos dependientes de la ONU o que se abrieran algunas embajadas en Madrid, como la británica o la francesa, además de la estadounidense.

Apenas había transcurrido un mes desde la firma del concordato con el Vaticano cuando, en septiembre de 1953, se rubricaban los conocidos como Pactos de Madrid con los Estados Unidos. Los norteamericanos se negaron a que se denominaran «tratado», como pretendían las autoridades españolas y era el deseo de Franco, por las reticencias expresadas en el Senado estadounidense a cerrar un acuerdo con la dictadura franquista: un tratado debía contar con la anuencia de dicha cámara, que la administración Eisenhower no tenía claro que pudiera lograrse.

Los altavoces del Régimen difundieron aquel acuerdo a los cuatro vientos. España, que tenía prácticamente sus fronteras cerradas, se convertía en aliada de la primera potencia mundial y había firmado unos pactos que eran extraordinariamente ventajosos. Los voceros del Régimen insistían una y otra vez en que España trataba de tú a tú a los Estados Unidos. No era así, pero lo cierto es que la situación suponía un paso decisivo para romper definitivamente el aislamiento internacional, amén de una serie de beneficios económicos a cambio de ceder, para su utilización por tropas norteamericanas —oficialmente se insistía en señalar que se trataba de un uso conjunto por los ejércitos de ambos países—, de una serie de bases militares, puntos de apoyo fundamentales ante un eventual enfrentamiento con los soviéticos.

Las negociaciones con los Estados Unidos para la instalación en territorio español de esas bases habían comenzado en abril de 1952, tras la entrevista entre Franco y uno de los máximos responsables de la marina estadounidense. Fueron unas negociaciones difíciles, por cuanto en la administración norteamericana del presidente Truman —hombre profundamente religioso, que llevaba mal el monopolio del catolicismo en España— no se deseaba que el acuerdo se entendiera como respaldo político a la dictadura franquista. Sería con la llegada a la Presidencia de Eisenhower cuando se disiparan las dudas sobre la necesidad estratégica que suponía para el ejército norteamericano contar con una serie de bases militares en suelo español, en caso de que la Guerra Fría desembocase en un conflicto armado contra la Unión Soviética.

La nueva administración norteamericana se mostró más propicia a acceder a algunas de las condiciones que planteaba España. El acuerdo se firmó en el palacio de Santa Cruz, sede del Ministerio de Asuntos Exteriores, el 23 de septiembre de 1953. Esos pactos recogían tres cuestiones fundamentales. La primera, que los Estados Unidos suministrarían a España importantes cantidades de material de guerra —se trataba fundamentalmente de armamento anticuado que, en gran medida, había sido usado por las tropas estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial— que para el ejército español, que todavía se servía del material italiano y alemán empleado durante la Guerra Civil, suponía una extraordinaria modernización. La segunda, que España recibiría una importante ayuda económica de los Estados Unidos que, a nivel popular, se visualizó con lo que se conoció como la llegada del queso, la leche y la mantequilla de los americanos. La tercera era la ayuda militar que, en caso de conflicto, se prestarían mutuamente los dos países. Lo que no se difundió es que esa hipotética ayuda solo se daría en circunstancias muy concretas y limitadas. Para el Régimen lo importante era hacer pública una alianza militar con la primera potencia del mundo.

Como contraprestación, el Gobierno español autorizaba que se establecieran en su territorio cuatro bases militares —tres aéreas y una naval— en Torrejón de Ardoz, Zaragoza, Morón de la Frontera y Rota, mediante las cuales España quedaba incluida en el sistema militar de Occidente. Lo que se hizo público fue que el territorio donde quedaban emplazadas las bases militares podría ser utilizado unilateralmente por los Estados Unidos en caso de «agresión comunista que amenace la seguridad de Occidente». El pacto firmado no contemplaba la posibilidad de almacenamiento de armas nucleares en dichas bases, punto que los norteamericanos incumplieron sistemáticamente, lo que originó protestas por parte de la administración española —realizadas siempre con mucha discreción—, que no sirvieron para nada.

Pese a las alharacas con que el pacto fue presentado por las autoridades franquistas, España siempre fue considerada por los Estados Unidos como un aliado de categoría secundaria, que lo único que podía ofrecer era su envidiable posición geográfica para el caso de que en Europa se desatase un conflicto con la Unión Soviética, algo que estuvo a punto de ocurrir en algunos momentos en que las relaciones se tensaron al límite, como ocurrió en 1962, con la denominada «crisis de los misiles», en alusión a los que los soviéticos habían instalado en Cuba, donde ya gobernaba con mano de hierro Fidel Castro.

Pese al sometimiento que suponían estos Pactos de Madrid —la simple existencia de cláusulas secretas lo evidencia—, la firma de aquel acuerdo fue mucho más que un balón de oxígeno para la dictadura, que solventaba de un plumazo alguno de sus mayores problemas. Los Estados Unidos dieron un gran impulso a su embajada en la capital y el acuerdo abría las puertas a que España ingresara en la ONU, cosa que no había sido posible cuando se creó aquel organismo, según los principios recogidos en la carta de San Francisco. A España se le negó formar parte de ella a petición de México, donde la influencia de los republicanos españoles era muy grande. Se impedía la entrada a países cuyos regímenes se hubieran instaurado con la ayuda de los ejércitos de quienes habían sido derrotados en la Segunda Guerra Mundial, en tanto en cuanto esos regímenes permanecieran en el poder. No se mencionaba a España, pero ese párrafo del capítulo III de la citada carta estaba redactado con la clara intención de vetar el acceso de España, mientras Franco se mantuviera al frente del país.

El fin del aislamiento no iba a producirse de forma inmediata, pero era algo que se encontraba en el horizonte. Franco salía políticamente fortalecido, y en el exilio republicano se perdieron las últimas esperanzas que algunos conservaban, cada vez con menos fundamento, de que las democracias occidentales acabasen con la dictadura.

Esas fueron las consecuencias políticas de los Pactos de Madrid, pero su importancia fue mucho más allá porque, propaganda del Régimen aparte, tuvieron una extraordinaria repercusión en la vida cotidiana de los españoles. Un cineasta tan sagaz como Berlanga comprendió de forma inmediata las enormes expectativas que, fuera de los círculos políticos y los ambientes militares, despertó la llegada del amigo americano entre la población. En diciembre de 1953 —dos meses más tarde de la firma de los acuerdos de Madrid— se estrenaba Bienvenido, Mister Marshall, una película que marcó toda una época1.

La compensación económica que España recibiría se elevaba a la cifra de mil quinientos millones de dólares —se trataba de una cantidad fabulosa para la época— a lo largo de una década. El destino de una parte sustancial de ese dinero era comprar productos norteamericanos, pues la potente industria estadounidense necesitaba dar salida a importantes excedentes de producción. Eso significaba, entre otras cosas, poder adquirir alimentos, bienes y equipamientos que escaseaban o de los que se carecía en España. Buena parte de la ayuda americana fue en forma de préstamos con interés, lo que establecía una gran diferencia con las ayudas recibidas bajo el denominado Plan Marshall por los países europeos occidentales, que fueron fundamentalmente donaciones, si bien con esos recursos habrían de comprarse también bienes norteamericanos. España fue tratada como un aliado menor y los acuerdos suscritos fueron mucho menos ventajosos que los destinados a la reconstrucción de Italia, Alemania o Francia.

Pese a todo, los acuerdos con los Estados Unidos significaban que la década de los cincuenta se podía afrontar en una situación muy diferente con respecto a los años anteriores. No solo en el terreno político y militar, también en aspectos importantes para la vida cotidiana. Ayudaron a cambiar algunas realidades y resultaron determinantes para dejar definitivamente atrás el hambre de los años cuarenta, si bien es cierto que las cartillas de racionamiento se habían suprimido en vísperas de la firma de estos pactos.

La apertura económica de un gigante como los Estados Unidos iba a aliviar de forma considerable las carencias materiales del Régimen, aunque Franco siguió apegado a la idea de la autarquía a lo largo de toda la década. Solo la difícil situación en la que se encontraba la economía española a finales de los cincuenta le hizo abandonar —desde luego con notables reticencias, según señalan algunos testigos de excepción que vivieron aquel momento— la utopía de impulsar un desarrollo económico con el lastre que suponía un modelo basado en el autoabastecimiento.

Los pactos con los americanos trajeron la leche en polvo, la mantequilla y el queso; su distribución entre los niños es una de las imágenes características de la escuela de aquellos años. Algunos de ellos apenas habían bebido leche y, desde luego, se sorprendían y se extrañaban de que no saliera de las ubres de vacas o cabras; resultaba extraordinario que aquellos polvos se disolvieran en agua para convertirse en leche. Se encomendó a Cáritas el reparto de estos alimentos en los centros educativos.

Llama la atención la cantidad de leche en polvo enviada por los norteamericanos a lo largo de la década que va de 1953 a 1963. En ese tiempo llegaron trescientas mil toneladas de este producto, que se convirtieron en tres mil millones de litros de leche. La ayuda alimentaria a España se mantuvo hasta fecha tan avanzada como 1968, aunque a algunos les cueste creerlo, habida cuenta de que la España de entonces se parecía muy poco a la de 1953.

La transformación de aquel polvo en leche apta para el consumo dio lugar a escenas curiosas. El trabajo, en muchos centros, era encomendado por los maestros a los propios alumnos, que se turnaban en la realización de estos menesteres. El proceso de elaboración solía llevarse a cabo durante el recreo, y la distribución tenía lugar en el patio, si es que el colegio disponía de uno, porque muchas escuelas de la época estaban muy lejos de ser los centros que hoy conocemos. Para empezar, se ubicaban en salas acondicionadas como aulas en bajos de viviendas o en alguna dependencia de un inmueble que tuviera capacidad para colocar los pupitres y acoger al número de alumnos que había de atender un maestro; las ratios eran muy superiores a las actuales y, además, en la misma clase convivían escolares con niveles diferentes de conocimientos. Lo que sí estaba establecido y se cumplía con absoluto rigor era la separación de sexos: unas escuelas eran para niños y otras para niñas.

Para el reparto de la leche, en las escuelas se disponía de un recipiente donde se calentaba —por procedimientos muy variados, estufas eléctricas, infiernillos de petróleo e incluso fuego de leña en las zonas rurales— el agua en la que se disolvía el polvo. En ocasiones eran los maestros, custodios de los sacos que contenían materia tan preciada —en ellos aparecía la bandera estadounidense impresa—, quienes se encargaban de estas tareas. Era indispensable que el agua alcanzase la temperatura aproximada a la ebullición para conseguir una disolución completa. Ocurría a veces que, por alguna circunstancia, el agua no se calentaba lo necesario y el polvo no se deshacía de manera correcta, lo que dejaba grumos blancos nadando en un líquido blancuzco, algo parecido a lo que ocurría con el Cola-Cao, que resultaba difícil de disolver en la leche de los desayunos si la temperatura no era la adecuada. Aunque, después de todo, este último percance solo lo padecían quienes disponían de medios para beber leche de la vaca o de la cabra… y comprar Cola-Cao, que dotaba de una fuerza extraordinaria a los deportistas que lo tomaban, según la canción de aquel negrito del África tropical.

En los desayunos escolares, la leche venía acompañada de un trozo de queso o una porción de mantequilla —que los niños extendían sobre un bollo de pan que ellos mismos traían—, también de procedencia estadounidense. Así, leche, queso y mantequilla constituían la tripleta alimentaria que llegó con los norteamericanos a las escuelas españolas en los años cincuenta. Para muchos de los escolares esa era la principal comida del día y algunos aprovechaban un descuido del maestro para ingerir aquel polvo que se convertía en una masa pastosa en la boca y que resultaba difícil de ensalivar, hasta el punto de que tenían que ayudarse con el dedo para poder despegarlo del paladar, y cuyo sabor resultaba poco agradable. Pero saciar el deseo de comer llevaba a hacer casi… cualquier cosa.

Los testimonios de quienes tomaban aquellos productos son muy variados. Algunos extrañaban el sabor de la mantequilla porque no la habían comido nunca anteriormente; otros pensaban que aquel queso, que sacaban de una lata, apenas tenía sabor comparado con el que se consumía en España. A otros, sin embargo, les parecía un queso excelente tanto por su aroma, mucho más suave, como por su textura, mucho más blanda. Desde luego, este de los americanos era muy diferente a los quesos manchegos de la época, recios, de fuerte sabor, curados y, en algún caso, hasta crujientes, esos que por las calles pregonaban hombres curtidos venidos de aquellas tierras con su capacho al hombro y, en la mano que les quedaba libre, la romana que utilizaban para pesar. Lo mismo ocurría con la leche. Había opiniones para todos los gustos. Pero pese a los problemas que, en ocasiones, se derivaban de su elaboración, lo cierto es que la leche en polvo de los americanos quitó mucha hambre, sobre todo en los años inmediatamente posteriores a la firma de los Pactos de Madrid.

Otra consecuencia —esta de ámbito mucho más restringido— que se derivó de los citados acuerdos fue la presencia de las familias de los militares estadounidenses en las bases que, eufemísticamente, el Régimen denominaba «de utilización conjunta hispano-norteamericana». Es cierto que así se las llamaba en los acuerdos y que los norteamericanos guardaron las apariencias permitiendo ciertas actividades de los españoles en ellas, pero en la práctica eran utilizadas casi exclusivamente por los extranjeros y en ellas había lugares donde los españoles tenían vetado el acceso.

La residencia de esas familias se ubicaba en el interior del recinto de las propias bases, lo que suponía un cierto aislamiento. Pero eso no fue obstáculo para que en las localidades donde estaban emplazadas se difundiera la noticia de cómo vivían los norteamericanos. Corrieron, como siempre ocurre en situaciones en las que no se puede acceder directamente al conocimiento de algo, numerosos rumores, muchos de ellos bulos sin fundamento, sobre sus hábitos y costumbres. Era una realidad que disponían de electrodomésticos, algo que en un país que hasta pocos meses antes había tenido racionados los alimentos parecía cosa de ensueño: frigoríficos, lavadoras, secadores, cocinas con horno incorporado… y automóviles, que quedaban muy lejos del alcance de la inmensa mayoría de las familias españolas. Se trataba de modelos que no existían en la pobre oferta del mercado interior. También se convirtieron en objeto de deseo las marcas de tabaco rubio americano, que además contaba con un filtro, popularmente llamado boquilla, lo que llevó a denominar esos cigarrillos «emboquillados».

En las zonas aledañas a las bases se difundió mucho el consumo de este rubio americano que con ciertas dificultades podía adquirirse en España en los estancos. Esa clase de tabaco procedía del contrabando, uno de cuyos puntos principales se localizaba en el Campo de Gibraltar. Fumar aquellos cigarrillos —Marlboro, Winston o Craven A— era un signo de distinción social que establecía una marcada diferencia con quienes habían de conformarse con las labores de la Tabacalera Española, de donde salían marcas como Peninsulares, Ideales o los populares Celtas, en sus variedades de cortos y largos, a las que se añadirían más adelante los Celtas Extra. Tabacalera también elaboraba un rubio, llamado Bisonte, sin boquilla como los americanos Chesterfield o Lucky Strike —al que popularmente se llamaba Luquitriqui—, que estaba muy lejos de las marcas americanas. Circulaba en la época un chiste en el que una mujer había convencido a su esposo de que los cuernos que lucía eran de fumar cigarrillos de la marca Bisonte.

Muy populares eran las cajetillas de picadura que era necesario liar en el papel de fumar de marcas como Bambú, La Pajarita o Indio Rosa. Por aquellos años liar tabaco era un aprendizaje necesario y había virtuosos capaces de hacerlo con una sola mano. Eran de uso común, en los ambientes más populares, las petacas para guardar la picadura, mientras que las pitilleras quedaban reservadas para caballeros elegantes o para las señoritas que fumaban, algo que no estaba bien visto. Fumar, como beber coñac, era cosa de hombres.

Los pactos con los Estados Unidos fueron decisivos para que el camino emprendido en 1951 con la incorporación de España a ciertos organismos dependientes de la ONU fuera abriendo paso a su entrada como miembro de pleno derecho. Al ingreso de España contribuyó que, tras la muerte de Stalin en 1953, se suavizaran las tensiones internacionales y que en la ONU se impusiera el criterio de que aquellos países que hubieran sido neutrales —la neutralidad de la España de Franco durante la Segunda Guerra Mundial fue muy relativa, bien es cierto— o formaron el grupo de los derrotados en dicha contienda entraran en la ONU. España fue uno de ellos.

El hecho, un verdadero acontecimiento al que el Régimen se encargó de dar una gran resonancia por lo que suponía de éxito político, sucedió el 8 de diciembre de 1955. Hubo quien relacionó la fecha con la celebración de la fiesta de la Inmaculada Concepción, defendida en España mucho antes de que fuera declarado dogma de fe por Roma. En la asamblea no hubo ningún voto en contra, y solo dos abstenciones, las de México y Bélgica.

El tiempo del aislamiento internacional de la dictadura franquista había concluido.

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1 Más adelante haremos algún comentario sobre esta película de García Berlanga, que refleja de forma extraordinaria el ambiente en que se encontraba el mundo rural y las ilusiones derivadas de la llegada de los americanos. El cineasta utilizó de forma magistral las expectativas —el Régimen se encargó de alentarlas, porque se vendió como un éxito extraordinario en un momento en que había pocas cosas que vender— que habían despertado los pactos con los Estados Unidos, para hacer una crítica social profunda y atinada que solo se explica que escapara a la lupa de los censores porque estaban mucho más pendientes de la exhibición de la anatomía de los actores y actrices, algo que podía dar lugar a pensamientos libidinosos.

La España austera

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