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I. «¿Áurea mediocritas?»

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Hay cierta hora en que el pastor ingenuo se asombra ante la naturaleza que le envuelve. La penumbra se espesa, el color de las cosas se uniforma en el gris homogéneo de las siluetas, la primera humedad crepuscular levanta de todas las hierbas un vaho de perfume, aquiétase el rebaño para prepararse al sueño, la remota campana tañe su aviso plañidero. Al caer sobre las cosas la liviana claridad lunar se emblanquece; algunas estrellas inquietan con su titilación el firmamento y un lejano rumor de arroyo brincante en las breñas parece conversar de misteriosos temas. Sentado en la piedra menos áspera que encuentra al borde del camino, el pastor contempla y enmudece, invitado á meditar por la convergencia del sitio y de la hora. Su admiración primitiva es simple estupor. La poesía natural que le rodea, al reflejarse en su imaginación, no se convierte en poema. Él es, apenas, un objeto en el cuadro, una pincelada: como la piedra, el árbol, la oveja, el camino; un accidente en la penumbra. Para él todas las cosas han sido siempre así y seguirán siéndolo, desde la tierra que pisa hasta el rebaño que apacienta.

La inmensa masa de los hombres piensa con cabeza de ingenuo pastor: no entendería el idioma de quien le explicara la evolución del universo ó de la vida. Sus rutinas y sus prejuicios parécenle eternamente invariables; su obtusa imaginación no concibe perfecciones pasadas ni venideras; el estrecho horizonte de su experiencia constituye el límite forzoso de su mente. No puede formarse un ideal. Encontrará en los ajenos una chispa capaz de encender su fanatismo; será sectario, puede serlo. Nunca será idealista; es imposible. Y no advertirá siquiera la ironía de cuantos le invitan á arrebañarse en nombre de ideales que puede servir, no comprender. Todo ideal, seguido por muchedumbres, sólo es pensado por pocos visionarios que son sus amos. Para concebir una perfección es indispensable cierta cultura. Los hombres bastos pueden tener fanatismos, ideales jamás. Viven de dogmas que otros les imponen, esclavos de fórmulas invariables, paralizadas por la herrumbre del tiempo: enemigos naturales de todo amanecer y de toda cumbre. Individualmente son hombres que no existen. No inspiran simpatías ni rencores acentuados. No admiran ni espantan. Sería difícil decidir qué son más, si inútiles ó inofensivos. Aisladamente no obstan á los caracteres originales: su existencia pasa inadvertida. Cruzan el mundo como sombras insubstanciales, temiendo que alguien pueda reprocharles esa osadía de existir en vano, como contrabandistas de la vida.

Y lo son. Aunque los hombres carecemos de misión transcendental sobre la tierra, en cuya superficie vivimos por igual motivo que la rosa y el gusano, es necesario que algún ideal ennoblezca nuestra existencia: los más altos placeres son inherentes á proponerse una perfección y perseguirla. Las existencias vegetativas no tienen biografía: no vive el que no deja rastros en las cosas ó en los espíritus. La vida sólo vale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No ha vivido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor algún ideal; las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuánta juventud la precedió. La medida justa del hombre está en la duración de sus obras: la inmortalidad es el privilegio de quienes las hacen sobrevivientes á los siglos, y por ellas se mide. El poder que se maneja, los favores que se mendigan, el dinero que se amasa, las dignidades que se consiguen, tienen cierto efímero valor para los apetitos del mediocre. Pero hay algo que embellece los placeres y califica la vida del idealista: la afirmación de la propia personalidad y la cantidad de hombría aquilatada en la dignificación de nuestro yo. Vivir es aprender, para ignorar menos; es amar, para vincularnos á una parte mayor de humanidad; es admirar, para compartir las excelencias de la naturaleza y de los hombres; es un esfuerzo por mejorarse, un incesante afán de elevación hacia ideales definidos. Muchos nacen; pocos viven. Los hombres mediocres son innumerables y vegetan moldeados por su rebaño, como cera fundida en el cuño social. Su moralidad exigua y su inteligencia acorchada sujétanles á perpetua disciplina del pensar y de la conducta; su existencia es puramente negativa como unidades sociales. Sirven de cemento ó cañamazo para sostener á los que viven y piensan.

Nunca se eleva sobre el nivel de los prejuicios colectivos: el mediocre es áptero, no puede volar. Forma legión. Desgóznase cada uno hasta acomodarse á la conducta común de la grey; está bien mediocrizado cuando ningún rasgo permite individualizarlo. Al clasificar los caracteres humanos en sensitivos y activos, Ribot comprendió la necesidad de separar los mediocres, cuya característica es no tener ninguna: «indiferentes», viven sin que se advierta su existencia. Son productos adventicios del medio, de las circunstancias, de la educación que reciben, de las personas y las cosas que los rodean. La sociedad piensa y quiere por ellos. No tienen voz, son un eco. No hay líneas definidas ni en su propia sombra: es una penumbra.

En los idealistas hay profundidades ó encrespamientos sublimes, como en el océano; en los mediocres la superficie dilátase en quietud imperturbable, como en las ciénagas. Son el lastre de la sociedad: es su destino oponerse al impulso de los originales. Hay en el fondo de su psicología una espesa pincelada gris. La falta de personalidad los hace igualmente incapaces de bien y de mal, si de su iniciativa depende. Desfilan á hurtadillas, inadvertidos, sin aprender ni enseñar, diluyendo en tedios su insipidez tranquila, vegetando en la sociedad que ignora su existencia: ceros á la izquierda que nada califican y para nada cuentan. Su falta de robustez moral háceles ceder á la más leve presión, sufrir todas las influencias, altas y bajas, grandes y pequeñas, transitoriamente arrastrados á la altura por el más leve céfiro ó revolcados por la ola menuda de un arroyuelo. Barcos de amplio velamen, pero sin timón, no saben adivinar su propia ruta: ignoran si irán á varar en una quieta playa arenosa ó á quebrarse estrellados contra un escollo.

Están en todas partes, aunque en vano buscaríamos uno solo que se conociera; si lo halláramos sería un original, por el simple hecho de enrolarse en la mediocridad. ¿Quién no se atribuye alguna virtud, cierto talento ó un firme carácter? Muchos cerebros torpes se envanecen de su testarudez, confundiendo esa cualidad mediocre con la firmeza, que es don de pocos elegidos; los bribones se jactan de su bigardía y desvergüenza, equivocándolas con el ingenio; los serviles y los parapocos pavonéanse de honestos, como si la incapacidad del mal pudiera en caso alguno confundirse con la virtud. Prescindiendo, pues, de la buena opinión que todo mediocre tiene de sí mismo, estudiaremos la mediocridad objetivamente, en sus aspectos fundamentales.

Ningún hombre es excepcional en todas sus aptitudes; pero son mediocres, á carta cabal, los que no descuellan en ninguna.

Solicitan nuestra curiosidad por el solo hecho de rodearnos. Aunque aisladamente no merezcan atención, en conjunto son instructivos.

Desfilan bajo nuestro lente como simples casos de historia natural, con tanto derecho como los genios y los imbéciles. Existen: hay que estudiarlos. El moralista dirá si la mediocridad es buena ó mala; al psicólogo le es indiferente: observa los caracteres, los describe, los compara y los clasifica, de igual manera que otros naturalistas observan fósiles ó mariposas.

Su existencia es necesaria. En todo lo que presenta grados hay mediocridad; en la escala de la inteligencia humana el hombre mediocre es el claro-obscuro entre el talento y la estulticie. No diremos, por eso, que toda mediocridad es loable. Horacio no dijo «áurea mediocritas» en el sentido general y absurdo que proclaman los incapaces de sobresalir por su ingenio, por sus virtudes ó por sus obras. Otro fué el parecer del poeta: poniendo en la tranquilidad y en la independencia el mayor bienestar del hombre, enalteció los goces de un pasable vivir que dista por igual de la opulencia y de la miseria, llamando áurea á esa mediocridad material. En cierto sentido epicúreo, su sentencia es verdadera y confirma el remoto proverbio árabe: «Un mediano bienestar tranquilo es preferible á la opulencia llena de preocupaciones.» Pero inferir de ello que la mediocridad moral, intelectual y de carácter, es digna de respetuoso homenaje, implica torcer la intención misma de Horacio: en versos memorables menospreció á los poetas mediocres, y es lícito extender su dicterio á cuantos hombres lo son de espíritu. ¿Por qué se subvierte el sentido del «áurea mediocritas» clásico? ¿Por qué ese afán de suprimir desniveles entre los hombres y las sombras, como si rebajando un poco á los excelentes y amerengando un poco á los mediocres se amenguaran las desigualdades creadas por la naturaleza? Sórdido anhelo de apelmazar la claridad y la tiniebla, confundiendo en una misma penumbra á los transparentes y á los opacos.

La originalidad les parece herética. Todo perdonan menos esa herejía: ser original es una cosa detestable. Los que tal sentencian inclínanse á confundir el sentido común con el buen sentido, como si enmarañando la significación de los vocablos se pudiera babelizar las ideas correspondientes. Afirmemos el antagonismo. El sentido común es colectivo, eminentemente plebocrático; el buen sentido es individual, prerrogativa de la más absoluta aristocracia: la del ingenio. De esa insalvable heterogeneidad nace la intolerancia de los rutinarios frente á cualquier destello original: estrechan sus filas para defenderse, como si fuera crimen la desigualdad. En vano las mediocracias resuelven ignorar que esos desniveles son un postulado fundamental de la psicología. Las costumbres y las leyes pueden establecer derechos comunes á todos los hombres: éstos serán siempre tan desiguales como las olas que erizan la superficie de un Océano.

En la lucha de la mediocridad contra los ideales, de lo vulgar contra lo excelente, confúndese el elogio á lo subalterno con la difamación á lo conspicuo, sabiendo que el uno y la otra conmueven por igual á los espíritus arrocinados. Las mediocracias contemporáneas tejen su sorda telaraña en torno de los genios, los santos y los héroes, velando su gloria ante la multitud: ciérrase el corral cada vez que cimbra en las cercanías el aletazo inequívoco de un águila.

La desigualdad humana no es un descubrimiento moderno. Plutarco escribió, ha siglos, que «los animales de una misma especie difieren menos entre sí que unos hombres de otros». (Obras morales, vol. 3.) Montaigne suscribió esa opinión: «Hay más distancia entre tal y tal hombre, que entre tal hombre y tal bestia: es decir, que el más excelente animal está más próximo del hombre menos inteligente, que éste último de otro hombre grande y excelente». (Ensayos, vol. I. cap. XLII.) Ajenos á las sugestiones de la moral mediocrática, los psicólogos seguimos creyendo en la desigualdad humana; ella será en el porvenir tan absoluta como en tiempos de Plutarco ó de Montaigne.

Hay hombres mentalmente inferiores al término medio de su raza, de su tiempo y de su clase social; también los hay superiores. Entre unos y otros fluctúa una gran masa imposible de caracterizar por inferioridades ó excelencias.

Los psicólogos no suelen ocuparse de estos seres arrebañados; el arte los desdeña por incoloros; la historia no sabe sus nombres. Son poco interesantes; en vano buscaríase en ellos la arista definida, la pincelada firme, el rasgo característico. De igual desdén les cubren los moralistas; no merecen el desprecio, fustigador de perversos, ni la apología, reservada á los virtuosos. Pero, en conjunto, pueden estudiarse. Son los puntales de la mediocridad, constituyen un régimen, representan un sistema especial de intereses inconmovibles; ellos subvierten la tabla de los valores morales, falsean nombres, desvirtúan conceptos: pensar es un desvarío, la dignidad es irreverencia, es lirismo la justicia, la sinceridad es tontería, la admiración una imprudencia, la pasión una ingenuidad, la virtud una estupidez...

Sustraídos á la curiosidad del sabio por la coraza de su insignificancia, fortifícanse en la cohesión del total. Aunque privados de ese impulso que se resuelve en esfuerzo por ser más ó mejor, que es la vida misma, la complicidad del régimen suple muchas lagunas de sus biografías, disputándolas al anónimo. Pero en vano: si el deseo de la gloria entrega al pincel de un artista la efigie de un personaje mediocre, el tiempo hace impersonal el retrato y conserva el nombre del retratista; y cuando sus lacayos le costean un bronce, debajo del verdín que lo recubre parecen filtrarse rojizos resplandores, como si un pudor incontenible lo encendiera internamente.

Estudiemos á estos enemigos de todo ideal, rebeldes á la perfección, ciegos á los astros. Existe una vastísima bibliografía de inferiores é insuficientes, desde el criminal y el delirante hasta el retardado y el idiota; hay, también, una rica literatura consagrada á estudiar el genio y el talento, amén de que historia y arte convergen á mantener su culto. Unos y otros son, empero, excepciones. Lo habitual no es el genio ni el idiota, no es el talento ni el imbécil. El hombre común, el que nos rodea á millares, el que prospera y se reproduce en el silencio y en la tiniebla, es el mediocre. Aislado, no asombra al observador, pero su conjunto es omnipotente en ciertos momentos de la historia: cuando reina el clima de la mediocridad.

Toca al psicólogo disecar su mente con firme escalpelo, como á los cadáveres el profesor eternizado por Rembrandt en la «Lección de Anatomía»: sus ojos parecen iluminarse al contemplar las entrañas mismas de la naturaleza humana y se acarminan de emoción sus labios al transfundir serenamente la verdad en cuantos le rodean. Tiene la firmeza del que sólo confía en su propia mano para consumar la obra. ¿Por qué no tendemos al hombre mediocre sobre nuestra mesa de autopsias, hasta saber qué es, cómo es, qué hace, qué piensa, para qué sirve?

La etopeya del hombre mediocre constituirá un capítulo básico de la psicología y de la moral.

El Hombre Mediocre: Ensayo de psicologia y moral

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