Читать книгу Persona, pastor y mártir - José María Baena Acebal - Страница 11

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CAPÍTULO 1

Ser humano

Aunque parezca una obviedad, hemos de decir en primer lugar, que el pastor5 es un ser humano, como el resto de sus semejantes. Dice el autor de la carta a los Hebreos que quienes sirven a Dios —se refiere específicamente al sumo sacerdote de los hebreos, pero vale para todos los demás siervos de Dios— “es escogido de entre los hombres” y “él también está rodeado de debilidad” (He 5:1-2). Tal cosa, aunque pueda parecer un problema, es en realidad una gran ventaja, porque por esa misma razón, añade el texto, “él puede mostrarse paciente con los ignorantes y extraviados”. ¡Gracias, Señor, por darnos pastores imperfectos! ¡Qué sería de nosotros si no lo fueran! ¿Quién se compadecería de nosotros por nuestros fallos y errores? Solo quien es consciente de sus propias limitaciones y fallos puede sentir empatía e identificarse con quien tropieza y yerra. Solo quien ha tropezado antes, puede aconsejar a otros para que no lo hagan, o para reparar las consecuencias del tropiezo.6

El apóstol Pablo, en su constante defensa ante los corintios, escribe estas palabras impregnadas de cierto malestar: “¿Quién enferma y yo no enfermo? ¿A quién se le hace tropezar y yo no me indigno? Si es necesario gloriarse, me gloriaré en lo que es de mi debilidad” (2 Co 11:29-30). Habla de experiencias y emociones típicas de cualquier ser humano. Pablo, a quien hoy consideramos un héroe de la fe, y ciertamente lo fue, se consideraba una persona muy normal, sujeta a padecimiento como todo el mundo. Unas frases más adelante, en esa misma carta, habla de su misterioso «aguijón en la carne», que nadie ha sabido aclarar —y dudo que podamos hacerlo nunca. Pero lo que está claro es que para él suponía un handicap importante del que pedía ser liberado. La respuesta divina es un axioma de la fe: “Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Co 12:9). La respuesta de Pablo es clara: “Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en insultos, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte. (2 Co 12:10).

Hay que precaverse de los perfectos, porque tal perfección es falsa. Solo Dios es perfecto y, aunque nuestra meta es “ser perfectos, como él es perfecto”, tal estado solo lo alcanzaremos cuando seamos transformados en su reino. Esa perfección que muchos proclaman de sí mismos no es sino pedantería, orgullo, y es dañina, destructiva, cruel.

Insistiendo en la imperfección propia de cada ser humano, Pablo sigue diciendo: “Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios y no de nosotros, (2 Co 4:7). Una imagen muy expresiva: vasos de barro, materia humilde usada por los humildes; no vasijas de oro o plata, propias de los ricos y poderosos de este mundo. Vasijas aparentemente sin honra, quebradizas y frágiles, pero útiles por haber sido santificadas —limpiadas y consagradas para ser usadas por Dios— por eso le recuerda a Timoteo, “Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será instrumento para honra, santificado, útil al Señor y dispuesto para toda buena obra. (2 Ti 2:21).

Ciertamente el pastor es un instrumento en las manos de Dios, como cualquier otro ministerio, como cualquier otro creyente; pero no hemos de olvidar que ha sido llamado por Dios con un propósito específico. Pablo confiesa: “Esta confianza la tenemos mediante Cristo para con Dios. No que estemos capacitados para hacer algo por nosotros mismos; al contrario, nuestra capacidad proviene de Dios, el cual asimismo nos capacitó para ser ministros de un nuevo pacto (2 Co 3:4-6). Ejercer el ministerio pastoral es un privilegio, pero un privilegio no exento de exigencias, de dificultades, de problemas; como las monedas, tiene su cara y su cruz. Nada podríamos hacer, si no fuera por la ayuda divina, garantizada siempre para quienes él llama. Pablo reconoce su incapacidad demostrada, pero a la misma vez da el crédito a Dios por cuanto ha hecho en él y por él: “No soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo” (1 Co 15:9-10).

Siguiendo con los argumentos de Pablo, merece la pena profundizar en todo cuanto él dice respecto al ministerio: “Por lo cual, teniendo nosotros este ministerio según la misericordia que hemos recibido, no desmayamos. Antes bien renunciamos a lo oculto y vergonzoso, no andando con astucia, ni adulterando la palabra de Dios. Por el contrario, manifestando la verdad, nos recomendamos, delante de Dios, a toda conciencia humana” (2 Co 4:1-2).

El pastor, siendo un ser humano, tampoco es menos que eso. Como tal, es digno de respeto y consideración por parte de sus semejantes. Para empezar, sea hombre o mujer, es «imagen de Dios» —como todo ser humano, por supuesto, del que dice la Escritura: “«¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre para que lo visites?». Lo has hecho poco menor que los ángeles y lo coronaste de gloria y de honra. Lo hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies” (Sal 8:4-6). Pertenecer al género humano nos confiere una dignidad que nada ni nadie nos puede negar. Todo ser humano es digno de respeto y consideración, sea cual sea su raza, condición, creencia o increencia, etc. El pastor, además, representa a Dios ante su congregación, pues ha recibido de Dios una autoridad delegada de la que en su día también dará cuentas. El pastor no es el felpudo de la congregación en el que todo el mundo se limpia los zapatos, ni el jarrillo de manos útil para todo, ni el cubo en donde verter nuestras basuras y vómitos. Tampoco un ídolo al que rendir culto. Desempeñar un ministerio así es una honra, y “nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios” (He 5:4); por tanto, ha de ser honrado por aquellos a quienes sirve como él ha de honrarlos a ellos y todos a Dios.

¿Qué enseñanza podemos obtener de todo esto?

Pues que quienes nos pastorean son personas frágiles, sensibles, imperfectos, simplemente humanos, que también yerran, sufren y padecen, ni más ni menos que el resto de los mortales. Y garantizo al lector que es mejor tener a un pastor profundamente humano, vaso frágil e imperfecto, aunque lleno del Espíritu Santo, que alguien subido por las nubes, «súper santo», «híper espiritual», aparente —por tanto, ficticio, por no decir falso— y lleno de sí mismo, fatuo e incapaz de comprender y de ayudar a los seres normales, imperfectos, que le rodean.

Sí, no lo olvides: los pastores somos seres humanos, gente normal y corriente. Los súper héroes están en las películas y en los tebeos7. Aunque haya por ahí algunos que se han hecho muy famosos, gracias a la TV y otros medios, la inmensa mayoría de quienes ejercen el ministerio pastoral son gente casi anónima, solo conocidos en sus parroquias; que trabajan duro, incansables, para alimentar a un rebaño no siempre dócil y no siempre capaz de reconocer el trabajo y esfuerzo de sus pastores, intentando a la vez que el reino de Dios crezca y se extienda. En la mayoría de las culturas, salvo las de raíces evangélicas profundas, ser pastor no implica ningún reconocimiento social, sino a veces todo lo contrario. De ellos nos ocuparemos a lo largo de este libro, y a esta multitud casi anónima se lo dedico.


5. A lo largo del libro me referiré, salvo cuando lo requiera la exposición del texto, al pastor en género masculino. Lo hago, no por razones sexistas, sino por economía de lenguaje y por evitar los retorcimientos propios del llamado “lenguaje políticamente correcto”. El término pastor tiene, pues, en este libro un significado absolutamente inclusivo, para varón o hembra indistintamente. El idioma español es amplio y generalmente inclusivo, aunque los políticos hayan sucumbido al esnobismo y la cursilería del “todos y todas, etc.” (es curioso, porque el “todos” es inclusivo, mientras que el “todos y todas” es intrínsecamente discriminatorio).

6. No quiero con esto decir que para aconsejar o ayudar a alguien tengamos que haber vivido exactamente las mismas experiencias, pues sería imposible. Para aconsejar a un adicto, no es necesario haberlo sido, necesariamente; o que para corregir a un bebedor o un adúltero, tengamos que haber sido antes bebedores o adúlteros. Pero sí debemos de conocer nuestras propias debilidades íntimas, para ayudar al prójimo, y mantenernos humildes, tal como nos aconseja el apóstol Pablo refiriéndose a la corrección del error en el prójimo: “Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradlo con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado. Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo” (Gl 6:1–2).

7. Permítaseme usar esta palabra española; antigua, pero muy bonita y expresiva (TBO), que me lleva a mi infancia, en vez de la extendida “cómic”, de origen foráneo, de final incompleto y a la vez agresivo.

Persona, pastor y mártir

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