Читать книгу El Hombre Mediocre: Ensayo de psicologia y moral - José Ingenieros - Страница 12
IV.—La vulgaridad.
ОглавлениеLa psicología de los hombres mediocres caracterízase por rasgos comunes. La incapacidad de concebir una perfección impídeles formarse un ideal. Son rutinarios, honestos y mansos; piensan con la cabeza de los demás, comparten la ajena hipocresía moral y ajustan su carácter á las domesticidades convencionales. Están fuera de su órbita el ingenio, la virtud y la dignidad, privilegios de los caracteres excelentes; sufren de ellos y los desdeñan. Son ciegos para las auroras, opacos á las originalidades é insensibles á las emociones; ignoran la quimera, el anhelo y la pasión. Condenados á vegetar sin ideales, no sospechan que hay cumbres más allá de sus horizontes.
El horror de lo desconocido los ata á mil prejuicios, tornándoles timoratos é indecisos; nada aguijonea su curiosidad; carecen de iniciativa y miran siempre al pasado, como si tuvieran los ojos en la nuca.
Son incapaces de virtud; no la conciben ó les exige demasiado esfuerzo. Ningún afán de santidad alborota la sangre en su corazón; á veces no delinquen por incapacidad de afrontar el remordimiento.
No vibran á las tensiones más altas de la energía; son fríos, aunque ignoren la serenidad; apáticos, sin ser previsores; acomodaticios siempre, nunca equilibrados. No saben estremecerse de escalofrío bajo una tierna caricia, ni avalancharse de indignación ante una ofensa.
No viven su vida por sí mismos, sino para el fantasma que proyectan en la opinión de sus similares. Carecen de línea original; su personalidad se borra como un trazo de carbón bajo el esfumino, hasta desaparecer. Trocan su honor por una prebenda y olvidan su dignidad por evitarse un peligro; renuncian á la gloria misma si ella tiene por precio gritar la verdad frente al error de una turba. Su cerebro y su corazón están entorpecidos por igual, como los polos de un imán gastado.
Cuando se arrebañan son peligrosos. La fuerza del número obvía su febledad individual: acomúnanse por millares para ensombrecer á cuantos no cristalizan en las retortas de la mediocridad ó desdeñan encadenar su mente con los infinitos eslabones de la rutina. Épocas hay en que el equilibrio social rompe en su favor; los ideales se agostan, la dignidad se ausenta. El ambiente tórnase refractario á todo afán de perfección. Los hombres mediocres tienen su primavera florida: hay un clima de la mediocridad. Los estados conviértense en mediocracias; la falta de aspiraciones, que mantengan el nivel de moral y de cultura, ahonda la ciénaga constantemente. Ningún idealismo es respetado. Si un filósofo pone su ideal en la verdad, tiene que luchar contra la rutina de los cerebros mediocres; si un santo persigue la virtud, se astilla contra los prejuicios morales del hombre honesto; si el artista sueña nuevas formas, ritmos ó armonías, ciérranle el paso las reglamentaciones oficiales de la belleza; si el enamorado quiere amar escuchando su corazón, se estrella contra las dogmáticas hipocresías del convencionalismo social; si un juvenil impulso de energía lleva á inventar, á crear, á regenerar, la vejez conservadora atájale el paso; si alguien, con gesto decisivo, enseña la dignidad, la turba de los serviles le ladra; al que sigue con pasión una ruta de perfeccionamiento, los envidiosos le carcomen con saña malévola; si el destino llama á un genio, á un santo ó á un héroe para reconstituir una raza ó un pueblo, las mediocracias tácitamente regimentadas le resisten é intentan borrarle de la historia para encumbrar á sus propios arquetipos. Todo idealismo encuentra en esos climas su Tribunal del Santo Oficio.
La vulgaridad es el aguafuerte de la mediocridad. En la ostentación de lo mediocre reside la psicología de lo vulgar; basta insistir en los rasgos suaves de la acuarela para tener el aguafuerte. Diríase que es una reviviscencia de antiguos atavismos. Los hombres se vulgarizan cuando reaparece en su carácter lo que fué mediocridad en las generaciones ancestrales. Los vulgares son mediocres de razas primitivas. Habrían sido perfectamente adaptados en sociedades salvajes, pero carecen de la domesticación que les confundiría con sus contemporáneos. Se puede ser rutinario, honesto y manso, sin ser decididamente vulgar; el mediocre conserva una dócil aclimatación en su rebaño. La vulgaridad es un envilecimiento de los estigmas comunes á todo ser gregario; sólo aparece cuando las sociedades se desequilibran en desfavor del idealismo. Es el renunciamiento al pudor de lo innoble. Ningún ajetreo original la conmueve. Desdeña las dignidades altivas y los romanticismos comprometedores. Su mueca es fofa, su palabra muda, su mirar opaco. Ignora el perfume de la flor, la inquietud de las estrellas, la gracia de la sonrisa, el rumor de las alas. Es la inviolable trinchera opuesta al florecimiento del ingenio y del buen gusto; es el altar donde oficia Panurgo y cifra su ensueño Bertoldo en servirle de monaguillo.
La vulgaridad es el blasón nobiliario de los hombres ensoberbecidos de su mediocridad; la custodian como al tesoro el avaro. Ponen su mayor jactancia en exhibirla, sin sospechar que es su afrenta. Estalla inoportuna en la palabra ó en el gesto, rompe en un sólo segundo el encanto preparado en muchas horas, aplasta bajo su zarpa toda eclosión luminosa del espíritu. Incolora, sorda, ciega, insensible, nos rodea y nos acecha; deléitase en lo grotesco, vive en lo turbio, se agita en las tinieblas. Es al espíritu lo que al cuerpo son los defectos físicos, la cojera ó el estrabismo: es incapacidad de pensar y de amar, ausencia de gusto, incomprensión de lo bello, desperdicio de la vida, toda la sordidez. La conducta, en sí misma, no es distinguida ni vulgar; la intención ennoblece los actos, los eleva, los idealiza y, en otros casos, determina su vulgaridad. Ciertos gestos, que en circunstancias ordinarias serían sórdidos, pueden resultar poéticos, épicos; cuando Cambronne, invitado por el enemigo á rendirse, responde su palabra memorable, se eleva á un escenario homérico y resulta sublime.
Los hombres vulgares querrían pedir á Circe los brebajes con que transformó en cerdos á los compañeros de Ulises, para recetárselos á todos los que poseen un ideal. No constituyen una secta ó una clase. Los hay en todas partes y siempre que la ausencia de ideales produce un recrudecimiento de la mediocridad: entre la púrpura lo mismo que entre la escoria, en la avenida y en el suburbio, en los parlamentos y en las cárceles, en las universidades y en los pesebres. En ciertos momentos osan llamar ideales á sus apetitos, como si la urgencia de satisfacciones inmediatas pudiera confundirse con el afán de perfecciones infinitas. Los apetitos se hartan; los ideales nunca.
Repudian las cosas líricas porque obligan á pensamientos muy altos y á gestos demasiado dignos. Son incapaces de epicureísmos: su frugalidad es un cálculo para gozar más tiempo de los placeres, reservando mayor perspectiva de goces para la vejez impotente. Su generosidad es siempre dinero dado á usura. Su amistad es una complacencia servil ó una adulación provechosa. Cuando creen practicar alguna virtud degradan la honestidad misma, afeándola con algo de miserable ó bajo que la reblandece.
Admiran el utilitarismo. Puestos á elegir, nunca seguirán el camino que les indique su propia inclinación, sino el que les marca el cálculo de sus iguales. Ignoran que toda grandeza de espíritu exige la complicidad del corazón. Los ideales irradian siempre un gran calor; sus prejuicios, en cambio, son fríos, porque son ajenos. Un pensamiento no fecundado por la pasión es como los soles de invierno: alumbran, pero bajo sus rayos se puede morir helado. La bajeza del propósito rebaja el mérito de todo esfuerzo y aniquila las cosas elevadas. Excluyendo el ideal queda suprimida la posibilidad de lo sublime. La vulgaridad es un cierzo que hiela todo germen de poesía capaz de embellecer la vida.
El hombre sin ideales hace del arte un oficio, de la ciencia un comercio, de la filosofía un instrumento, de la virtud una empresa, de la caridad una fiesta, del placer un sensualismo. La vulgaridad transforma el amor de la vida en pusilanimidad, la prudencia en cobardía, el orgullo en vanidad, el respeto en servilismo. Lleva á la ostentación, á la avaricia, á la falsedad, á la avidez, á la simulación; detrás del hombre mediocre asoma el antepasado salvaje que conspira en su interior, acosado por el hambre de atávicos instintos y sin otra aspiración que el hartazgo.
En esas crisis, mientras la mediocridad tórnase atrevida y militante, los idealistas viven desorbitados, esperando otro clima. Enseñan á purificar la conducta en el filtro de un ideal; imponen su respeto á los que no pueden concebirlo. En el culto de los genios, de los santos y de los héroes, tienen su arma; despertándolo, señalando ejemplos á las inteligencias y á los corazones, puede amenguarse en las mediocracias la omnipotencia de la vulgaridad. En toda larva puede soñar una mariposa. Los hombres que vivieron en perpetuo florecimiento de virtud, revelan que la vida puede ser intensa y conservarse digna; dirigirse á la cumbre, sin encharcarse en lodazales tortuosos; encresparse de pasión, tempestuosamente, como el océano, sin que la vulgaridad enturbie las aguas cristalinas de la ola, sin que el rutilar de sus fuentes sea opacado por el limo.
En una meditación de viaje, oyendo silbar el viento entre las jarcias, la humanidad nos pareció comparable á un velero que cruza el tiempo infinito, ignorando su punto de partida y su destino remoto. Sin velas, sería estéril la pujanza del viento; sin viento, de nada servirían las lonas más amplias. La mediocridad es el complejo velamen de las sociedades, la resistencia que éstas oponen al viento para utilizar su pujanza; la energía que infla las velas, y arrastra el buque entero, y lo conduce, y lo orienta, son los idealistas: siempre resistidos por aquélla. Así—, resistiéndolos, como las velas al viento—, los rutinarios aprovechan el empuje de los creadores. El progreso humano es la resultante de ese contraste perpetuo entre masas inertes y energías propulsoras.