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Introducción

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Quienes vivieron el cuarto de siglo que va desde el comienzo de los años cincuenta de la pasada centuria hasta la muerte de Franco —noviembre de 1975— asistieron a una gran transformación de España. A principios de los cincuenta el hambre era una dura realidad a la que se enfrentaba gran parte de los españoles. Las cartillas de racionamiento, que se establecieron por primera vez durante la Guerra Civil en una disposición tomada por el Gobierno presidido por Largo Caballero y que afectaba a la zona controlada por la República, eran una triste realidad. En esas fechas todavía se formaban largas colas para adquirir determinados productos que, para muchas familias, era difícil encontrar fuera de los establecimientos que tenían asignada la venta de los alimentos objeto de racionamiento.

Cuando Franco moría, un cuarto de siglo después, el país, aunque se encontraba seriamente afectado por la llamada «crisis del petróleo», en nada se parecía al que conocieron quienes aguardaban pacientemente a que les tocase el turno de entregar al comerciante los cupones de las cartillas con las que se adquiría buena parte de los alimentos que entonces componían la cesta de la compra, mucho más elemental que la de nuestro tiempo. Baste señalar que los yogures eran considerados un producto medicinal y, quienes podían permitirse el lujo de comprarlos, habían de hacerlo en las farmacias.

El propósito de este libro es acercar al lector a unos años de nuestra historia reciente que quedaron emparedados entre los de la posguerra y esos otros, conocidos como la Transición, que permitieron transformar una dictadura en una democracia. Un proceso este de la Transición que unos defienden como un modelo —lo fue en su tiempo para muchos países del este de Europa que abandonaban las dictaduras comunistas— para salir de un régimen totalitario y caminar hacia un sistema democrático. Hoy otros consideran que fue una prolongación del franquismo, porque en España no ha habido una verdadera democracia, y se refieren a aquellos años con el despectivo nombre de «régimen del setenta y ocho». Estas páginas pretenden presentar al lector determinados aspectos de la vida cotidiana de ese cuarto de siglo, sin perder de vista la situación política, pues era la que determinaba buena parte de las realidades diarias con que convivían o coexistían.

Unas realidades que tenían que afrontar los españoles de entonces, que experimentaron importantes transformaciones, algunas de ellas radicales, en numerosos ámbitos de su existencia. De un país donde la miseria y el hambre afectaban a amplias capas de la población, se pasó a otro industrializado, con un nivel de vida que, para los parámetros de entonces, había dejado atrás no solo el subdesarrollo, sino la catalogación de país en vías de desarrollo.

Una consecuencia de esas transformaciones fue la aparición de una clase media, de la que España había carecido con anterioridad, cada vez más amplia y que, en gran medida, sería el soporte social que a la muerte de Franco sostendría el cambio político que, visto con la perspectiva de algunas décadas, se produjo sin grandes alteraciones, pese a los asesinatos de ETA o los protagonizados por otros grupos tanto de extrema izquierda, como el Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP) o los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO), como de extrema derecha, caso del Batallón Vasco Español (BVE) o la Alianza Apostólica Anticomunista, conocida como la Triple A. También se superaban, no sin dificultades, las intentonas golpistas —la más grave fue la que tuvo como eje el asalto al Congreso de los Diputados por dos centenares de guardias civiles, al mando del teniente coronel Antonio Tejero, en 1981— que venían formando parte de nuestra historia desde las primeras décadas del siglo XIX.

Si ese tiempo comenzaba con una serie de acontecimientos que influyeron decisivamente en la evolución de los años cincuenta, su final estuvo marcado por la mencionada crisis del petróleo que, entrados los años setenta, sacudió a las economías occidentales y de una manera particular a la española, que había alcanzado un importante grado de industrialización y cuya fuente de energía era precisamente este combustible, importado en su totalidad. La crisis produjo una fuerte escalada de su precio, que se multiplicó por cuatro en muy pocos meses. Era el final del petróleo barato. Ese incremento llevó a una espiral inflacionista de consecuencias desastrosas para la economía española que se prolongaría hasta finales de la década de los setenta, cuando, para hacer frente a la gravedad de la situación, se firmaron, gracias a un amplio acuerdo de las fuerzas políticas, los conocidos como Pactos de la Moncloa, siendo presidente del Gobierno Adolfo Suárez.

Nuestro objetivo, como hemos apuntado, es acercarnos a las condiciones de vida imperantes en aquellos veinticinco años. Aproximarnos a la existencia cotidiana de aquellos españoles que, habiendo dejado atrás el hambre en la mayor parte de los casos, vivían, sin embargo, en situación de pobreza o cuando menos de austeridad. Algo que se tradujo en el aprovechamiento de las cosas, a las que se daba una segunda y hasta una tercera vida, ya que no era fácil olvidar las carencias extremas de épocas anteriores. Fueron años en los que paulatinamente mejoraba la situación, pero no desapareció la austeridad porque seguíamos siendo pobres.

También nos acercaremos a aquellos acontecimientos que, por diferentes razones, influyeron en la transformación que experimentó una sociedad en la que con frecuencia chocaban dos formas de entender las cosas: una apegada a criterios más tradicionales y otra que iba asimilando las novedades. Pese a la apariencia de carácter monolítico que ofrecía el Régimen, se produjeron cambios cada vez más profundos en lo que a comportamientos sociales se refiere. Un ejemplo lo tenemos en la paulatina, pero imparable, pérdida de influencia de la Iglesia conforme avanzaban los sesenta. Si el abandono de las prácticas religiosas fue una realidad cada vez más extendida, quienes permanecieron vinculados a la institución se encontraron con que las formas de esa religiosidad adoptaban importantes variaciones una vez que se cerraba, en 1965, el Concilio Vaticano II. Esos nuevos comportamientos fueron acompañados de una situación material que evolucionaba a pasos agigantados y que recibió un fuerte impulso durante los años del desarrollismo o, como gustaba denominarlos el Régimen, los años del Milagro Español.

Muchas de esas realidades que marcaron la vida cotidiana de los españoles no se podrían comprender o, cuando menos, no se entenderían de forma adecuada, sin tener presentes algunos de los acontecimientos —ciertamente capitales— que hoy se estudian en los libros de historia. Nos referimos, por ejemplo, a los Pactos de Madrid, firmados con los Estados Unidos en un momento (1953) en que las crecientes tensiones de la Guerra Fría otorgaban a la península ibérica —y particularmente a España— un extraordinario valor estratégico, a la luz de un posible conflicto bélico con la Unión Soviética. Franco era, como es sabido, un declarado anticomunista, lo que incrementaba la importancia del papel geoestratégico que podía desempeñar España. Esos pactos marcaron el principio del fin del aislamiento, con las repercusiones fundamentales que un hecho como aquel tuvo en la vida diaria.

Otro acontecimiento destacable sucedido por esas mismas fechas fue la firma de un nuevo concordato con la Santa Sede (1953) que otorgaba privilegios extraordinarios a la Iglesia católica. Era la plasmación en un acuerdo diplomático del reconocimiento del Régimen hacia el papel que la Iglesia había tenido durante la Guerra Civil y a la importante ayuda prestada a la rebelión militar por una institución cuyos miembros habían sufrido de forma muy dura la represión ejercida por los sectores más radicales y anticlericales en la España que permanecía fiel a la República. Las consecuencias de ese concordato fueron verdaderamente determinantes en no pocos aspectos de la vida diaria de los españoles.

Singular importancia tuvo, en un momento particularmente dramático para las finanzas del Estado, la puesta en marcha del llamado Plan de Estabilización (1959). Suponía un cambio radical en los planteamientos económicos del Régimen que, incluso concluido el aislamiento internacional, seguía otorgando prioridad a los fundamentos de la autarquía, al considerar Franco que la capacidad de autoabastecimiento y la no dependencia de importaciones del exterior eran elementos esenciales. La autarquía, una de las bases principales del franquismo, alentada por los planteamientos de defensa de una identidad nacional y resultado del citado aislamiento exterior, tuvo que ser abandonada. Pero mientras Franco la mantuvo contra viento y marea, hasta finales de los años cincuenta, cuando precisamente el citado aislamiento hacía algunos años que había quedado atrás —España ya era miembro de pleno derecho de la ONU desde el 14 de diciembre de 1955—, deparó imágenes que hoy resultan verdaderamente llamativas. Es el caso de la proliferación de los gasógenos como fuente de energía nacional, a falta de otros combustibles, o la circulación por las calles de nuestras ciudades de los pequeños y llamativos Biscúter, los automóviles que se seguían fabricando en la España de los años cincuenta; los Seiscientos no comenzaron a salir de la factoría de Martorell hasta 1957.

Dicho plan, que suponía situar a la economía española, muy necesitada de capitales exteriores, en la órbita del sistema capitalista que imperaba en el mundo occidental, se adoptó finalmente contra la voluntad de Franco, por extraño que pueda parecer, dado el poder absoluto que tenía. Sus consecuencias repercutieron notablemente en la vida diaria de los españoles. Permitió, muy poco después, la puesta en marcha de los Planes de Desarrollo impulsados por los llamados tecnócratas —parte importante de ellos ligados al Opus Dei— y con la presencia en el Gobierno de los llamados «López»: López Rodó, López Bravo o López de Letona.

Para comprender la importancia de estos hechos hemos de hacer hincapié en que desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial España era un país al margen de las naciones de su entorno. Los derrotados regímenes totalitarios imperantes en la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini eran equiparados ideológicamente al franquismo, si bien hay historiadores que sostienen la existencia de ciertas diferencias. Los aliados occidentales, vencedores de la contienda, no vieron clara una intervención en la España de Franco, como esperaba el Gobierno republicano que se había mantenido en el exilio, porque las disensiones con Stalin y la Unión Soviética ya habían aflorado y estratégicamente no resultaba conveniente. Se optó, simplemente, por la retirada de las embajadas y el aislamiento diplomático, lo que supuso una terrible decepción para el Gobierno de la República en el exilio y para quienes resistían con las armas en la mano, principalmente en las zonas montañosas de España, esperando ajustar cuentas cuando, una vez finalizada la contienda mundial, los aliados se enfrentasen a Franco. A comienzos de la década de los cincuenta, por diferentes circunstancias, principalmente por razones militares y estratégicas, los Estados Unidos establecieron relaciones diplomáticas con el franquismo, y ello fue el principio del fin del aislamiento internacional al que el Régimen había sido sometido. Ello significó, entre otras cosas, que la España del hambre se convertía en el destino de un creciente turismo que en los años sesenta terminaría atrayendo a millones de europeos que, seducidos por el sol, las playas y los precios de unos servicios que para sus bolsillos resultaban irrisorios, no prestaban demasiada atención al hecho de que los españoles estuvieran sometidos a una dictadura. Con el turismo consolidado como una de las principales fuentes de ingresos de la economía española, que por esa vía lograba reducir de forma significativa el déficit de su balanza comercial, el Ministerio de Información y Turismo, cuando Manuel Fraga Iribarne era su responsable, lanzó una importante campaña de promoción internacional bajo el lema Spain is different, que llevó a muchos españoles a tener la convicción de que realmente éramos distintos.

En el terreno político también se vivieron cambios sustanciales que, no obstante, no afectaron a la esencia del Régimen: la autoridad de que estaba investido Franco y el omnímodo poder de que gozó, así como la eliminación de cualquier disidencia con los Principios del Movimiento Nacional. El franquismo se sustentaba sobre la base de un único partido, y fuera de ese campo solo era posible moverse en la clandestinidad. Pero, contra una opinión muy extendida, se dieron transformaciones relevantes en el seno del poder. El dictador se apoyó, según las circunstancias, en las diferentes «familias del Régimen», como se denominaron en la época. El papel de los falangistas, muy importante en los años inmediatamente posteriores a la finalización de la Guerra Civil, fue decayendo paulatinamente. Las camisas azules —una prenda fundamental en la indumentaria falangista— fueron sustituidas por las camisas blancas, sin que ese color se asignase a ninguna ideología concreta; más bien era el de los tecnócratas, que desembarcaron en el Gobierno a finales de los años cincuenta e impulsaron el desarrollismo de los sesenta.

Otro tanto ocurrió con la Iglesia, cuyo apoyo a Franco en los años cuarenta y cincuenta dio lugar al llamado nacionalcatolicismo. Recordemos que Franco entraba bajo palio en las iglesias, su figura estaba sacralizada, como si fuera un cruzado —así aparece representado en alguna de las pinturas de Sáenz de Tejada— que hubiera luchado en una guerra considerada por la Iglesia, en efecto, una cruzada contra el marxismo, y su nombre se invocaba en las misas, junto al del Papa. Pero tras el Concilio Vaticano II (1966) la Iglesia vivió una profunda trasformación que hizo aflorar serias reticencias en algunos sectores eclesiásticos respecto a la colaboración sin fisuras con el Régimen. Esto dio lugar, en los últimos años de la dictadura, a situaciones inimaginables una década antes.

Al tiempo que se vivían estos cambios que alteraban las relaciones internacionales y hacían evolucionar la estructura económica del país, con la aparición de una cada vez más amplia clase media cuyas aspiraciones eran mucho más limitadas que las de nuestro tiempo, se transformaba la mentalidad de los españoles y se modificaban sus pautas de comportamiento. Poco a poco, el sobrepeso —signo de elegancia y distinción social en los años del hambre— resultaba cada vez menos atractivo, aunque todavía quedaba lejos el rechazo social que el exceso de kilos provoca en nuestros días. En esos años cambiaron de forma radical los gustos relativos a la música, con el paulatino decaimiento de los géneros tradicionales y un interés creciente hacia la llamada «música moderna», que englobaba ritmos muy diversos —twist, rock and roll, soul—.

También se vivió una auténtica revolución en cuanto a las formas de ocio. Fue el tiempo en que los pick-up o tocadiscos se difundieron, lo que favoreció la penetración de nuevos bailes, se popularizaron los guateques y aparecieron las boîtes, nombre que entonces se daba a los locales que luego se denominarían discotecas. Hasta hubo cambios sustanciales en las bebidas; la cerveza iba sustituyendo al vino y se iniciaba el dominio de la Coca-Cola, tomada sola o combinada con alcohol de alta graduación, como ron o ginebra. También hizo acto de presencia el whisky, aunque esa era bebida al alcance de muy pocos bolsillos, algo que en parte vino a solucionar la creación de unas destilerías en Palazuelos de Eresma (Segovia), que en 1963 comenzaron a comercializar un whisky autóctono al que popularmente se bautizó con el nombre de «segoviano».

Los cines, que habían vivido su época dorada en los años cincuenta y sesenta, entraron en crisis a partir de los setenta, ante la dura competencia que supuso la televisión, convertida, junto con el automóvil, en el objeto más deseado de los españoles, una vez que muchas familias habían solucionado el grave problema de la vivienda. Este último se afrontó con la construcción de pisos, que dejaron de ser modelo exclusivo de las capitales para extenderse por pueblos y localidades pequeñas y vinieron a alterar el paisaje urbano, dando lugar a otra de las grandes transformaciones vividas durante este periodo.

La moralidad también experimentó profundos cambios y la estricta separación de sexos que presidió la educación en los primeros años del periodo que abordamos fue desapareciendo, relevada por los llamados centros de enseñanza mixtos, considerados en un primer momento como inadecuados para la educación. La creciente llegada de turistas ya mencionada significó la aparición de comportamientos que contrastaban fuertemente con los imperantes en la España de la época. Las playas fueron calificadas por buen número de eclesiásticos como lugares de pecado y perdición donde hombres y, sobre todo, mujeres se exhibían de forma impúdica. La España del velo iba quedando atrás al tiempo que ganaba terreno el bikini. Esos cambios en los hábitos tuvieron sus efectos en la religiosidad. Si los templos habían estado abarrotados en las misas dominicales durante los años del nacionalcatolicismo, cuando se planteaba la recristianización de España y eran muy celebrados los llamados cursillos de cristiandad, ahora se abría paso el laicismo, con las consecuencias que ello implicaría en muchos órdenes de la vida.

El desarrollo económico sustentado en una creciente industrialización del país —sobre todo en zonas muy concretas que fueron descaradamente beneficiadas por el Régimen, como Cataluña y el País Vasco— y los efectos del turismo, convertido a partir de mediados de los sesenta en un fenómeno de masas, cambiaron el signo de la población. La España rural y agraria comenzaba a vaciarse en beneficio de las grandes ciudades y de las áreas industriales, que ofrecían mejores condiciones laborales y más posibilidades de progreso social. Si la población rural a comienzos de los años cincuenta suponía más de la mitad de la totalidad de los españoles, en los últimos tiempos de la dictadura se había reducido de forma considerable, sin que en aquellos momentos se atisbara todavía el grave problema que se estaba generando y del que la opinión pública solo ha sido consciente en los últimos años.

Todas estas cuestiones y algunas más serán las que analizaremos en las páginas de este libro que, como hemos apuntado, pretende acercar al lector a algunos de los acontecimientos que resultaron cruciales. Pero sobre todo a aquellos aspectos que marcaban el día a día de las personas. Esa realidad dinámica significó una transformación radical de unos españoles que vivieron bajo la dictadura franquista, que con demasiada frecuencia ha sido presentada como una etapa monolítica en la que apenas hubo cambios. No fue así. Ni en las alturas del Régimen ni en la realidad cotidiana.

Es cierto que el poder de Franco, una vez que quedó asentado, fue incontestable. No es menos cierto que Franco buscó en cada momento las alianzas políticas que más convenían a sus intereses y eso supuso cambios importantes. Por otro lado, la España de la alpargata tenía pocos elementos en común con la del Seiscientos, como señalara Juan Eslava Galán en el título de una de sus obras dedicadas a este periodo.

La España austera

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