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Las navegaciones portuguesas

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Comenzó a insinuarlo Henry Pirenne, consagró la idea Armando Cortesâo, y hoy se acepta por todos: los europeos deseaban llegar a Oriente, y para ello marchaban hacia el Este. Cuando la ruta comenzó a entorpecerse, encontraron dificultades. Los primeros a los que se les ocurrió ir por otro camino fueron aquellos a los que apenas había llegado la concepción de la Geografía de Ptolomeo, los pueblos del extremo occidente de Europa, en concreto los de Portugal y Castilla. No fue una casualidad, aunque existieron, por supuesto, otras causas. Los portugueses buscaron el camino por el sur, dando la vuelta a África, si África tenía vuelta, que al fin la tuvo. Y los castellanos, seducidos por Colón, buscaron el camino, paradójica, pero no equivocadamente, por el oeste, y al fin lo encontraron, vuelta al mundo incluida, con Magallanes y Elcano.

Comenzaron la empresa los portugueses. Portugal había terminado su Reconquista con la ocupación del Algarve. Los lusitanos, en un momento de plena vitalidad histórica, hubieron de llevar sus empresas a la vecina África. En 1515 conquistaron Ceuta, pero la resistencia de los naturales les condujo a la expansión por mar. El infante don Enrique, que resistió en Ceuta, pero comprendió la imposibilidad de una aventura terrestre, se decidió por los caminos del océano, y llegaría a ser conocido como don Enrique el Navegante, a pesar de que —porque se mareaba— nunca navegó. Así encontró Portugal su más glorioso destino histórico. ¡Cuántas leyendas hubo que vencer, tanto como los peligros reales de la navegación! Desde los tiempos clásicos se hablaba de la «zona perusta» o abrasada, situada entre los trópicos, inhabitable por su espantoso calor, y en la que hasta las aguas del mar hervían. ¿Sería posible llegar al otro hemisferio, o su camino estaría vedado para siempre a los humanos? Don Enrique se propuso explorar hasta el final. Los navegantes retrocedieron aterrados a la altura del cabo Bojador —en lo que es hoy Sahara Occidental—, donde vieron hervir las aguas. El príncipe portugués estaba convencido de que tan espantoso panorama no era más que una ilusión ficticia. En 1434 envió a uno de sus mejores navegantes, Gil Eanes, a correr la aventura suprema: o superar la barrera o morir. Eanes se asustó como todos cuando presenció el espectáculo de las aguas hirvientes, pero intuyó que la espuma procedía de una restinga de rompientes que prolongaba bajo las aguas el cabo. Se adentró en la mar, rodeó la barrera por el oeste, y siguió navegando gozosamente hacia el sur sobre las aguas azules. Fue el triunfo del valor y de la curiosidad humana sobre la ignorancia y el mito. Una nueva edad había comenzado.

El costeo de África por los portugueses fue una odisea demasiado extensa como para que podamos relatarla aquí pormenorizadamente. Buscaban un camino, pero también encontrar cosas valiosas a lo largo de él. Cada progreso exigía nuevas expediciones, y sortear peligros desconocidos. Al principio, la costa era desértica, sin nada prometedor, y en todo caso los naturales eran hostiles. Se podía rescatar almáciga y algunas pepitas de oro. Don Enrique se enfureció mucho cuando sus hombres trataron de comprar esclavos. A partir de Cabo Verde encontraron pequeños bosquecillos de palmas, y el paisaje empezó a cambiar conforme daban la vuelta a la enorme panza de África. Por 1450, los portugueses habían llegado a Guinea y establecido algunos pequeños fuertes que les permitían repostarse en su largo camino de exploración, y preparar el regreso, contra los vientos alisios y por tanto más largo y laborioso. ¡Pero valía la pena! En Guinea los lusitanos podían encontrar marfil, almáciga, malagueta o falsa pimienta, y otros productos tropicales; y pronto dieron con el oro: o, por mejor decirlo, con indígenas que les proporcionaban tan preciosas pepitas. Nunca se supo de dónde procedían aquellos tesoros que, extraídos de lejanas tierras, habían llegado hasta entonces a la legendaria ciudad de Tombuctú, al sur del Sahara, y de allí a través de interminables caravanas atravesaban el desierto y enriquecían a los pueblos árabes de la orilla sur del Mediterráneo, y a los mismos nazaríes del reino de Granada.

Tampoco los portugueses sabían de dónde venían aquellas doradas pepitas, pero, conforme se adentraban en el golfo de Guinea, los indígenas se las proporcionaban en creciente abundancia. Era más fácil para ellos llevar el oro aguas abajo hasta la costa que alcanzar las inmensidades del desierto para encontrar a los árabes. Los portugueses llamaron Costa de Oro (hoy Ghana) al país donde les proporcionaban aquellas pepitas. Los fragmentos de oro, realmente, se recogían a orillas del Alto Volta y en la región oriental de Senegal: pero esto no se supo hasta el siglo XIX. ¿Tan generosos eran los guineanos que regalaban aquellas bolitas amarillas a los marinos portugueses? No se trata de eso, y hay que comprenderlo. Desde entonces se hizo común la palabra «rescatar», que seguiría utilizándose en tiempos de Magallanes y Elcano cuando hicieron la primera vuelta al mundo. Era un curioso negocio en que ambas partes creían salir ganando. Los europeos ofrecían cascabeles, paños de colores, espejos, a los indígenas africanos, más tarde americanos, filipinos, moluqueños, que los recibían encantados a cambio de aquellas pepitas que no servían para nada. Las cosas valen o no valen según su utilidad o según la cultura que las valora. El oro, que sí se valoraba en Asia y Europa, llegó a verificar la gran revolución del metal precioso, que no solo enriqueció a Occidente, sino que transformó la realidad del mundo.

Don Enrique murió en 1460, pero los portugueses se decidieron a continuar por aquel camino prodigioso. ¿Habían descubierto la ruta de la India? ¿Estaba cerca el fabuloso país del Preste Juan? Cuando Fernando Póo, en otra audaz navegación, comprobó que la costa de África torcía de nuevo al Sur, los portugueses se desanimaron un tanto. La aventura parecía interminable. Pero en 1486 Diego Câo descubrió la desembocadura del río Congo, una corriente de agua como jamás habían visto los europeos, capaz de endulzar el Atlántico cientos de kilómetros alrededor. Y llegó hasta las costas de lo que es hoy Namibia. ¿Terminaba en algún lugar África, o se prolongaba indefinidamente hasta el polo austral? ¿Era posible llegar desde el océano Atlántico hasta el Índico, o se trataba de dos mares separados por una barrera infranqueable? Nadie lo sabía todavía, pero los portugueses estaba decididos a averiguarlo. En 1487, Bartolomeu Dias partió de Lisboa con dos carabelas ligeras, costeó toda África, atravesó el ecuador, llegó a regiones frías desde donde se veían estrellas nuevas, y de pronto el tiempo apacible de las costas de Angola y Namibia fue sustituido por furiosas tempestades del oeste que le lanzaron cientos de millas más allá. No descubrió el Cabo hasta el viaje de regreso. Cuando al fin quiso acercarse a la costa, vio que ésta corría hacia el este, y doblaba cada vez más al norte. Había dado la vuelta a África y se estaba adentrando en el Índico. ¡Estaba abierto el camino! En su entusiasmo, pretendió alcanzar la India, pero las carabelas se encontraban destrozadas y los hombres exhaustos. Se imponía el regreso. Fue a la vuelta cuando descubrió el Cabo simbólico: le llamó, por su mal genio, Cabo de las Tormentas. El rey Juan II hizo luego cambiar el nombre por el de Cabo de Buena Esperanza. Bartolomeu Dias fue recibido en triunfo cuando después de inauditos esfuerzos consiguió llegar a Lisboa en diciembre de 1488.

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