Читать книгу La primera vuelta al mundo - José Luis Comellas García-Lera - Страница 11
Lo que nos cuentan
ОглавлениеNo se trata de elaborar o analizar un elenco de fuentes en que se han inspirado los historiadores para contar la extraordinaria aventura de la primera vuelta al mundo. Pero en este momento parece oportuna, más bien necesaria, una breve reseña de los escritos de aquellos que vivieron la odisea, o de aquellos que la conocieron de primera mano cuando los pocos protagonistas que pudieron sobrevivir regresaron a Europa. Sabemos que Magallanes llevaba un detallado Diario de Navegación, sin duda menos literario y emocionante que el de Colón, pero que nos hubiera sido de inestimable utilidad, por más que el director de la empresa muriera antes de poder coronarla. Por desgracia, este relato se ha perdido, y no contamos de él ni la menor referencia. De todas formas, no podemos quejarnos. Cinco de los viajeros dejaron escritos más o menos extensos, pero todos interesantes; y por lo menos una docena de personas interesadas escucharon de labios de ellos o de otros expedicionarios detalles sumamente expresivos, capaces de completar nuestro conocimiento de lo ocurrido. Entre los que oyeron hablar de la aventura figuran varios conocidos cronistas de Indias, que tuvieron trato con los protagonistas o con quienes les habían oído. Valga aquí una somera enumeración, siquiera sea para recuerdo por parte del lector de nombres que con seguridad le sonarán a lo largo de los siguientes capítulos.
El relato más circunstanciado es el de Antonio Pigafetta (Antonio Lombardo en el rol de los tripulantes), un hombre culto y curioso, dos cualidades que le definen muy bien y hacen su relato más interesante. Había venido a España acompañando al nuncio papal, y aquí se manifestó inmediatamente su enorme interés por la aventura de los viajes de descubrimiento de nuevas tierras allende el océano. Tenía solo 28 años cuando conoció a Magallanes y se entusiasmó con su idea. Debió contar con personas de influencia cuando logró enrolarse en la tripulación sin ninguna dificultad, a título de «sobresaliente», es decir, de viajero libre y sin una misión fija. Tal vez debió convencer a Magallanes de su capacidad para escribir una buena crónica de cuanto iba a suceder, y publicarla para conocimiento del mundo. El hecho es que por su simpatía, su fidelidad y su facilidad para conectar con la gente supo ganarse el afecto del jefe —a quien por su parte adoraba— hasta el punto de que en la gesta no parece haber otro héroe que Magallanes.
Pigafetta escribe con soltura, da muestras de una curiosidad sin límites, se interesa por cuanto acontece, y posee dotes indudables de reportero, incluidas algunas tan poco fiables como el sensacionalismo, la exageración o la mezcla de realidades interesantes con leyendas no menos interesantes, pero muy poco creíbles. No solo es un precedente del reportero moderno, tal como hoy lo entendemos, sino que tiene mucho de etnólogo y antropólogo: le interesan extraordinariamente el aspecto físico, las costumbres, las formas de vida, las concepciones y la cultura de aquellos indígenas con los que se va topando a lo largo de su vuelta al mundo. Posee un indudable don de lenguas, hasta el punto de que a los pocos días de entrar en contacto con una tribu, es un intérprete tan valioso o más que Enrique de Malaca, el esclavo que para esa función llevaba Magallanes. Interesado por las lenguas, nos proporciona ricos vocabularios de varias culturas, la de los charrúas y guaraníes, de los tehuelches patagones, de los filipinos, de los moluqueños. Con una cierta dosis de morbo periodístico, gusta de relatar las costumbres sexuales de los pueblos que conoce: pero ese era un detalle sumamente llamativo para la curiosidad del hombre renacentista. Es el momento —qué importante en la historia— en que el mundo europeo conoce otros mundos, otros hombres, otras formas de ser, que hasta entonces, en su concepción unitaria, no podía imaginar; y, asombrado, exagera las diferencias.
Qué duda cabe de que Pigafetta exagera en esto como en todo. No siempre es creíble, y lo malo del caso es que le han creído no solo los lectores de su tiempo, sino otros muy posteriores, incluso algunos actuales. ¿Hasta qué punto busca el detalle sensacional para llamar más la atención? ¿Incluye leyendas imposibles solo para hacer más apasionante su relato, sin ánimo deliberado de engañar? ¿O le engaña su propia imaginación? La verdad es que la literatura de viajes renacentista (y también los dibujos o grabados que se conservan) gustan de representar seres mitológicos, monstruos estrafalarios y hombres gigantes, enanos, con un solo pie enorme, que por cierto les sirve para dormir la siesta a su sombra, o con un solo ojo como los cíclopes, o dotados de grandes orejas que les caen hasta el suelo. Frente a estas monstruosidades, la imaginación y la credulidad de Pigafetta se desatan; no llega a todos los dislates de las viejas mitologías, eso es cierto, pero no por eso deja de representarnos seres peregrinos o animales monstruosos, desde aves capaces de llevar en sus garras un elefante hasta hojas verdes dotadas de vida, que se pasean delante de él como si fueran grandes insectos. Un detalle imperdonable en Pigafetta: su devoción a Magallanes le impide valorar las hazañas de los demás, y sobre todo le hace ignorar al otro héroe de la expedición, Juan Sebastián de Elcano. Se las arregla para no mencionarle siquiera. Como si no existiese. Sin duda por eso, o porque en la nao Victoria no dispone de un lugar adecuado para escribir, su información de la última parte del viaje se queda en unos cuantos párrafos, la mayor parte de ellos más fantasiosos que narrativos. El relato de Pigafetta es el más extenso y en cierto modo, por su sentido «periodístico», valga la palabra, el más interesante de cuantos poseemos de los viajeros o los coetáneos al viaje. Muchas de sus informaciones son de valor inestimable, otras solo satisfacen la curiosidad de los lectores —los de entonces y algunos de ahora— por su valor anecdótico y por su portentosa imaginación. El historiador sabe distinguir entre la realidad y el mito, y por lo general establece esta fundamental diferencia a la hora de utilizar el contenido del relato. Otro inconveniente tiene el texto del italiano, y a él acabamos de referirnos: es la desigual dedicación a los hechos, con una especial preferencia por aquellos que ocurren mientras es algo así como el niño mimado de Magallanes y puede escribir con su complacencia y hasta por su encargo. Comprendámoslo. Pero lo que ocurre es que muchos autores que utilizan preferentemente como fuente primaria el relato pigafettiano, caen inconscientemente en la misma desigualdad informativa. Qué poco se nos dice sobre Timor, sobre la isla Amsterdam, sobre la emocionante travesía del Índico, sobre la lucha a vida o muerte durante el paso del cabo de Buena Esperanza, sobre el larguísimo viaje por el Atlántico sur y la zona ecuatorial hasta la peligrosísima recalada en Cabo Verde. He hecho todo lo posible por complementar estas lagunas lamentables con otras fuentes de información, escritas o naturales, que nos ayuden a reconstruir la realidad histórica con el mismo ritmo y la misma extensión que aquellas que se conocen más por extenso. Si el lector advierte mi esfuerzo por encontrar la debida compensación en el ritmo del relato, no me pesará en absoluto.
Completamente distinto al librito de Pigafetta es el derrotero de Francisco Albo, piloto de la Trinidad, más tarde de la Victoria. Es un relato preciso de situaciones, rumbos, dirección del viento cuando procede, o estado de la mar. Albo calcula la latitud por la altura del sol, una técnica que es necesaria cuando no se ve la estrella Polar. Los navegantes españoles, que casi nunca abandonaban el hemisferio norte cuando tenían que ir al Nuevo Mundo, acostumbraban a tomar medida por la Polar. Albo opera como los portugueses, y acierta con una precisión muy aceptable para aquellos tiempos. Probablemente utilizaba para situarse la técnica del «punto de escuadra». No se equivoca excepto en la espera interminable de la llegada al cabo de Buena Esperanza: ¡era tal y tan dramática la necesidad para aquellos navegantes! Pero en cuanto le es posible, corrige su posición. Nos proporciona pocos detalles sobre la marcha de la expedición, los sucesos ocurridos, la idiosincrasia de los naturales de las islas, las enemistades y reyertas que están a punto de dar al traste con la aventura. Con todo, describe mejor la exploración del Río de la Plata, los escasos hallazgos de islas en el Pacífico, o lo ocurrido en las Molucas o en el Índico, que el mismo Pigafetta: pero está claro que no se propone escribir una crónica. ¡Ni siquiera da noticia de la muerte de Magallanes! Una omisión tan llamativa que hace suponer que no se llevaba bien con él; muy probablemente era amigo de Elcano, y detalla mejor que nadie la extraordinaria aventura de la navegación por el Índico sur, la travesía del Cabo, la recalada obligada y dramática en Cabo Verde: es decir, la odisea de Elcano, que Pigafetta desprecia. En este sentido, puede pensarse que es un complemento de la información de Pigafetta, dentro, por supuesto del laconismo de su estilo y de la escasez de sus detalles.
Lo que falta en Pigafetta ha de ser también complementado por otras fuentes de historia, escritas o naturales. Sin embargo, es curioso, Albo tampoco menciona a Elcano una sola vez, un silencio que, por otra parte, quién sabe, podría ser conjeturalmente revelador. Una explicación un poco audaz, pero sugestiva es la que supone el americanista Juan Pérez de Tudela: el derrotero de Albo es del propio Elcano, o por lo menos es él quien lo concluyó, en colaboración con el piloto. Pérez de Tudela se basa en la concisión del escrito, propia del estilo del guipuzcoano, y en frases como «me tiraron las aguas al nordeste», «debí caminar cuarenta y cinco leguas», o después: «mandé que fueran al oeste», que no pueden atribuirse más que al comandante de la nave. Que Elcano colaborase en la redacción del derrotero —incluido el emocionante rodeo a las Azores— es perfectamente posible, pero seguramente nunca se podrá probar. Ninguna fuente nos permite reconstruir la ruta de las naves magallánicas como este pequeño relato lleno de tecnicismos de la época. Otro detalle curioso: no comienza hasta la llegada a la costa brasileña, en noviembre de 1519. O se perdieron las primeras páginas, o el supuesto Albo no tomó la altura hasta entonces.
Otro piloto, Ginés de Mafra, al parecer jerezano, tal vez pariente de Juan Rodríguez Mafra, que viajó dos veces con Colón, navegó con Magallanes y fue hecho prisionero en las Molucas por los portugueses. Repatriado en 1526, hizo otra descripción del viaje, que no se conserva íntegramente. Tiene puntos interesantes, aunque el relato puede estar interpolado, o con añadidos posteriores. Es curioso, llama al jefe Sebastián de Magallanes, fundiendo inconscientemente los nombres de los dos héroes, quizá por algún error del copista. Su relato es importante para conocer la dura invernada en el Puerto de San Julián, y sobre todo para reconstruir la odisea de la Trinidad, en su fracasado intento de regresar desde las Molucas por el Pacífico, que él vivió directamente. Eso sí, no se olvida de recordar la otra odisea que sí fue coronada por el éxito, la de Elcano. También se conserva el relato manuscrito de un piloto genovés, que, probablemente es el llamado Bautista Genovés, o Pancaldo, que escribió «Navegación y viaje que hizo Fernando de Magallanes desde Sevilla para el Maluco en el año 1519»: se equivoca en algunas posiciones, tal vez por mala transcripción del original. También describe la odisea de la Trinidad en su intento de regreso por el Pacífico, en que parece haber participado.
El relato más breve, quizá por eso mismo más emocionante, es el que hace el propio Juan Sebastián Elcano en una carta a Carlos V, en 1522, escrita en el momento de la llegada a Sanlúcar. Es imposible mayor concisión. Elcano escribe, contra lo que se ha dicho, con una corrección castellana impecable, pero no se permite el menor floreo literario. En comentario de Mauricio Obregón «es dramático que quien ha logrado la circunnavegación del planeta haga un informe de solo setecientas palabras [...], no se da ningún bombo, no exagera nada. Simplemente dice: hemos dado la vuelta al mundo». Eso sí, se adivina todo el dramatismo en frases como «y sufrimos todo lo que puede padecer un hombre». Y dedica una parte del texto a implorar del monarca que, por favor, haga todo lo posible por premiar a sus compañeros y rescatar a los que han quedado prisioneros en Cabo Verde.
De aquellos que conocieron a los supervivientes y escucharon el relato de su hazaña, apenas cabe citar aquí más que la carta de Maximiliano Transilvano. Se llamaba en realidad Maximilian von Sevenborger: un nombre y un apellido clásicamente germanos, aunque fuera natural de una tierra hoy rumana, poblada por alemanes ya desde la baja edad media. Maximiliano fue un hombre culto, escritor, humanista, que conoció a Carlos V en Flandes, y con él vino a España. Se dice que fue secretario del emperador; más bien diríamos consejero áulico. Conoció personalmente a Elcano, y se emocionó con la aventura tanto como el monarca. Su relato es una carta al arzobispo de Salzburgo, luego publicada. Correcto en su estilo, sin entrar en los detalles, recoge las peripecias del periplo y las valora de manera muy objetiva. Este otro humanista rechaza todas las quimeras y fábulas. Para él, el descubrimiento de nuevos mundos contribuye a su unidad y comprensión. «Nadie creerá de aquí en adelante que hay monstruos, ni gigantes o cíclopes, y otros semejantes. [...] así que todo lo que los antiguos dijeron se debe tener por cosa fabulosa y falsa». Seguramente no leyó a Pigafetta, y sí siguió con detalle las realistas descripciones de Elcano. Qué fácil es de adivinar.
Citemos, sin necesidad de detenernos, a cronistas de Indias, como Fernández de Oviedo, que conoció a Elcano a su regreso en Valladolid, y que obtuvo muchas noticias directas de la expedición, que tal vez otros no llegaron a recibir; o López de Gómara, que de seguro conoció informaciones de buena mano, y tal vez de testigos directos; ambos transmiten algunos detalles útiles, que otros no nos dan, de aspectos o vivencias de la expedición. A su tiempo, podremos aludir a ellos, lo mismo que a cronistas posteriores, como Herrera o Fernández de Navarrete, que consultaron documentos y pueden enriquecer lo que sabemos.