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Prólogo
ОглавлениеHace no más de tres lustros, el título de esta magnífica obra colectiva a la que contribuyen dieciséis autores con trabajos compilados por José F. Estévez resultaría extraño, si no incomprensible. En la vigesimosegunda edición del Diccionario de la Lengua Española, publicada en 2001, el adjetivo digital se refería exclusivamente a los dedos, a los números dígitos y a determinadas plantas herbáceas utilizadas en medicina. Trece años después, la nueva edición de 2014 incluye ya como novedad lexicográfica dos acepciones que son de aplicación al título que nos ocupa: dicho de un dispositivo o sistema, que crea, presenta, transporta o almacena información mediante la combinación de bits, o en términos más generales, todo aquello que se realiza o transmite por medios digitales.
En los años sesenta del pasado siglo, Marshall McLuhan hizo famosa la expresión Galaxia Gutenberg para denominar la revolucionaria era que a mediados del siglo XV abrió a la evolución de la Humanidad el invento de la imprenta de tipos móviles. Pero hoy estamos ya en otra Galaxia, y asistimos a cambios trascendentales que parecen indicar la emergencia de una nueva civilización, si cabe todavía más condicionada por la tecnología que en los ciclos anteriores. Podemos, así, con Manuel Castells hablar ya de la Galaxia Internet. McLuhan tuvo premonición de ella, pero su plena realización se demoraría quince años después de la muerte del canadiense. Manuel Castells lo confirma con toda solvencia, pues aunque Internet estaba ya en el telar de los informáticos desde principios de los sesenta, en 1969 se había establecido ya una red de comunicación entre ordenadores y consiguientemente se habían formado varias comunidades interactivas de científicos y hackers, «para la gente, para las empresas y para la sociedad en general, Internet nació en 1995».
Nada más oportuno, pues, que abordar el gran asunto que la compilación dirigida por José F. Estévez desbroza: todas las implicaciones legales y jurídicas que, por el momento, la tecnología digital suscita. Podríamos hablar asimismo de ciberderecho, pues el prefijo que acompaña al sustantivo en este caso aparece ya reseñado en nuestro diccionario como un elemento compositivo que indica relación con las redes informáticas.
Las nueve partes o grandes capítulos que articulan el presente volumen tratan de las implicaciones mencionadas: la protección de datos; la sociedad de la información, las páginas web y el comercio electrónico; las redes sociales; el área de las comunicaciones electrónicas; las relaciones con las administraciones en esta clave digital; los ciberdelitos y la ciberseguridad; las implicaciones laborales; el juego en línea; y, finalmente, un tema que ha sido objeto en junio de 2018 de un congreso sobre los derechos de autor y la propiedad intelectual convocado por Cremades & Calvo Sotelo Abogados en el que tuve la oportunidad de participar con una conferencia inaugural. Efectivamente, en clave de la relación entre derecho y cultura, se abre hoy un frente nuevo: el de la propiedad intelectual en el ámbito digital.
Supongo que los organizadores del congreso me convocaron pensando que quizá fuesen de interés a sus propósitos algunas experiencias que como director de la Real Academia Española he ido adquiriendo, así como el contacto, tan enriquecedor para mí, con mis compañeros académicos, que son escritores, lingüistas o profesionales de diferentes campos en los que el uso de la lengua resulta fundamental. Todos ellos son titulares de derechos de autor y la propiedad intelectual es asunto que directamente les concierne.
Adicionalmente diré que, en lo que a mí respecta, es cierto que tuve desde muy joven una vivencia directa de los diálogos entre Derecho y Lengua por la circunstancia de que mi padre fuese magistrado y yo no estuviese dispuesto a complacerle tomando ejemplo de él a la hora de decidir mi orientación universitaria, que apuntaba ya tempranamente hacia la Filología. Mi padre acabó aceptando, con ejemplar flair play, su derrota, pero yo no dejo de reconocerle ahora una influencia cierta en mi vocación que viene directamente de su condición de jurista. Amén de su hábito reflexivo, moderador de los apasionamientos, y de su capacidad verdaderamente terenciana para comprender todo lo humano, mi padre me enseñó a escribir con el ejemplo de una prosa –la suya– modulable tanto para la descripción ajustada de la realidad como para la expresión de los pensamientos y argumentaciones más elaboradas, y en cierto modo echó piedras contra su propio tejado haciéndome lector desde muy niño, y dirigiendo sin el menor atisbo de censura la formación de mi biblioteca –¿o mejor sería calificarla de enciclopedia?– personal.
Por otra parte, desde entonces hasta hoy los diálogos entre Derecho y Literatura a los que tuve la suerte de asistir han sido constantes. Valga tan solo un ejemplo: traté personalmente con el doctor Manuel Alonso Olea, Catedrático que fue de Derecho de Trabajo y de la Seguridad social, al que, siendo yo rector, me cupo la satisfacción de investir como doctor honoris causa de mi Universidad de Santiago de Compostela. Era hombre muy ducho en Letras, y recuerdo de él, con especial admiración, su discurso pronunciado en la Facultad de Derecho de la Universidad de León el día de San Raimundo de Peñafort de 1996 sobre si entre don Quijote y Sancho llegó a existir una auténtica relación laboral. Un diligente análisis textual de la novela cervantina, junto a otras consideraciones relacionadas con el universo autónomo de la novela y su referencia a la sociedad española del XVII, le llevaba al maestro Alonso Olea a fundamentar en términos de su especialidad jurídica la relación de reiterado coloquio y fiel compañía que hace de El Quijote la primera novela realista moderna así reconocida universalmente.
Pero lo fundamental para mí reside en las relaciones mutuas y respectivas que el Derecho y la Literatura mantienen con la realidad y con el lenguaje, las dos referencias inexcusables que nos los explican ontológicamente. Ambas actividades intelectuales remiten a la realidad y la reproducen; pero igualmente, tiene la capacidad casi taumatúrgica de crearla. Literatura y Derecho participan, así, en cierto modo, de la misma potencialidad que libros capitales de las distintas culturas atribuyen a la Divinidad, tanto en el Génesis como en el Popol-Vuh o Libro del Consejo de la cultura maya-quiché, y el Enuma elish, el Poema babilónico de la Creación.
Las palabras crean realidad: un cierto tipo de realidades, conforme a un estatuto lógico especial que los filósofos de orientación pragmática han desvelado en el siglo XX. El creador literario es, en este sentido, émulo del Creador con mayúscula, por hablar en términos teístas. Es la noción que Mario Vargas Llosa supo expresar cabalmente en el título de su magnífico libro sobre Cien años de soledad de Gabriel García Márquez: Historia de un deicidio. Deicidio porque el novelista suplanta y anula a Dios cuando crea su mundo de ficción, llamado a ejercer una poderosa influencia de veredicción sobre la conciencia de sus lectores más entregados.
De 2007 data un libro de Bernard Edelman que aborda en términos semejantes el campo del Derecho. Este filósofo, doctor en Leyes, letrado en ejercicio y profesor del «Institut d’études politiques de Paris», publicaba entonces una obra del máximo interés para nosotros, Quand les juristes inventent le réel, subtitulado La fabulation juridique. Habla allí de la «fabricación jurídica de la realidad» que se realiza no por placer, como en la literatura, ni por dejar libres las riendas al pensamiento, como gustan los filósofos, sino por poner orden en la sociedad. Le atribuye al derecho la función primordial de lucha contra el caos, para lo que es necesario que las leyes creen una suerte de espacio imaginario, experimental, en el que las contradicciones de lo real puedan resolverse o cuando menos apaciguarse. La fuerza fabuladora del Derecho reside, según Edelman, en su facultad de declarar y configurar la realidad según las reglas propias de la ley, hasta cierto punto autónomas.
En uno de los grandes capítulos de este ya imprescindible compendio sobre derecho digital, concretamente en el dedicado al área laboral, se plantea el problema del sistema interno de denuncias entre trabajadores, que ha dado lugar a una expresión inglesa, de origen metafórica, de comprometida traducción: el whistleblowing.
Literalmente, whistleblowing significa «el que sopla para hacer sonar el silbato», como era práctica habitual entre los bobies, los policías ingleses que alertaban así a la gente y a sus compañeros cuando se estaba cometiendo o se había cometido ya un delito. Pero en esta nueva acepción, el whistleblowing es el simple ciudadano que, al advertir en su trabajo, bien en el sector público bien en el privado, alguna práctica irregular o fraudulenta la denuncia ante las autoridades responsables o la opinión pública.
Como miembro nato que he sido durante cuatro años del Consejo de Estado por mi condición de director de la Real Academia Española tuve la suerte de intervenir en un sustancioso debate sobre este concepto y su denominación inglesa a propósito del informe que el Gobierno de la Nación recabó en mayo de 2008 sobre el Anteproyecto de Ley de Secretos Empresariales. En él se recogía la protección de los whistleblowings. Pero ¿cómo llamarlos en español?
Los franceses, siempre tan respetuosos con su lengua frente a la irrupción de lo que los lingüistas denominan «anglicismos crudos», recurren a una perífrasis: «lanceur d’alertes». Si por huir de Inglaterra nos entregásemos a Francia nosotros podríamos también decir «lanzador de alertas»; o, más elaboradamente, revelador de delitos» o «irregularidades». Existen, por supuesto, en castellano palabras que designan rectamente lo que un whistleblowing es, pero resultan demasiado bravas, excesivamente enérgicas. Pienso en chivato o soplón, con la variante hispanoamericana de sapo. Incluso, aunque más conspicua, delator nos pareció excesiva en aquella magnífica sesión del Consejo de Estado. Finalmente, después de debatir soluciones como por ejemplo avisador, en la estela de palabras hermosas, propias del lenguaje jurídico, pero hoy en desuso como oidor o veedor, la consejera Amelia Valcárcel nos hizo inclinar la balanza del lado de alertador, que espero sirva, con la autoridad del texto legal una vez promulgado, para desplazar definitivamente al sustantivo metafórico inglés whistleblowing.
Será fácil comprender la preocupación, por no decir obsesión, con que un académico como el que suscribe asiste a la pugnaz oleada de anglicismos que una vez más acosan nuestra lengua española al socaire de la revolución digital y de sus prácticas, programas y dispositivos que nos vienen casi sin excepción de los Estados Unidos. La Real Academia Española nació en 1713 gracias a la misma prevención que ocho ilustrados, representantes de la sociedad civil de entonces, tenían ya hacia la invasión del francés, la lengua entonces predominante, en los territorios del castellano. Y no me cabe ninguna duda de que el primer baluarte contra semejante oleada anglosajona es ahora, antes de la acción de la RAE que nunca faltará, la que provenga de los distintos sectores profesionales en los que las nuevas realidades son recibidas y aplicadas, y con ellas las palabras que las describen o enuncian en otro idioma. Resulta, por ejemplo, incomprensible que se haya generalizado la forma compleja on line, cuando tiene una correspondencia tan limpia y cristalina en español como es en línea. Y en este orden de cosas me preocupo por lo que vaya a suceder con un concepto eje del capítulo sexto de este volumen Derecho digital dedicado a la situación actual del asunto y la normativa aplicable a los prestadores de servicios.
Temo, así, que la fórmula inglesa over the top, concentrada además en tres letras, OTT, que no llegan a constituir un acrónimo español pronunciable, acabe consagrándose para referirnos a los servicios de todo tipo que se ofertan en internet sin que medie sobre ellos control alguno ni intervención específica de los operadores de red. Se trata, pues, de servicios extravagantes en el sentido etimológico de este adjetivo español, que significa lo que se hace o dice fuera del orden o común modo de obrar. Pero esta primera acepción de extravagante ha cedido ante la segunda, que no sería aplicable al caso que nos ocupa: raro, extraño, desacostumbrado, excesivamente peculiar u original. Deberíamos encontrar otra equivalencia plausible, y lograr entre todos que sustituyera a over de top. Estamos, obviamente, ante prácticas en la red fuera de control, al margen de la normativa, por encima o al margen de la regulación. En fin, para estos servicios y contenidos audiovisuales que se transmiten por banda ancha sin que las operadoras de las redes puedan controlar su distribución me gustaría que se impusiese en español una forma compleja que por el momento está logrando cierto éxito: en vez de over the top, de transmisión libre.
La Galaxia Gutenberg, que Marshall McLuhan consagró en el título de su famoso libro de 1962, propició muchos cambios, y entre ellos sentó las bases para el reconocimiento de los derechos de autor, en términos modestos y no exentos de considerables limitaciones, como recoge, por caso, la licencia redactada por Francisco de Ledesma para los Naufragios y Comentarios de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, infortunado miembro de la catastrófica expedición de Pánfilo de Narváez en la Florida, y luego fracasado gobernador en tierras de Paraguay y el Río de la Plata. Este oficial, en nombre del Monarca, escribe, dirigiéndose al autor: «vos damos licencia y facultad para que, por tiempo de diez años primeros siguientes, que se cuenten del día de la fecha de esta nuestra cédula en adelante, vos, o quien vuestro poder hubiere, podáis imprimir y vender en estos nuestros reinos los dichos libros que de suso se hace mención, ambos en un volumen, siendo primeramente tasado el molde de ellos por los del nuestro Consejo, y poniéndose esta nuestra cédula con la dicha tasa al principio del dicho libro, y no en otra manera”.
Estamos en la villa de Valladolid, a veintiún días del mes de marzo de mil quinientos cincuenta y cinco. Ha pasado poco más de un siglo desde que el orfebre Johannes Gutenberg inventara en Maguncia la imprenta de tipos móviles, lo que significa una auténtica revolución en la historia de la Humanidad, tan solo equiparable a la que había representado tres mil años antes de Cristo otra invención que la imprenta vendrá a potenciar: la de la escritura alfabética.
Cabe, ahora, plantearse si la nueva Galaxia Internet, en vez de mantener la vigencia de los derechos de autor que Gutenberg vino a consagrar, rescatando a los intelectuales y escritores de la sumisión al mecenazgo de príncipes del Estado, de la Iglesia o del dinero, está poniendo en solfa su vigencia, lo que constituye desde hace ya tiempo una de nuestras preocupaciones más acuciantes.
Cuando esta Galaxia Internet daba sus primeros pasos, Janet Murray, una graduada en literatura inglesa que entró a trabajar como programadora de sistemas en IBM allá por los años sesenta del pasado siglo, publicó una obra muy interesante, Hamlet en la holocubierta. El futuro de la narrativa en el ciberespacio, elaborada en el "Laboratorio para la tecnología avanzada en Humanidades" del MIT donde profesaba Nicholas Negroponte.
La brillante joven filóloga por Harvard que era Janet Murray no sólo se encontró en el MIT con la vanguardia cibernética, sino con competentísimos hackers, auténticos magos del ordenador. Pero lo más interesante de su aportación es que analiza el papel del ciberautor o ciberbardo, que no será ya el emisor de un cibertexto lineal, susceptible de variaciones hermenéuticas por parte de sus lectores, sino poco más que el creador de unos fundamentos esquemáticos y unas reglas para que, sobre ellas, los usuarios elaboren sus propios desarrollos. La actuación primará, pues, sobre la autoría, y estas nuevas manifestaciones carecerán de la fijación, estabilidad, perpetuación en el tiempo e intersubjetividad que hoy caracterizan a la literatura propiamente dicha, y que fundamentan la atribución al escritor de los derechos de la propiedad intelectual producidos por la obra.
Ello me conduce al planteamiento de un espinoso asunto. No se trata solo de lo que Roland Barthes anunció cuando comenzaba la posmodernidad: la muerte del autor. Pienso, en términos acaso más pedestres, en que el universo digital de internet convierte en bienes mostrencos las creaciones en él difundidas, de manera que la anonimia o incluso inexistencia del autor con que son recibidas por los usuarios convierte en nonada cualquier ínfula de propiedad intelectual. En internet todo debe ser gratis, como también los contenidos parecen no estar atribuidos a ninguna otra instancia generadora que no sea la propia red. Algo en la línea de aquella exitosa máxima del propio McLuhan: el medio es el mensaje. Podríamos añadir que el medio no solo es el mensaje, sino también su único y exclusivo autor. autor.
El decisivo paso que con la Galaxia Gutenberg se dio para la dignificación económica del trabajo creativo e intelectual no representó la definitiva solución del problema para que los creadores significaba la autosuficiencia económica. Como es bien notorio, los ingresos obtenidos por esta vía no son regulares, constantes y, en muchos casos, suficientes. Quizás sea esa la razón de que en nuestra sociedad haya perdurado durante siglos la consideración del escritor como un bohemio marginal, condenado de por vida a ser un paniaguado. Solo se vieron libres de semejante precariedad algunos novelistas de enorme éxito internacional en el siglo XIX y principios del XX. En este capítulo de las penurias económicas de los escritores, ya en plena Galaxia Gutenberg, entra el conflicto de intereses con el editor, que no siempre con transparencia y buenas artes podía quedarse con la parte del león en cuanto a los beneficios obtenidos por la circulación de las obras. La nómina de casos que podríamos aducir a este respecto es interminable.
En un interesante libro de conversaciones con el catedrático de Coimbra Carlos Reis, José Saramago es emplazado a opinar sobre «el asunto de los derechos de autor». La cuestión era si estos implicaban el reconocimiento de una propiedad, y si eso era aceptable desde una visión marxista de la sociedad y de la historia. La respuesta de José Saramago, no deja dudas acerca de su posición a este respecto: «Evidentemente, era un completo disparate porque, si se eliminan los derechos de autor –los derechos que tengo sobre lo que he hecho y sobre una parte de su valor comercial–, entonces se llega a una situación que es completamente absurda: el editor que publica ese libro va a ganar dinero, el librero va a ganar dinero, la imprenta va a ganar dinero, la fábrica de papel va a ganar dinero, el fabricante de tinta va a ganar dinero, ¡todo el mundo gana dinero con la transformación de algo por lo que el primer responsable no gana nada! Esto no tiene ni pies ni cabeza».
Entre la creación y la recepción se encuentra la base de la Literatura y de las otras realizaciones intelectuales, científicas y artísticas, por más que en nuestra sociedad de mercado sea muy poderosa la mediación económica y empresarial: los cerebros de la escuela de Fránkfort, Adorno, Benjamin, Horkheimer, Marcuse, Habermas, fueron los primeros en hablar abiertamente de «industrias culturales». En principio, podemos dar, sin embargo, por superada en nuestras democracias otra forma perversa de mediación, como es la censura política, ideológica o religiosa. De aquella noción de la escuela alemana deriva precisamente el concepto de «economía creativa» que John Howkins formuló ya a principios de nuestro siglo y que alcanzó gran resonancia gracias, entre otras cosas, a su presentación ante la Organización mundial de la propiedad intelectual, OMPI/WIPO.
Al gran tema del acomodo de esta problemática al ámbito digital se dedica la última parte de esta imprescindible obra colectiva compilada por José F. Estévez. Interesa principalmente, por supuesto, a los creadores de contenidos de todo tipo, entre los cuales los literarios constituyen tan solo una parcela. Pero este libro sobre Derecho digital, pionero en nuestra lengua, aborda muchos otros aspectos de muy amplio calado, que a todos nos afectan, seamos titulares de derechos intelectuales o no. Pienso en la protección de los datos que informan de nuestras preferencias, de nuestros hábitos, de nuestras convicciones y, por ende, de nuestra propia personalidad, por no hablar de nuestras actividades económicas, empresariales y laborales. Las prácticas y recursos tecnológicos de la sociedad digital inciden también en nuestros derechos como destinatarios de publicidad, como receptores y emisores de comunicados personales a través de las redes sociales, o como ciudadanos que se relacionan electrónicamente con las autoridades y la administración. Como potenciales víctimas, en fin, de delitos de nuevo cuño, auténticos delitos digitales ante cuya eventualidad cabe reclamar inéditas garantías de auténtica y operativa ciberseguridad.