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Dos caminos

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Quedaba abierto el camino de la India. Pero antes de que Vasco da Gama coronase la hazaña, apareció en Portugal un marino al parecer genovés, entre genial y estrafalario, que decía haber encontrado un camino mejor. Cristóbal Colón debió nacer en Génova por 1451, y llegó a Portugal víctima de un naufragio junto al cabo San Vicente en 1476. Era buen navegante mediterráneo, pero se consagró como conocedor de los peligros del Atlántico en navíos portugueses, con los que llegó a Guinea e Islandia; en los extremos del mundo conocido hasta entonces. En los intervalos vivía en Lisboa con su hermano Bartolomé, con el que confeccionaba buenas cartas náuticas. No nos importan ahora detalles de su vida, sino conocer el origen de su idea. Hombre hábil para la negociación y siempre bien relacionado, se casó con la hija del gobernador de las islas Madeira y tuvo acceso a las altas esferas. Conoció la carta y el mapa que un humanista italiano de segunda fila, astrónomo y cosmógrafo, Paolo del Pozzo Toscanelli, había enviado al rey Juan II de Portugal, proponiendo que el viaje a la India era más corto y directo navegando hacia el oeste que hacia el este. Toscanelli, que confundió las millas árabes con las millas latinas, estaba en un error y creía que la circunferencia de la Tierra era solo de 29.000 kilómetros, en lugar de los 40.000 que tiene en realidad. La Xunta dos Mathematicos que asesoraba al monarca en el momento más brillante de la era de los descubrimientos, estaba más cerca de la verdad que el sabio florentino, y desaconsejó la idea. Pero Colón sintió una especie de revelación cuando conoció la carta de Toscanelli, de la que parece que consiguió una copia. Otros «indicios», no sabemos exactamente cuáles, le confirmaban en la idea de que el camino de Occidente, por el Atlántico, era el mejor para llegar a la India y a las riquísimas tierras del Gran Khan (la dinastía mogol ya no reinaba en China, pero eso Colón no lo sabía).

Rechazado en Portugal, Colón se vino a España. La historia ya nos es sobradamente conocida. Los técnicos rechazaron la idea, lo mismo que habían hecho los portugueses, y, contra lo que pretende un tópico estúpido mil veces repetido, tenían toda la razón del mundo. Lo que no sabía nadie, y Colón el que menos, era que al otro lado del Atlántico existía un continente que por otro error histórico ahora se llama América y no Colombia. La fina intuición de Isabel la Católica tomó conciencia de que aquel hombre extraño tenía algo, y, una vez terminada la guerra de Granada, en 1492, accedió a la idea de una expedición poco costosa hacia el oeste. Comenzaba de manera inesperada y sorprendente la aventura de la expansión española por un nuevo mundo, una revolución geográfica, geopolítica y económica de consecuencias incalculables. El viaje de Colón fue de por sí uno de los hechos más llenos de encanto y de sorpresas de toda la historia. Existen millares de títulos sobre aquel hecho y su significado histórico. Yo mismo le he dedicado dos libros[1] en que trato de desentrañar aspectos técnicos en que hasta ahora no se había reparado, y algunos rasgos de la doble —o triple— personalidad del descubridor.

Desde entonces se planteó el dilema de elegir entre dos caminos, el del este, contorneando África hasta el Índico, y el del oeste, cruzando el Atlántico. ¿Cuál era el mejor? Por de pronto, se inició una competencia entre los dos grandes países descubridores, España y Portugal. Para evitar choques peligrosos y a instancias de los Reyes Católicos, el papa Alejandro VI dividió las zonas de influencia fijando una línea que seguía el meridiano de las islas Azores y Cabo Verde. Al este de ese meridiano tendrían carta blanca los portugueses y al oeste los españoles. Es discutible que un papa tenga competencias para dividir el mundo en dos zonas de influencia o que dos naciones de Europa puedan usufructuarlas en exclusiva, pero este criterio no encontró contestación por el momento. España y Portugal se repartían la misión del descubrimiento del mundo, y, a la larga la conquista del mundo no europeo. Los portugueses intuyeron algo, y pidieron el desplazamiento de la línea divisoria más al oeste. En el tratado de Tordesillas (1494) se decidió colocarla 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde. Ambas partes esperaban salir ganando: España, porque suponía que podría alcanzar la parte oriental de Asia; Portugal, porque confiaba en aprovecharse de parte de las tierras descubiertas por Colón. Hoy sabemos muy bien que el tratado de Tordesillas favorecía extraordinariamente a Portugal: éste tendría derecho a la conquista de Brasil, en tanto España ganaría espacio en la inmensidad casi vacía del Pacífico. Pero eso no se supo hasta treinta o cuarenta años más tarde. Consecuencia todo ello, en gran parte, de la suposición de que la Tierra era más pequeña de lo que realmente es. Quizá convenga deshacer un equívoco en que se ha caído con frecuencia, incluso por personas relativamente cultas. Si se divide el mundo en dos hemisferios es porque se da por supuesto que la Tierra es redonda. Nadie lo dudaba. La tesis ya fue defendida por los griegos y por los sabios medievales, por lo menos desde el siglo XIII. No es un descubrimiento del hombre moderno. Tampoco es cierto, como a veces se ha afirmado, que Colón descubrió la esfericidad de la Tierra. En absoluto. Hizo su viaje, esperando llegar a Asia por la vía del oeste; pero como no llegó, no demostró nada; al contrario, salió de pronto con la disparatada teoría de que la Tierra tiene forma de pera. El que demostró experimentalmente que la Tierra es redonda fue Juan Sebastián Elcano, al darle la vuelta completa; pero tampoco descubrió una realidad que ya era conocida científicamente, sino que la comprobó de hecho. En fin, podía llegarse a «las Indias», es decir, al Extremo Oriente, tanto navegando en una dirección como en otra. Lo único que faltaba por descubrir a este respecto era qué dirección era más corta, o la que representaba una navegación más fácil y con menos riesgo.

Los portugueses llegaron desde el primer momento a tierras más apetecibles que los españoles. Es cierto que el regreso de Colón, anunciando que había descubierto «las Indias» causó entusiasmo, y miles de candidatos se postularon para el segundo viaje, en 1493. Fueron admitidos unos 1500, en una enorme flota de 17 barcos. Colón pretendía que Cuba era una península de Asia, y Haití, «la Española», era Japón. Pero las esperanzas quedaron pronto defraudadas. Las islas carecían de riquezas, los naturales eran salvajes e indolentes, el clima insano y muchos enfermaron, el trigo que llevaron y los árboles que plantaron no crecían en aquella tierra. El desánimo se apoderó de los colonos, y se generalizó la idea de que aquellas tierras nada tenían que ver con «las Indias», pese a la insistencia casi paranoica y contra toda evidencia del descubridor.

En tanto, los portugueses consiguieron llegar a la India de verdad. En julio de 1497, Vasco da Gama partía de Lisboa con cuatro naves, dispuesto a coronar la hazaña. Costeó trabajosamente África, surtiéndose en los enclaves ya establecidos en sesenta años de exploración. Llegó en diciembre al cabo de Buena Esperanza, valiéndose de las favorables condiciones del verano austral. En marzo estaba ya en Mozambique: nadie había llegado hasta entonces tan lejos. Siguió por la costa africana del Índico, hasta Mombasa, en la actual Kenya. ¿Dónde estaba la India? Probablemente hacia el este, pero ningún europeo lo sabía con certeza. Contrató varios pilotos árabes que conocían la travesía, y aprovechó el monzón favorable. El 20 de mayo de 1498 llegaba a Calicut, en la costa suroeste de la India. El sueño de don Enrique el Navegante y de Juan II, el gran rey descubridor, había sido realizado. Portugal había encontrado su destino histórico. El regreso, en agosto, contra el monzón y con mal tiempo, se hizo difícil: la travesía hasta África duró 132 días, contra los solo 23 de la ida. Murieron la mitad de los tripulantes de escorbuto, hambre y otras calamidades. Al fin en África, de nuevo. Vasco da Gama y los suyos sufrieron para cruzar hacia el oeste el cabo de Buena Esperanza, pero al fin lo consiguieron. Regresaron a Lisboa en mayo de 1499, después del viaje más largo de la historia hasta el momento, y solo superado en 1519-22 por el de Magallanes-Elcano. De los cuatro barcos llegaron dos, y de los 250 hombres, solo 55; pero fueron recibidos con indescriptible júbilo, y Vasco da Gama fue ennoblecido. Sigue siendo uno de los más grandes héroes de la historia de Portugal.

Colón «descubrió» América como un mundo distinto a Asia en 1500, dos años antes que Alberico o Americo Vespucci, pero Waldseemüller, el bautista por casualidad del Nuevo Continente, desconocía este detalle. Fue en el curso de su tercer viaje cuando don Cristóbal se adentró entre la costa venezolana y la isla Trinidad. Una sorprendente serie de contracorrientes abonó una sospecha. Hizo recoger un cubo de agua marina, y la probó: ¡era agua dulce! El misterio no tenía explicación si no se suponía la existencia de un enorme río que, como ya se sabía del Congo, endulzaba las aguas en torno a su desembocadura. Era el Orinoco. El descubridor no llegó a ver aquel río tan caudaloso, pero lo tenía claro: «Y tengo para mí que es esta una tierra grandísima, que se extiende latamente hacia el Austro, de la cual jamás se ha tenido noticia». Colón no solo se dio cuenta de la existencia de América del Sur, sino que se jacta —con justicia— de ser su descubridor. «Vuestras Altezas —concluye en su carta a los Reyes Católicos— tienen acá otro mundo. Un Nuevo Mundo». Qué pena que no quisiera explotar la fama de su descubrimiento. Obnubilado por su deseo de llegar a «las Indias» olvidó pronto la idea del gran continente, y se esforzó en encontrar un estrecho que condujera al Oriente asiático. Tal fue el sentido de su cuarto viaje, que se estrelló una y otra vez contra la costa centroamericana. Colón (estoy de acuerdo con un luminoso trabajo de Laura Balletto) se dio cuenta al final de su tremendo error, pero su afán contra toda evidencia de llegar por aquel camino a las Indias le impidió confesarlo.

La verdad es que las tierras descubiertas por Colón no parecían haber mostrado, a comienzos del siglo XVI, grandes posibilidades. Entretanto Vasco da Gama emprendía su segundo viaje en febrero de 1502, con veinte barcos de guerra y una hueste de casi dos mil hombres. Iba a asegurar el dominio portugués en Oriente, con base en la India. Llegó a Calicut el 30 de octubre. Allí, combatiendo unas veces, firmando tratados otras, fundó establecimientos y fortalezas. Los hindúes no eran enemigos en la mar, solo en tierra se oponían a los ocupantes. Pero nunca pasó por la mente de los portugueses ocupar un espacio tan inmenso como la India, que estaba ya entonces densamente poblada, aunque dividida en muchos pequeños señoríos, independientes y hasta rivales entre sí. Los portugueses preferían establecer factorías, al modo «fenicio», de acuerdo con la tradición mediterránea, y desde ellas comerciar, cambiando productos de la zona con los europeos. Los verdaderos rivales eran los árabes (entonces se les llamaba siempre así), principalmente procedentes del sultanato de Egipto, dependiente del imperio turco, que también querían traficar con Oriente. Vasco da Gama obtuvo varias victorias navales (los barcos europeos eran más sólidos y estaban mejor artillados) y supo controlar la zona. Regresó a fines de 1503.

La tercera gran aventura la corrió en 1505 Francisco de Almeida, primer virrey de la India, con otra poderosa flota. El viaje resultaba cada vez más fácil, por el conocimiento de las rutas y de los monzones, y por la fundación de establecimientos portugueses en la costa de África (Guinea, Angola, zona de El Cabo, Madagascar, Mozambique). Almeida estableció nuevas colonias en la India y envió a Antonio de Abreu para la conquista de la lejana Malaca, en cuya empresa participó un militar valeroso y de fuerte carácter, llamado Fernando de Magallanes. Almeida derrotó a los musulmanes en la mayor batalla naval registrada en aquellas aguas, frente a Diu. Ya no había enemigos de peligro. El imperio lusitano regido entonces por la figura de don Manuel el Afortunado, se extendía por las costas de África —de Ceuta a Mozambique— y por las del sur de Asia. No era un imperio territorial, sino marítimo y comercial, jalonado de pequeñas colonias y fortalezas que aseguraban el dominio. La hazaña de los navegantes portugueses, que habían llegado más lejos que ningún otro, después de correr las más extraordinarias aventuras, mereció uno de los poemas épicos más sonoros de los tiempos modernos, Os Lusiadas de Luis de Camoens.

La verdad: la India no era el país riquísimo que contaban las leyendas, sin que dejaran de existir riquezas. Los portugueses comerciaban también con los malayos, los annamitas —digamos vietnamitas— e indirectamente con los mismos chinos: China, otro país inmenso, regido entonces por la dinastía Ming, contenía innumerables riquezas, pero había prohibido rigurosamente la entrada a extranjeros. Los portugueses, a través de intermediarios, lograron sin embargo comprar porcelanas, seda, tapices, que se vendían espléndidamente en Europa. Desde Malaca empezaron a tener noticias del origen de otra mercancía de valor fabuloso en aquellos tiempos: las especias —la canela, el clavo, la nuez moscada—, que crecían en unas islas aún no descubiertas, las Molucas, o islas del Maluco, pero que algunos mercaderes transportaban hasta Malaca. Uno de los que soñaban con la conquista de las Molucas era Fernando de Magallanes. Nunca lo conseguiría, pero pasaría a la historia.

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