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II.—Los visionarios de la perfección.
ОглавлениеNingún Dante podría elevar á Gil Blas, Sancho y Tartufo hasta el rincón de su paraíso donde moran Cyrano, Quijote y Stockmann. Son dos universos, dos razas, dos temperamentos: Hombres y Sombras. Seres desiguales no pueden pensar de igual manera. Siempre será evidente el contraste entre el servilismo y la dignidad, la torpeza y el ingenio, la hipocresía y la virtud. La imaginación dará á unos el impulso original hacia lo perfecto; la imitación organizará en otros los hábitos colectivos. Siempre habrá, por fuerza, idealistas y mediocres.
El perfeccionamiento humano se efectúa con ritmo diverso en las sociedades y en los individuos. La multitud posee una experiencia sumisa al pasado: rutinas, prejuicios, domesticidades. Pocos elegidos varían, avanzando sobre el porvenir; al revés de Anteo, que tocando el suelo cobraba alientos nuevos, los toman clavando sus pupilas en constelaciones lejanas y de apariencia inaccesible. Esos hombres, predispuestos á emanciparse de su rebaño, buscando alguna perfección más allá de lo actual, son los «idealistas». La unidad del género no depende del contenido intrínseco de sus ideales, sino de su temperamento: se es idealista persiguiendo las quimeras más contradictorias, siempre que ellas impliquen un sincero afán de enaltecimiento. Cualquiera. Los espíritus afiebrados por algún ideal son adversarios de la mediocridad: soñadores contra los utilitarios, entusiastas contra los apáticos, pasionales contra los calculistas, indisciplinados contra los dogmáticos. Son alguien ó algo contra los que no son nadie ni nada. Todo idealista es un hombre cualitativo: posee un sentido de las diferencias que le permite distinguir entre lo malo que observa y lo mejor que imagina. Los hombres mediocres son cuantitativos: pueden apreciar el más y el menos, pero nunca distinguen lo mejor de lo peor.
Sin idealistas sería inconcebible la evolución de la humanidad. El culto del «hombre práctico», ceñido á las contingencias del presente, importa un renunciamiento á toda perfección. El hábito organiza la rutina y nada crea hacia el porvenir; los imaginativos dan á la ciencia sus hipótesis, al arte su vuelo, á la moral sus ejemplos, á la historia sus páginas luminosas. Son la parte viva y dinámica de la humanidad; los prácticos no han hecho más que aprovechar de su esfuerzo, vegetando en la sombra. Todo porvenir ha sido una creación de los hombres capaces de presentirlo, concretándolo en infinita sucesión de ideales. Más ha hecho la imaginación construyendo sin tregua, que el cálculo destruyendo sin descanso. La excesiva prudencia de los mediocres ha paralizado siempre las iniciativas más fecundas. Y no quiere esto decir que la imaginación excluya la experiencia: ésta es útil, pero sin aquélla es estéril. Los idealistas aspiran á conjugar en su mente la inspiración y la sabiduría; por eso, con frecuencia, viven trabados por su espíritu crítico cuando los caldea una emoción lírica y ésta les nubla la vista cuando observan la realidad. Del equilibrio entre la inspiración y la sabiduría nace el genio. En las grandes horas, de una raza ó de un hombre, la inspiración es indispensable para crear; esa chispa se enciende en la imaginación y la experiencia la convierte en hoguera. Todo idealismo es, por eso, un afán de cultura intensa: cuenta entre sus enemigos más audaces á la ignorancia, madrastra de obstinadas rutinas.
La humanidad no llega hasta donde quieren los idealistas en cada perfección particular; pero siempre llega más allá de donde habría ido sin su esfuerzo. Un objetivo que huye ante ellos conviértese en estímulo para perseguir nuevas quimeras. Lo poco que pueden todos, depende de lo mucho que algunos anhelan. La mediocridad no poseería sus bienes presentes si algunos idealistas no los hubieran conquistado viviendo con la obsesiva aspiración de otros mejores.
En la evolución humana los ideales mantiénense en equilibrio instable. Todo mejoramiento real es precedido por conatos y tanteos de pensadores audaces, puestos en tensión hacia él, rebeldes al pasado, aunque sin la intensidad necesaria para violentarlo; esa lucha es un reflujo perpetuo entre lo más concebido y lo menos realizado. Por eso los idealistas son forzosamente inquietos, como todo lo que vive, como la vida misma: contra la tendencia apacible de los rutinarios, cuya estabilidad parece inercia de muerte. Esa inquietud se exacerba en los grandes hombres, en los genios mismos si el medio es hostil á sus quimeras, como es frecuente. Nunca agita á los hombres sin ideales, informe bazofia de la humanidad.
Toda juventud es inquieta. El impulso hacia lo mejor sólo puede esperarse de ella: jamás de los enmohecidos y de los seniles. Y sólo es juventud la sana é iluminada, la que mira al frente y no á la espalda; nunca los decrépitos de pocos años, prematuramente domesticados por la moral de las mediocracias: en ellos parece primavera la tibieza otoñal y toda ilusión de aurora es ya un apagamiento de crepúsculo. Sólo hay juventud en los que persiguen con entusiasmo una perfección; por eso en los caracteres excelentes puede persistir sobre el apeñuscarse de los años. Nada cabe esperar de los hombres que entran á la vida sin afiebrarse por algún ideal; á los que nunca fueron jóvenes, paréceles descarriada toda soñadora inquietud. Y no se nace joven: hay que adquirir la juventud. Y sin un ideal no se adquiere.
Los idealistas suelen ser esquivos ó rebeldes á los dogmatismos sociales que los oprimen. Resisten la tiranía del engranaje nivelador, aborrecen de todo sistema, sienten el peso de la realidad que intenta domesticarlos, haciéndolos cómplices de los intereses creados, dóciles, maleables, solidarios, uniformes en la común mediocridad. El fanatismo igualitario pretende amalgamar á los individuos, mediocrizándolos: detesta las diferencias, aborrece las excepciones, anatematiza al que se aparta en busca de una propia personalidad. El original, el imaginativo, el creador, atrae sus odios, los busca, los desafía, sabiéndolos terribles porque son irresponsables. Por eso todo idealista es una viviente afirmación de individualismo, aunque persiga una quimera social: puede vivir para los demás, nunca de los demás. Su independencia es una reacción hostil á todos los dogmatismos de rebaño. Concibiéndose incesantemente perfectibles, los temperamentos idealistas quieren decir en todos los momentos de su vida, como Quijote: «yo sé quién soy». Viven animados por este afán afirmativo. En sus ideales cifran su ventura suprema y su perpetua desdicha. En ellos caldean la pasión que anima su fe; ésta, al estrellarse contra la realidad social, puede parecer desprecio, aislamiento, misantropía: la clásica «torre de marfil» reprochada á cuantos se erizan al contacto de la mediocridad. Diríase que para ellos dejó escrita su eterna imagen Santa Teresa: «Gusanos de seda somos, gusanillos que hilamos la seda de nuestras vidas y en el capullito de la seda nos encerramos para que el gusano muera y del capullo salga volando la mariposa».
Todo idealismo es exagerado, necesita serlo. Y debe ser lírico su idioma, como si desbordara la personalidad sobre lo impersonal; el pensamiento sin lirismo es muerto, frío, carece de estilo, no tiene firma. Jamás fueron tibios los genios, los santos y los héroes. Para crear una partícula de Verdad, de Virtud ó de Belleza, requiérese un esfuerzo original y violento contra alguna rutina ó prejuicio, como para dar una lección de dignidad hay que desgoznar algún servilismo. Todo ideal es, instintivamente, extremoso; debe serlo á sabiendas, si es menester, pues pronto se rebaja al refractarse en la mediocridad de los más. Frente á los que mienten con viles objetivos, la exageración de los idealistas es una verdad apasionada. La pasión es su atributo necesario, aun cuando parezca desviar de la verdad; lleva á la hipérbole, al error mismo; á la mentira nunca. Ningún ideal es falso para quien lo profesa: es su verdad y él coopera á su advenimiento, con fe, con desinterés. El sabio busca la Verdad por buscarla y goza arrancando á la naturaleza secretos para él inútiles ó peligrosos. Y el artista busca también la suya, porque la Belleza es una verdad animada por la imaginación, más que por la experiencia. Y el filósofo la persigue en el Bien, que es una recta lealtad de la conducta para consigo mismo y para con los demás. Tener un ideal es servir á su propia Verdad. Siempre.
Algunos ideales se revelan como pasión combativa y otros como pertinaz obsesión; de igual manera distínguense dos tipos de idealistas, según predomine en ellos el corazón ó el cerebro. El idealismo sentimental es romántico: la imaginación no es inhibida por la crítica y los ideales viven de sentimiento. En el idealismo experimental los ritmos afectivos son encarrilados por la experiencia y la crítica coordina la imaginación: los ideales tórnanse reflexivos y serenos. Corresponde el uno á la juventud y el otro á la madurez. El primero es adolescente, crece, puja y lucha; el segundo es adulto, se fija, impone y defiende. El idealista perfecto sería romántico á los veinte años y estoico á los cincuenta; es tan anormal el estoicismo en la juventud como el romanticismo en la edad madura. Lo que al principio le enciende en pasión debe cristalizarle después en suprema dignidad: ésa es la lógica de su temperamento.