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III.—Función social de la mediocridad.
ОглавлениеTodo lo que existe es necesario. Los mediocres son útiles para el equilibrio social: poco importa que ellos se cuenten por millares y los idealistas en dedos de una mano. Sin la sombra ignoraríamos el valor de la luz. La infamia nos induce á respetar la virtud; la miel no sería dulce si el acíbar no enseñara á paladear la amargura; admiramos el vuelo del águila porque conocemos el arrastramiento de la oruga; encanta más el gorjeo del ruiseñor cuando se ha escuchado el silbido de la serpiente. De igual manera todo hombre posee un valor de contraste, si no lo tiene de afirmación; es un detalle necesario en la infinita evolución del protohombre al superhombre. El mediocre, peldaño social entre el imbécil y el genio, representa un progreso comparado con el primero y ocupa su rango si le comparamos con el segundo. Si fuera inútil no existiría: la selección natural habríale exterminado. Ello no ocurre. Sus idiosincracias son relativas al medio y al momento en que actúa. Es tan necesario para la sociedad como las palabras para el estilo; pero no basta alinearlas para crearlo. La mediocridad yace en el diccionario; el estilo es una originalidad individual.
Los temperamentos idealistas, románticos, imaginativos, sea cual fuere su escuela filosófica ó su credo literario, le son hostiles. Toda moral individualista ó estética condena la mediocridad: desde Renán y Hugo hasta Guyau y Flaubert. La creación de belleza es un esfuerzo original; la historia del arte conserva los nombres de pocos creadores y olvida á innúmeros secuaces que los imitan.
Pero ante la moral social, utilitaria siempre, los mediocres encuentran una justificación, como todo lo que existe por necesidad. El contraste eterno entre las fuerzas que pujan en las sociedades humanas, se traduce por la lucha entre dos grandes actitudes que agitan la mentalidad colectiva: el espíritu conservador ó rutinario y el espíritu original ó de rebeldía.
Bellas páginas les consagró Dorado. Cree imposible dividir la humanidad en dos categorías de hombres, los unos rebeldes en todo y los otros en todo rutinarios; si así fuera, no sabría decirse cuáles interpretan mejor la vida. No es factible un vivir inmóvil de gentes todas conservadoras, ni lo es un instable ajetreo de rebeldes é insumisos, para quienes nada existente sea bueno y ningún sendero digno de seguirse. Es verosímil que ambas fuerzas sean igualmente imprescindibles. Obligados á elegir, ¿obtendría la preferencia una actitud conservadora? La originalidad necesita un contrapeso robusto que prevenga sus excesos; habría ligereza en fustigar á los hombres metódicos y de paso tardío si ellos constituyeran los tejidos sociales más resistentes, soporte de los otros. Lo mismo que en los organismos, los distintos elementos sociales se sirven mutuamente de sostén; en vez de mirarse como enemigos debieran considerarse cooperadores en una obra única, pero complicada. Si en el mundo no hubiera más que rebeldes, no podría marchar; tornárase imposible la rebeldía si faltara contra quien rebelarse. Y, sin los innovadores, ¿quién empujaría el carro de la vida, sobre el que van aquéllos tan satisfechos? En vez de combatirse, ambas partes debieran advertir que ninguna tendría motivo de existir como la otra no existiese. El conservador sagaz puede bendecir al revolucionario, tanto como éste á él. He aquí una nueva base para la tolerancia: cada hombre necesita de su enemigo.
Si tuvieran igual razón de ser los rutinarios y los originales, como arguye el pensador español, su justificación estaría hecha. Ser mediocre no es una culpa; su conducta es legítima. ¿Acertarán los que sacan á su vida el mayor jugo y procuran pasar lo mejor posible sus cortos días sobre la tierra, sin preocuparse de sus prójimos ni de las generaciones posteriores? ¿Es pecado obrar de ese modo? ¿Pecan, tal vez, los que no piensan en sí y viven para los demás: los abnegados y altruístas, los que sacrifican sus goces y fuerzas en beneficio ajeno, renunciando á sus comodidades y aun á su vida, como suele ocurrir? Por indefectible que sea pensar en el mañana y dedicarle cierta parte de nuestros esfuerzos, es imposible dejar de vivir en el presente, pensando en él, siquiera en gran parte. Antes que las generaciones venideras están las actuales; otrora fueron futuras y para ellas trabajaron las pasadas.
Ese razonamiento, aunque sanchesco, es respetable; el psicólogo nada podría oponerle si el idealismo y la mediocridad no tuviesen un valor moral. Cada individuo habla el idioma de su conveniencia inmediata; pero el moralista usa otra lengua y sus juicios de valor traducen conceptos colectivos que califican la conducta individual. Evidentemente, cada hombre es como es y no podría ser de otra manera; tiene tanta culpa de su delito el asesino como de su creación el genio. El original y el rutinario, el holgazán y el laborioso, el malo y el bueno, el generoso y el avaro, todos lo son á pesar suyo; no lo serían si el equilibrio de la sociedad lo impidiese.
¿Por qué, entonces, la humanidad admira á los santos, á los genios y á los héroes, á todos los que inventan, enseñan ó plasman, á los que piensan en el porvenir, lo encarnan en un ideal ó forjan un imperio, á Sócrates y á Cristo, á Aristóteles y á Bacon, á César y á Napoleón? Los aplaude porque tiene una moral, una tabla de valores que aplica para juzgar á cada uno de sus componentes, no ya según las conveniencias particulares, sino según su utilidad social. En cada pueblo y en cada época la medida de lo excelso está en los ideales de perfección que se denominan genio, heroísmo y santidad.
Los mediocres deben ser juzgados por la intérlope función que desempeñan en la sociedad: abiertamente nociva á todo idealismo que importe un esfuerzo hacia cualquier perfección. En el prolegómeno de su ensayo sobre el genio y el talento, Nordau hace el elogio irónico de los mediocres, asignándoles una función moderadora, como si estuvieran destinados á contener el impulso creador de los hombres superiores y las tendencias destructivas de los sujetos antisociales. Para toda mente elevada el «filisteo» es la bestia negra; en esa hostilidad ve una evidente ingratitud. El mediocre es útil; con un poco de benevolencia podría concedérsele esa relativa belleza de las cosas perfectamente adaptadas á su objeto. Es el fondo de perspectiva en el paisaje social. De su exigüidad estética depende todo el relieve adquirido por las figuras que ocupan el primer plano. Los ideales de los hombres superiores permanecerían en estado de quimeras si no fuesen recogidos y realizados por filisteos desprovistos de iniciativas personales: éstos viven esperando—con encantadora ausencia de ideas propias—los impulsos y las sugestiones de los cerebros luminosos. El rutinario no cede fácilmente á las instigaciones de los originales; pero su misma inercia es garantía de que sólo recoge las ideas convenientes al bienestar social. Su gran culpa consiste en que se le encuentra sin necesidad de buscarlo; su número es inmenso. Su inteligencia es un espejo en que se reflejan todas las similares. Á pesar de todo, es necesario; constituye el público de esta comedia humana en que los hombres superiores avanzan hasta las candilejas, buscando su aplauso y su sanción. Nordau llega hasta decir con fina ironía: «Cada vez que algunos hombres de genio se encuentren reunidos en torno de una mesa de cervecería, su primer brindis, en virtud del derecho y de la moral, debiera ser para el hombre mediocre.»
Es tan exagerado ese criterio irónico que proclama su conspicuidad, como el criterio estético que lo relega á la más baja esfera mental, confundiéndolo con el hombre inferior. Entre ambos extremos fluctúa su posición ecuánime. Individualmente considerado, á través del lente moral y estético, el hombre mediocre es una entidad negativa y deleznable; tomada la mediocridad en su conjunto, las sociedades pueden reconocerle funciones indispensables para su equilibrio.
Merece esa justicia. ¿La continuidad de la vida social sería posible sin esa compacta masa de hombres puramente imitativos, capaces de conservar los hábitos rutinarios que la sociedad les transfunde mediante la educación? El mediocre no inventa nada, no crea, no empuja, no rompe, no encendra; pero, en cambio, custodia celosamente el armazón de automatismos, prejuicios y dogmas acumulados durante siglos, defendiendo ese capital común contra el acecho de los inadaptables. Su rencor á los creadores compénsase por su resistencia á los destructores. Los hombres mediocres desempeñan en la historia humana el mismo papel que la herencia en la evolución biológica: conservan y transmiten las variaciones más útiles para la continuidad del grupo social. Constituyen una fuerza destinada á contrastar el poder disolvente de los inferiores y á contener las anticipaciones atrevidas de los visionarios. La conexión del conjunto los necesita, como un mosaico bizantino al cemento que lo sostiene. Pero el cemento no es el mosaico.
Su acción sería nula sin el esfuerzo fecundo de los originales, de los que inventan lo imitado después por ellos. Sin los mediocres no habría estabilidad en las sociedades; sin los superiores no puede concebirse el progreso. La civilización sería inexplicable en una raza constituida por hombres sin iniciativa. Evolucionar es variar; solamente se varía mediante la invención. Los hombres imitativos limítanse á atesorar las conquistas de los originales; la utilidad del mediocre está subordinada á la existencia del superior, como la fortuna de los libreros estriba en el ingenio de los escritores. El «alma social» es una empresa anónima que explota las creaciones de pocas «almas individuales», resumiendo las experiencias adquiridas y enseñadas por los innovadores.
Son la minoría éstos. Pero son levaduras de mayorías venideras. Las rutinas defendidas hoy por los mediocres, son simples glosas colectivas de ideales concebidos ayer por hombres originales. El grueso del rebaño social va ocupando, á paso de tortuga, las posiciones atrevidamente conquistadas mucho antes por sus centinelas perdidos en la distancia; y éstos ya están muy lejos cuando la masa cree asentar el paso á su retaguardia. Lo que ayer fué ideal contra una rutina, será mañana rutina á su vez, contra otro ideal. Indefinidamente.
Si los hábitos resumen la experiencia pasada de pueblos y hombres, dándoles unidad, los ideales orientan su experiencia venidera y marcan su probable destino. Los idealistas y los rutinarios son factores igualmente indispensables, aunque los unos recelen de los otros. Se complementan en la evolución social, magüer se miren con adversaria oblicuidad. Si los primeros hacen más para el porvenir, los segundos interpretan mejor el pasado. La evolución de una sociedad, espoloneada por el afán de perfección y contenida por tradiciones difícilmente removibles, detendríase sin el uno y se interrumpiría sin las otras.