Читать книгу Persona, pastor y mártir - José María Baena Acebal - Страница 15
ОглавлениеCAPÍTULO 5
Creyente antes que ministro
Son muchas las obviedades que se dicen en este libro, pero no por ser obvias son innecesarias. Muchas son las cosas en la vida que, por obvias, quedan desatendidas. Ni nos damos cuenta de que están ahí. Las vemos todos los días, pero no las apreciamos ni las aprovechamos. Demandar que un ministro del Señor sea creyente puede parecer un atrevimiento que, incluso, puede llegar a ofender a más de uno. Pero es que no podemos pretender ser ministros si no somos creyentes de verdad. Creyente no quiere solo decir convertido, nacido de nuevo, sino también que tenemos la fe suficiente para llevar a efecto y feliz término nuestra labor ministerial que, cómo no, también implica fidelidad. Un pastor tiene que ser una persona de fe, no alguien pusilánime incapaz de afrontar retos espirituales importantes, aquellos a los que nos lleva el Señor.
El apóstol Pablo escribe a los corintios: “Por tanto, que los hombres nos consideren como servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que se requiere de los administradores es que cada uno sea hallado fiel” (1 Co 4:1-2). Si Pablo veía conveniente recordarles a los fieles en Corinto la necesidad de exigir «fidelidad» (πιστός, pistós, de πίστις, fe) a sus administradores (οἰκονόμοις, oikonomois) o dirigentes (ὑπηρέτας, hyperetas), no es gratuito que hablemos aquí sobre este tema.
El escritor de la Epístola a los Hebreos dice: “Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta e imitad su fe” (He 13:7). Resalto aquí dos palabras: su conducta y su fe. Ambas van ligadas, pues la conducta no es sino el resultado de la fe; porque esta se muestra o se hace patente por medio de obras prácticas, no solo por medio de palabras altisonantes, como bien explica Santiago en su carta.
Hoy el ministerio pastoral está compuesto por todo tipo de personas, cada uno siguiendo criterios diversos en cuanto a doctrina y práctica. Los hay que son más racionalistas que creyentes en la palabra de Dios. Ese es uno de los extremos. Pero también en el extremo contrario están los exaltados, que más que creyentes son iluminados, creyendo y proclamando, no lo que dice la palabra de Dios, sino lo que su imaginación o su mente, a veces calenturienta, les da a entender. Unos y otros llevan a aquellos a quienes ministran a un terreno baldío ya de increencia ya de fanatismo, igualmente perjudicial para el testimonio del evangelio. Afortunadamente, la mayoría estamos en medio, en un equilibrio centrado en el que reconocemos los avances de la ciencia, los aportes de la crítica bíblica sana, así como la vigencia de los dones del Espíritu Santo y de la intervención milagrosa de Dios en este mundo; que basamos nuestro ministerio en el llamamiento de Dios, en su revelación bíblica y en la dirección del Espíritu Santo.
Alguno podrá preguntar: «¿si se me considera racionalista, ya por eso no soy creyente?» Bueno, para empezar, la palabra creyente puede significar muchas cosas; pero si nos atenemos al sentido estricto de la palabra, juzgue cada cual por sí mismo: ponga el peso de su razón sobre uno de los platillos de una balanza, y sobre el otro su «fe», es decir, lo que cree de la palabra de Dios, dejando fuera lo que no cree. El resultado será evidente.
Una aclaración: racionalista no es quien usa su razón para explicar las cosas importantes de la vida, sino aquel que da preeminencia a su razón sobre cualquier otra consideración y, bloqueando cualquier otra posibilidad, quien rechaza lo sobrenatural arguyendo que todo tiene una explicación natural, lógica y científica. Por otro lado, ser creyente no significa que uno rechace la razón, pues Dios nos exige creer lo que él ha revelado pero no que apaguemos la luz de nuestro entendimiento para creer cualquier cosa; y lo ha hecho con hechos, con realidades, tal como Pablo escribe a los mismos corintios a quienes hemos aludido antes: “Estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor; y ni mi palabra ni mi predicación fueron con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1 Co 2:3-5). Añado humildemente a lo dicho por Pablo que la fe tampoco se sustenta en supercherías irracionales. Lo cierto es que no todo es explicable por medio de la razón, ni tampoco la inmensidad de Dios puede caber en nuestros esquemas limitados de pensamiento. Por eso Pablo escribe: “De estas cosas hablamos, no con palabras enseñadas por la sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual. Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura; y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Co 2.13-14, énfasis mío).
Fe y razón ni se oponen ni se excluyen, sino que pueden compaginar perfectamente y apoyarse mutuamente. Gracias al lenguaje podemos razonar, pues podemos articular pensamientos, elaborar ideas, sean estas concretas o abstractas, formular hipótesis, desarrollar argumentos y llegar a conclusiones. El lenguaje es el motor del razonamiento y, ¡qué sorpresa! Dios promueve la fe no por infusión, sino por medio del lenguaje, con todos sus recursos: “La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Ro 10:17); y “agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (1 Co 1:21). Oír, palabra, predicación, son todos vocablos que apelan a la razón. Cuando se habla aquí de «locura», es un recurso expresivo que emplea Pablo para describir el efecto que el mensaje cristiano causaba en las mentes de sus oyentes paganos, conformadas por una filosofía, una cultura y una lógica, ancladas en sus propios prejuicios, incapaces, por tanto, de entender lo que se les predicaba. Hacía falta la iluminación del Espíritu Santo, tal como sucede hoy.
Creer no es tragarse cualquier cosa; es aceptar que lo que Dios revela es verdad. Revelar es mucho más que decir, pues implica luz y comprensión. El problema no es entre fe y razón; el problema está en el corazón humano, en la actitud soberbia que se niega a plegarse a lo que razonadamente Dios le muestra y le pide. Como nos dice el evangelio de Juan: “Esta es la condenación: la luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas, pues todo aquel que hace lo malo detesta la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean puestas al descubierto” (Jn 3:19-20). Sin iluminación no puede haber fe; pero negar la luz, lo hecho evidente de alguna manera, es una decisión personal que se basa en otras realidades, aunque se escude en la razón como coartada.
Un pastor ha de ser un creyente poderoso, bien fundamentado en la palabra de Dios como sólido fundamento y fiel a esta palabra, a la sana doctrina, a su propio llamamiento y a la responsabilidad que Dios ha puesto sobre él o sobre ella. Las dos cartas de Pablo a Timoteo y la escrita a Tito, conocidas como Cartas Pastorales, nos proporcionan una buena cantidad de consejos al respecto. Al explicar a Timoteo las razones por las que lo dejó en Éfeso cuando tuvo que partir para Macedonia, según dice su primera carta, escribe: “El propósito de este mandamiento es el amor nacido de corazón limpio, de buena conciencia y fe no fingida. Algunos, desviándose de esto, se perdieron en vana palabrería. Pretenden ser doctores de la Ley, cuando no entienden ni lo que hablan ni lo que afirman” (1 Ti 1:5-7).
¿Se puede fingir la fe? Parece que sí. Fingir es disimular, falsificar, por tanto, implica una cierta alevosía, y se hace para engañar o manipular. También hay quien cree tener fe, cuando lo que le mueve no es sino presunción u obstinación. La fe, como el oro, solo procede de sus propios veneros. En el caso de la fe para salvación, es la respuesta del corazón humano a la palabra de Dios que le anuncia el amor de Dios, mostrándole la propia necesidad de salvación y la única solución posible: Jesucristo. Pero después de habernos reconciliado con Dios, tras nacer a una vida nueva por el poder del Espíritu, la fe que necesitamos para crecer y para vivir la nueva vida en Cristo y el ministerio a que somos llamados es un fruto del Espíritu. La savia que alimenta nuestra planta para dar ese fruto es la palabra de Dios, vivida en una comunión cercana con Cristo.
Insiste Pablo sobre la fe: “Este mandamiento, hijo Timoteo, te encargo, para que, conforme a las profecías que se hicieron antes en cuanto a ti, milites por ellas la buena milicia, manteniendo la fe y buena conciencia. Por desecharla, algunos naufragaron en cuanto a la fe” (1 Ti 1:18-19). Aquí la fe reviste un significado amplio referido al evangelio. Decir que los pastores hemos de ser creyentes antes que pastores quiere decir que hemos de ser íntegros en todo: en cuanto a nuestra vida espiritual y nuestra relación con Dios, la doctrina sana y correcta, nuestra lealtad a la obra y a los creyentes que Dios ha puesto bajo nuestro cuidado, etc. Es algo que hay que mantener a lo largo de nuestra vida como cristianos y como siervos de Dios. Pablo da testimonio de que no todos supieron hacerlo, y menciona sus nombres.
Es un hecho que hay pastores que sucumben a las presiones o a las tentaciones del mundo alrededor. Algunos de ellos abandonan el ministerio desalentados, frustrados, amargados. Las circunstancias y las causas pueden ser muchas y variadas, pero está claro que algo falló. Faltó la fe, que se desgastó o se debilitó; o quizá, como apunta Pablo, sus conciencias se fueron contaminando a base de permitir pequeñas debilidades que, al final, acabaron por hacer enfermar sus conciencias hasta no poder soportar más, haciendo naufragio en sus vidas y ministerios. Es como ser vencidos por puntos en un combate, por acumulación de golpes. Otros sucumbieron a la tentación más burda, cayendo por K.O. en un pecado que descalifica para el ministerio. No son pocos los casos que he conocido a lo largo del tiempo que he ejercido como ministro del evangelio y todos podemos caer, pues no somos mejores.
Por eso hemos de precavernos contra nosotros mismos, velando por nuestras almas, alejándonos de mal y de toda apariencia de pecado como el que se aleja de un peligroso precipicio, y acercándonos al Señor en humillación y sometimiento. Nada nos pone más en peligro que nuestra propia soberbia, y nada nos acerca más a Dios que nuestra propia humillación. “Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos”, exclama David, (Sl 119:71), alguien que supo lo que era caer en lo más profundo y vergonzoso después de haberse ensoberbecido y dar rienda suelta a sus inclinaciones pecaminosas, pensando que todo estaba permitido a un rey, que como tal estaba por encima del bien y del mal. Este mismo David escribe: “¿Quién puede discernir sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos. Preserva también a tu siervo de las soberbias, que no se enseñoreen de mí. Entonces seré íntegro y estaré libre de gran rebelión” (Sal 19:12-13). Parece claro que es la soberbia la que lleva a los hombres a la «gran rebelión» contra Dios. Es una buena lección para nosotros, pastores y pastoras, para evitarnos males mayores que nos avergüencen un día que desacrediten el evangelio frente a los que no creen y hundan a los que creen.
¿Ves ahora que no es gratuito proclamar que antes que pastores hemos de ser creyentes fieles e íntegros? Con Pablo decimos: “Por lo cual, teniendo nosotros este ministerio según la misericordia que hemos recibido, no desmayamos. Antes bien renunciamos a lo oculto y vergonzoso, no andando con astucia, ni adulterando la palabra de Dios. Por el contrario, manifestando la verdad, nos recomendamos, delante de Dios, a toda conciencia humana” (2 Co 4:1-2).