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IV.—El idealismo experimental.

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Las rebeldías románticas son embotadas por la experiencia: ella enfrena muchas nobles impetuosidades y da á los ideales mayor eficacia. Las lecciones de la realidad no matan al idealista: lo educan. Su afán de perfección tórnase más centrípeto y digno, busca los caminos propicios, aprende á rehuir las asechanzas que la mediocridad le tiende. Cuando la fuerza de las cosas se sobrepone á su personal inquietud y los dogmatismos sociales cohiben sus esfuerzos por enderezarlos, su idealismo tórnase experimental. No pueden doblar la realidad á sus ideales, pero los defienden de ella, procurando salvarlos de toda mengua ó envilecimiento. Lo que antes se proyecta hacia fuera, polarízase en el propio esfuerzo, se interioriza. «Una gran vida, escribió Vigny, es un ideal de la juventud realizado en la edad madura». Es inherente á aquélla la ilusión de imponer sus ensueños, rompiendo la barrera que la separa de la mediocridad; cuando advierte que la mole no cae, atrinchérase en virtudes intrínsecas, custodiándolos, realizándolos en alguna medida, sin complicidades. El idealismo sentimental y romántico se transforma en idealismo experimental y estoico; la experiencia regula la imaginación, haciéndolo ponderado y reflexivo. La serena armonía clásica reemplaza á la pujanza impetuosa: el Idealismo dionisíaco se convierte en Idealismo apolíneo.

Es natural que así sea. Los romanticismos no resisten á la experiencia crítica: si duran hasta pasados los límites de la juventud, su ardor no equivale á su eficiencia. Fué error de Cervantes la avanzada edad en que Don Quijote emprende la persecución de su quimera. Es más lógico Don Juan, casándose á la misma altura en que Cristo muere; los personajes que Murger creó en la vida bohemia, detiénense en ese limbo de la madurez. No puede ser de otra manera. La acumulación de los contrastes acaba por coordinar la imaginación, orientándola sin rebajarla.

Y si el idealista es una mente superior, su ideal asume formas definitivas: plasma la Verdad, la Belleza ó la Virtud en crisoles más perennes, tiende á fijarse y durar en obras. El tiempo lo consagra y su esfuerzo tórnase ejemplar. La posteridad lo juzga clásico. Todo clasicismo es una selección natural de ideales sobrevivientes á través de los siglos.

Pocos ingenios encuentran tal clima y tal ocasión que les encumbren á la genialidad. Los más resultan exóticos é inoportunos; los sucesos, cuyo determinismo no pueden modificar, esterilizan sus esfuerzos. De allí cierta aquiescencia á las cosas que no dependen del propio mérito, la tolerancia de toda insoluble fatalidad. Al resignarse á la coerción exterior no se abajan ni contaminan: se apartan, se refugian en sí mismos, para encumbrarse en la orilla desde donde miran el fangoso arroyo que corre murmurando, sin que en su murmullo se oiga un grito. Son los jueces de su época: ven de dónde viene y cómo corre el turbión encenagado. Descubren á los omisos que se dejan opacar por el limo, á los que persiguen esos encumbramientos falaces con que las mediocracias oprobian á sus arquetipos.

El idealista experimental mantiénese hostil á su medio, lo mismo que el romántico. Su actitud es de abierta resistencia á la mediocridad organizada, resignación desdeñosa ó renunciamiento altivo, sin compromisos. Impórtale menos agredir el mal que consienten los otros y más le sirve estar libre para realizar toda perfección que sólo depende de sí mismo. Posee una «sensibilidad individualista». Son notorias las diferencias entre el individualismo doctrinario y el sentimiento individualista; el uno es teoría y el otro es actitud. En Spencer, la doctrina individualista se acompaña de sensibilidad social; en Bakounine, la doctrina social coexiste con una sensibilidad individualista. Es cuestión de temperamentos y no de ideas; aquél es la base del carácter. Todo individualismo es una actitud de revuelta contra los dogmas y los prejuicios reinantes en las mediocracias; revela energías anhelosas de exparcirse y contenidas por mil obstáculos opuestos por el espíritu gregario. El individualista niega el principio de autoridad, se sustrae á los prejuicios, desacata cualquiera imposición, desdeña las jerarquías independientes del mérito. Los partidos, sectas y facciones le son indiferentes por igual, sintiéndose extraño á cada uno. Los regímenes políticos y las leyes escritas no han modificado nunca la mediocridad de quienes las admiran ni el sufrimiento de quienes las aguantan.

Su ética difiere radicalmente de esos individualismos sórdidos que reclutan las simpatías de los mediocres. Hay dos morales egoístas. El digno elige la elevada, la de Zenón ó la de Epicuro; el mediocre opta siempre por la inferior y se encuentra con Aristipo. Aquél se refugia en sí para acrisolarse; éste se ausenta de los demás para zambullirse en la sombra. El individualismo es noble si un ideal lo alienta y lo eleva; sin ideal, es una caída á más bajo nivel que la mediocridad misma.

En la Cirenaica griega, cuatro siglos antes del evo cristiano, Aristipo anunció que la única regla de la vida era el placer máximo, buscado por todos los medios, como si la naturaleza dictara al hombre el hartazgo de los sentidos y la ausencia de ideal. La sensualidad, erigida en sistema, llevaba al placer tumultuoso, sin seleccionarlo. Los cirenaicos llegaron á despreciar la vida misma: sus últimos pregoneros encomiaron el suicidio. Tal ética, practicada instintivamente por los escépticos y los depravados de todos los tiempos, no fué lealmente erigida en sistema después de entonces. El placer—como simple sensualidad cuantitativa—es absurdo é imprevisor; no puede sustentar una moral. Sería erigir á los sentidos en jueces. Deben ser otros. ¿Estaría la felicidad en perseguir un interés bien ponderado? Un egoísmo prudente y cualitativo, que elija y calcule, reemplazaría á los apetitos ciegos. En vez del placer basto tendríase el deleite refinado, que prevé, coordina, prepara, goza antes é infinitamente más, pues la inteligencia gusta de centuplicar los goces futuros en sabias alquimias de preparación. Los epicúreos se apartan ya del cirenaísmo. Aristipo refugia la dicha en los burdos goces materiales; Epicuro la encumbra en la mente, la idealiza por la imaginación. Para aquél valen todos los placeres y se buscan de cualquier manera, desatados sin freno; para éste deben ser elegidos y dignificados por un sello de armonía. La originaria moral de Epicuro es toda refinamiento: su creador vivió una vida honorable y pura. Su ley es buscar la dicha y huir el dolor, prefiriendo las cosas que dejan un saldo á favor del primero. Esa aritmética de las emociones no es incompatible con la dignidad, el ingenio y la virtud, que son perfecciones ideales; permite practicarlas, si en ellas puede encontrarse una fuente de placer.

En otra moral helénica encuentra sus moldes perfectos el idealismo experimental. Zenón dió á la humanidad una suprema doctrina de virtud heroica. La dignidad se identifica con el ideal: no conoce la historia más bellos ejemplos de conducta. Séneca, digno en la corte del propio Nerón, además de predicar con arte exquisito su doctrina, la aplicó con bello coraje en la hora extrema. Solamente Sócrates murió mejor que él, y ambos más dignamente que Jesús. Son las tres grandes muertes de la historia.

La dignidad estoica tuvo su apóstol en Epicteto. Una convincente elocuencia de sofista caldeaba su palabra de liberto. Vivió como el más humilde, satisfecho con lo que tenía, durmiendo en casa sin puertas, entregado á meditar y educar, hasta el decreto que proscribió de Roma á los filósofos. Enseñó á distinguir, en toda cosa, lo que depende y lo que no depende de nosotros. Lo primero nadie puede cohibirlo; lo demás está subordinado á fuerzas extrañas. Colocar el Ideal en lo que depende de nosotros y ser indiferentes á lo demás: he ahí la fórmula del idealismo experimental.

Es desdeñable todo lo que suele desear ó temer el mediocre. Si las resistencias en el camino de la perfección dependen de otros, conviene prescindir de ellas, como si no existiesen, y redoblar el esfuerzo enaltecedor. La realidad no tuerce ni desvía á los idealistas, aunque los obste ó retarde. Deseando influir sobre cosas que de él no dependen, encontraría obstáculos en todas partes; contra esa hostilidad de su ambiente sólo puede rebelarse la imaginación. El que sirve á un Ideal, vive de él: nadie le forzará á soñar lo que no quiere ni le impedirá ascender hacia su ensueño.

Esta moral no es una contemplación pasiva: renuncia solamente á participar del mal. Su asentimiento no es apatía ni inercia. Apartarse no es morir. Si la hora llega es afirmación sublime, como lo fué en Marco Aurelio, nunca igualado en regir destinos de pueblos: sólo él pudo inspirar las páginas más hondas de Renán y las más líricas de Paul de Saint Victor. Delicado y penetrante, su estoicismo es más propicio para templar caracteres que para consolar corazones. Con él alcanzó el pensamiento antiguo su más tranquila nobleza. Entre perversos é ingratos que le circuían, enseñó á dar sus racimos, como la viña, sin reclamar precio alguno, preparándose para cargar otros en la vendimia futura. Los idealistas son hombres de su estirpe, ignoran el bien que hacen á la mediocridad, su enemiga. Cuando arrecia el encanallamiento de los rebaños, cuando más sofocante tórnase el clima de las mediocracias, ellos crean un nuevo ambiente moral, sembrando ideales: una nueva generación, aprendiendo á amarlos, se ennoblece. Frente á las burguesías afiebradas por remontar el nivel del bienestar material,—ignorando que su mayor miseria es la falta de cultura,—ellos concentran sus esfuerzos para aquilatar el respeto de las cosas del espíritu y el culto de todas las originalidades descollantes. Mientras la vulgaridad obstruye las vías del genio, de la santidad y del heroísmo, la sugestión de ideales concurre á restituirlas, preparando el advenimiento de esas horas fecundas que caracterizan la resurrección de las razas: el clima del genio.

Toda ética idealista transmuta los valores y eleva el rango del mérito; las virtudes y los vicios trocan sus matices, en más ó en menos, creando equilibrios nuevos. Ésa es, en el fondo, la obra de todos los moralistas: su originalidad está en cambios de tono que modifican las perspectivas de un cuadro cuyo fondo es casi impermutable. Frente á la mediocridad, que empuja á ser vulgares, los caracteres dignos afirman su vehemencia de ideal. Una mediocracia sin ideales,—como un individuo ó un grupo,—es vil y escéptica, cobarde: contra ella cultivan hondos anhelos de perfección. Frente á la ciencia hecha oficio, la Verdad como un culto; frente á la honestidad de conveniencia, la Virtud desinteresada; frente al arte lucrativo de los funcionarios, la Armonía inmarcesible de la línea, de la forma y del color; frente á las complicidades de la política mediocrática, las máximas expansiones del Individuo dentro de cada sociedad.

Cuando los rebaños callan, los idealistas levantan su voz. Una ciencia, un arte, un país, una raza, estremecidos por su eco, salen de su cauce habitual. El Genio es un guión que pone el destino entre dos párrafos de la historia. Si aparece en los orígenes, crea ó funda; si en los resurgimientos, transmuta ó desorbita. En ese instante remontan su vuelo todos los espíritus superiores, templándose en pensamientos altos y para obras perennes.

En el vaivén eterno de las eras el porvenir es siempre de los visionarios. La interminable contienda entre el idealismo y la mediocridad tiene su símbolo: no pudo Cellini clavarlo en más digno sitio que la maravillosa plaza de Florencia. Nunca mano de orfebre plasmó un concepto más sublime: Perseo exhibiendo la cabeza de Medusa, cuyo cuerpo agítase en contorsiones de reptil bajo sus pies alados. Cuando los temperamentos idealistas se detienen ante el prodigio de Benvenuto, anímase el metal, revive su fisonomía, sus labios articulan palabras perceptibles. Dice á los jóvenes que toda brega por un Ideal es santa, aunque sea ilusorio el resultado; que nunca hay error en seguir su temperamento y pensar con el corazón, si ello contribuirá á crear una personalidad firme; que todo germen de romanticismo debe alentarse, para enguirnaldar de aurora la única primavera que no vuelve jamás. Y á los maduros, cuyas primeras canas salpican de otoño sus más vehementes quimeras, instígalos á custodiar sus ideales bajo el palio de la más severa dignidad, frente á las tentaciones que conspiran para encenagarlos en la Estigia donde se abisman los mediocres.

Y en el gesto del bronce parece que el Idealismo decapitara á la Mediocridad, entregando su cabeza al juicio de los siglos.

El Hombre Mediocre: Ensayo de psicologia y moral

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