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III.—Los idealistas románticos.

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Los idealistas románticos son exagerados porque son insaciables. Comprenden que todos los ideales contienen una partícula de utopía y pierden algo al realizarse: de razas ó de individuos, nunca se integran como se piensan. En pocas cosas el hombre puede llegar al fin que la imaginación señala: su gloria está en marchar hacia él, siempre inalcanzado é inalcanzable. Después de iluminar su espíritu con todos los resplandores de la cultura humana, Goethe muere pidiendo más luz; y Musset quiere amar incesantemente después de haber amado, ofreciendo su vida por una caricia y su genio por un beso. Todos los románticos parecen preguntarse, con el poeta: «¿Por qué no es infinito el poder humano, como el deseo?» Tienen una curiosidad de mil ojos, siempre atenta para no perder la más imperceptible titilación del mundo que la solicita. Su sensibilidad es aguda, plural, caprichosa, artista, como si los nervios hubieran centuplicado su impresionabilidad. Su gesto sigue prontamente el camino de las nativas inclinaciones: entre diez partidos adoptan aquél subrayado por el latir más intenso de su corazón. Son dionisíacos. Sus aspiraciones se traducen por esfuerzos activos sobre el medio social ó por una hostilidad contra todo lo que obstruye sus corazonadas y ensueños. Construyen sus ideales sin conceder nada á la realidad, rehusándose al contralor de la experiencia, agrediéndola si ella los contraría. Son ingenuos y sensibles, fáciles de conmoverse, accesibles al entusiasmo y á la ternura: con esa ingenuidad sin doblez que los hombres prácticos ignoran. Un minuto les basta para decidir de toda una vida. Su ideal cristaliza en firmezas inequívocas cuando la realidad los hiere con más saña.

Todo romántico está por Quijote contra Sancho, por Cyrano contra Tartufo, por Stockmann contra Gil Blas: por cualquier ideal contra toda mediocridad. Prefiere la flor al fruto, presintiendo que éste no podría existir jamás sin aquélla. Los mercaderes y las turbas saben que la vida guiada por el interés brinda provechos materiales; los románticos creen que la suprema dignidad se incuba en el ensueño y la pasión. Para ellos un beso de tal mujer vale más que cien tesoros de Golconda.

Su elocuencia está en su corazón: disponen de esas «razones que la razón ignora»—, como decía Pascal. En ellas estriba el encanto irresistible de los Musset y los Byron: estremece su estuosidad apasionada, ahoga como si una garra apretara el cuello, sobresalta las venas, humedece los párpados, entrecorta el aliento. Sus heroínas y sus protagonistas pueblan los insomnios juveniles, como si las describieran con una vara mágica entintada en el cáliz de una poetisa griega: Safo, por caso, la más lírica. Su estilo es de luz y de color, siempre encendido, ardiente á veces. Escriben como hablan los temperamentos apasionados, con esa elocuencia de las voces enronquecidas por un deseo ó por un exceso, esa «voce calda» que enloquece á las mujeres finas y hace un Don Juan de cada amador romántico. Son ellos los aristócratas del amor, los seductores de todas las Julietas é Isoldas. En vano se confabulan en su contra las embozadas hipocresías de la mediocridad sentimental, tan temerosa de las pasiones como desconfiada ante los ideales. Los espíritus zafios desearían inventar una balanza para pesar la utilidad inmediata de sus inclinaciones y sentimientos; como no la poseen, prefieren renunciar á seguirlos. El corazón naufraga en los hombres que piden su vida en préstamo á la sociedad.

El mediocre es incapaz de alentar nobles pasiones. Esquiva el amor como si fuera un abismo: ignora que él acrisola todas las virtudes y es el más eficaz de los moralistas. Vive y muere sin haber aprendido á amar. Caricatura á este sentimiento guiándose por las sugestiones de sórdidas conveniencias. Los demás le eligen las queridas y le imponen la esposa. Poco le importa la fidelidad de las primeras mientras le sirvan de adorno; nunca exige inteligencia en la otra, si es un escalón en su mundo. Su amor se incuba en la tibieza del criterio ajeno. Musset le parece poco serio y encuentra infernal á Byron; habría quemado á Jorge Sand y la misma Teresa de Ávila resúltale un poco exagerada. Se persigna si alguien sospecha que Cristo pudo amar á la pecadora de Magdala. Cree firmemente que Werther, Jocelyn, Mimí, Rolla y Manón son símbolos del mal, creados por la imaginación de artistas enfermos. Aborrece la pasión honda y sentida; detesta los romanticismos sentimentales. Prefiere la compra tranquila á la conquista comprometedora; evita que su corazón se enardezca en una osada aventura sin el consentimiento de los demás. Ignora las supremas virtudes del amor.

En las eras de rebajamiento, mientras arrecia el clima de la mediocridad, los idealistas se alinean contra los dogmatismos sociales, sea cual fuere el régimen dominante. Algunas veces, en nombre del romanticismo político, agitan un ideal plebocrático. Su amor á los esclavos es un disimulado encono contra los que oprimen su individualidad. Diríase que llegan hasta amar al siervo para protestar contra el amo indigno; pero siempre quedan fuera del rebaño, sabiendo que en cada lacayo puede incubarse un burgués del porvenir.

En todo lo perfectible cabe un romanticismo; su orientación varía con los tiempos y con las inclinaciones. Hay épocas en que más florece, como en el siglo de abastardamiento iniciado por la revolución francesa. Algunos románticos se creen providenciales y su imaginación se revela por un misticismo constructivo, como en Chateaubriand y Fourier, precedidos por Rousseau, que fué un Marx calvinista, y seguidos por Marx, que fué un Rousseau judío. En otros el lirismo tiende, como en Byron y Ruskin, á convertirse en religión estética. En Mazzini y Kossouth toma color político. Habla en tono profético y trascendente por boca de Lamartine y de Hugo. En Stendhal acosa con ironía los dogmatismos sociales y en Vigny los desdeña amargamente. Se duele en Musset y se desespera en Amiel. Fustiga á la mediocridad con Flaubert y Barbey d'Aurevilly. Y en otros conviértese en rebelión abierta contra todo lo que amengua y domestica al individuo, como en Emerson, Stirner, Guyau, Ibsen ó Nietzsche.

El Hombre Mediocre: Ensayo de psicologia y moral

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