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Los preparativos

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Si la mayor parte de los libros sobre la primera vuelta al mundo son biografías —más de Magallanes que de Elcano—, también es cierto que en su mayoría dedican casi tanto espacio a los preparativos como al viaje mismo. La razón es bien sencilla: existe mucha más documentación sobre las gestiones y las incidencias previas que sobre la navegación propiamente dicha; y los historiadores, en su deseo —nada criticable en sí, reconozcámoslo— de contarnos todo lo que saben, se extienden preferentemente en aquellos temas sobre los que poseen más información.

El lector comprenderá que mi propósito es dedicar la mayor parte de este libro a la aventura de la primera vuelta al mundo y me perdonará esta preferencia: hasta tal vez, quién sabe, me la agradecerá.

Los preparativos de una expedición destinada a cruzar el océano recorriendo enormes distancias eran inevitablemente complicados y no se podían improvisar de un día para otro; nada digamos de un viaje que iba a atravesar varios océanos (aún no se sabía cuántos), y tenía una misión complicada por la naturaleza de sus objetivos y por los posibles conflictos diplomáticos con la otra potencia colonizadora. Había que elegir, adquirir y carenar los barcos adecuados para una empresa de tal calibre, encontrar y contratar las tripulaciones capaces de soportar la prueba, llevar las vituallas correspondientes a una muy larga travesía, los artículos a intercambiar con los naturales de las islas que se iban a explorar, reunir todo el material de navegación y los instrumentos de orientación y determinación de puntos y rumbos necesarios, desde mapas hasta cuadrantes, rosas de los vientos y correderas (Faleiro proporcionó una buena parte de este material); armas, pólvora, y, en fin, habían de disponer los miles de detalles necesarios para una navegación de altura como hasta entonces no se había intentado. Frente a toda la leyenda —iniciada especialmente por Zweig— sobre las dificultades puestas una y otra vez a Magallanes para entorpecer su proyecto, Ignacio Fernández Vial y Guadalupe Fernández Morente, en un reciente estudio (2001), precisan que en líneas generales existió una franca colaboración, y los únicos retrasos se debieron a la falta de dinero. Por lo que se refiere a la duración de los preparativos, que para el tópico fueron «interminables», Manuel Lucena (2003) observa que entre la firma de las capitulaciones en marzo de 1518 y la salida de la expedición en agosto de 1519 transcurrieron diecisiete meses, un lapso que dada la complejidad de la misión, puede calificarse —dice— como «un tiempo récord».

Cierto que hubo dificultades, derivadas en parte del carácter autoritario de Magallanes, que quería hacerlo todo por su cuenta, y el detallismo de Juan Rodríguez Fonseca, principal responsable de la Casa de Contratación en Sevilla, hombre en extremo puntilloso y celoso de los derechos de la corona: chocaron con frecuencia, como era perfectamente lógico suponer. Las principales dificultades procedieron muy probablemente —y no es paradoja— de los portugueses, que hicieron lo posible por impedir la salida de la expedición; intervinieron el embajador Álvaro da Costa, el factor de Portugal en Sevilla, y otros agentes, encargados de entorpecer la marcha de los preparativos. Quizá fueron los portugueses los que fomentaron la enemistad entre Magallanes y Faleiro —al que acusaban con razón o sin ella de loco—, hasta el punto de que los personajes acabaron rompiendo entre sí y poniendo en peligro la expedición misma. Que hubo desconfianza de muchos que consideraban la empresa de Magallanes disparatada e irrealizable (en realidad casi lo era) es evidente; como pudo plantear problemas el hecho de que la misión estuviese encomendada a un portugués que pretendía reclutar pilotos y marinos portugueses para una empresa dirigida y financiada por España. Es explicable: los representantes de Portugal hicieron todo lo posible para impedir la misión de Magallanes, porque le consideraban un traidor que se ponía al servicio de los españoles; en tanto los españoles se oponían al propio Magallanes porque se sentía portugués y trataba de llenar sus barcos de portugueses.

Un incidente grave se produjo el 28 de octubre de 1518, cuando Magallanes hizo arbolar en la nao capitana su pendón de armas. Muchos de los que presenciaron la escena creyeron ver en aquella bandera las «quinas», los cinco escudos en forma de cruz que eran y siguen siendo el motivo emblemático de Portugal, presente todavía hoy en su bandera nacional. La protesta degeneró en desórdenes y violencias, de que resultaron heridos. Las autoridades acabaron dando la razón a Magallanes, pero desde entonces se generalizó una rivalidad, sorda o declarada, entre españoles y portugueses, que no solo enturbió la organización de la flota, sino que habría de manifestarse varias veces durante la propia travesía. Es preciso adelantar, y lo examinaremos siempre que convenga, que no todo se redujo a una tensión entre los súbditos de ambas coronas, sino entre magallanistas y antimagallanistas. La fácil irascibilidad del jefe de la expedición, su desconfianza ante la menor posibilidad de que le traicionasen, o su prurito de nombrar para los puestos más responsables a personas adictas a él con independencia de su capacidad o su prestigio, le ganaron abundantes enemigos. Tal vez se puede dar algo de razón a José de Arteche cuando piensa que «el mayor enemigo de Magallanes fue Magallanes mismo». Por su parte, Magallanes también supo ganarse buenos amigos, como Diego Barbosa, nacido portugués, pero afincado y muy bien situado en España, con cuya hija acabó casándose, y que le dio prestigio y dinero; Juan de Aranda o Cristóbal de Haro, un rico negociante, que fue tal vez su principal colaborador financiero. Sea lo que fuere, parece que los incidentes no retrasaron de una manera sensible la organización de la armada.

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