Читать книгу Persona, pastor y mártir - José María Baena Acebal - Страница 14
ОглавлениеCAPÍTULO 4
¿Tienen amigos los pastores?
Todo el mundo, en mayor o menor medida, tiene amigos, ¿no? Pero la pregunta no es gratuita. Creo que la amistad, que es una especie de amor, uno de sus niveles, es algo precioso y necesario para el equilibrio personal y familiar.
Hablar de amigos y de la mistad en relación con el ministerio pastoral es un tema de múltiples facetas y ramificaciones. La labor pastoral es una labor que se lleva a efecto entre y con personas, es decir, es una labor relacional muy importante que implica intercambio, sensibilidad, emoción, además de las cualidades y capacidades espirituales pertinentes propias.
La Biblia habla de amistad. El primer caso de amistad es el de Adán y Eva con Dios, según se desprende del relato de los primeros capítulos del Génesis en los que vemos una relación natural y fluida. Dios habla con Adán, lo acompaña a la hora de poner nombre a los animales, le proporciona compañera, les da a ambos tarea, ocupación y un fin en la vida, se pasea por el huerto y los busca. Pero esa amistad se truncó con la desobediencia de la pareja humana pasando así a su descendencia, la humanidad entera. Esa amistad ha sido restablecida por medio de la obra de Cristo en la cruz, como escribe el apóstol Pablo:
Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación: Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación. Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios. (2 Co 5:18-20).
La reconciliación es el hecho de recuperar una relación previa echada a perder; le volver a ser amigos, tal como antes de que la relación se rompiera; en nuestro caso, por causa del pecado.
A Abraham se le llama «amigo de Dios» (St 2:23), y el Libro de Proverbios está lleno de referencias a la amistad. Un ejemplo paradigmático de amistad, pero nada positivo, es el de los «amigos» de Job, quienes al principio acordaron “venir juntos a condolerse con él y a consolarlo” (Jb 2:11), propósito absolutamente loable solo que, tras siete días de silencio, sus lenguas se volvieron lanzas contra él. Quizá, en sus reflexiones durante aquellos siete días de silencio y condolencia, resurgieron viejas envidias o rencores, o simplemente no encontraron otra respuesta a los males de Job que justificarlos juzgándole y condenándole sin consideración. Job les responderá con amargura y llegará a decirles, “Vosotros, ciertamente, sois fraguadores de mentira; todos vosotros sois médicos inútiles”. (Jb 13:4). Con todo, al final del proceso, la amistad se restablece, después de que el mismo Dios los reprenda diciéndoles “no habéis hablado de mí lo recto” (Jb 42:7) y les reclame una expiación adecuada y que Job ore por ellos.
Igual de paradigmática es la amistad entre David y Jonatán, el hijo de Saúl, en la que muchos han querido ver una relación homosexual inexistente. Tal conjetura se basa en el lamento de David a la muerte de su amigo: “Angustia tengo por ti, Jonatán, hermano mío, cuán dulce fuiste conmigo. Más maravilloso me fue tu amor que el amor de las mujeres. (2 Sm 1:26). Los detalles que da el Primer Libro de Samuel nos dicen que el alma de Jonatán quedó «ligada» a la de David, que lo amaba «como a sí mismo», «en gran manera», como dos camaradas de armas, pero no hay nada que dé motivo a considerar ese amor como un amor ilícito. Entre los pecados que se le adjudican a David no está el de las prácticas homosexuales, más bien era, según se considera hoy, un «heterosexual» compulsivo. Considerar la amistad de su amigo del alma Jonatán más maravillosa «que el amor de las mujeres» simplemente quiere decir que lo valoraba en alta estima. No se puede olvidar que el texto es poético, parte de una endecha por la muerte de su amigo. Nada hay en las Escrituras que justifique que esa relación de profunda amistad tuviera el más mínimo carácter homosexual. Pretender verlo así es torcer el sentido de la Escritura, lo que se hace interesadamente para justificar un posicionamiento favorable a las prácticas homosexuales.
El mismo Jesús tenía amigos y amigas, entre los que se encuentran Lázaro y sus hermanas, Marta y María. También ahí las mentes malintencionadas y entenebrecidas quieren ver amores extraños, relaciones fuera del contexto en el que nos las encuadran las Escrituras. Toda amistad puede ser malinterpretada, porque siempre se pueden sobrepasar límites que transformarían la amistad en otra cosa. En el noviazgo, un chico y una chica, un hombre y una mujer, pasan de ser meros amigos a algo más, para después comprometerse y al fin casarse. En este caso esa superación de límites se hace de forma legítima y forma parte de la normalidad en las relaciones entre hombre y mujer. En nuestro medio moderno en el que vivimos, esos límites están bastante más desdibujados, pero no por eso dejan de existir del todo.
Digo todo lo anterior para dejar sentado que la amistad forma parte de la normalidad entre hombres y mujeres, según la Biblia y según la realidad humana. Cada cultura y los principios morales y éticos de cada cual fijan las normas por las que han de transcurrir estas relaciones de amistad. Hay amistades que provienen de relaciones intensas vividas en situaciones críticas, difíciles o simplemente normales pero intensas, como guerras, el servicio militar, estudios, viajes o aventuras, trabajo, etc.
Las amistades empiezan a fraguarse en la infancia, a partir de cierta edad. Los años compartidos en la escuela, el instituto o la universidad nos hacen relacionarnos con nuestros semejantes, con quienes vamos tejiendo experiencias, afinidades o rechazos, vínculos o desafecciones. Lo mismo ocurre con nuestros vecinos, los compañeros de trabajo o con los otros creyentes de la iglesia. Nuestra labor pastoral nos lleva a participar en otros colectivos más amplios, como los colegas de nuestra denominación o de otras denominaciones. Yo he hecho amistades en todos estos ámbitos, desde la escuela hasta los órganos más altos de nuestras instituciones evangélicas de los que he formado parte, pasando por los distintos empleos o trabajos que tenido que desempeñar. Tengo amigos en mi ciudad, en distintas ciudades y regiones españolas, y fuera de mi país. Para mí la amistad es importante y valiosa. Debo mucho a mis amigos de verdad. No puedo olvidar que mi conversión se fraguó a través de un amigo en Francia, cuya familia me acogió con amor. Amigos de esa familia se convirtieron en mis amigos, y ellos me llevaron al Señor e hicieron que mi vida cambiara radicalmente. Lo que soy hoy se lo debo al Señor, pero también a ellos. Son muchos los que podría mencionar aquí.
Se da por sentado, pues, que los pastores también tenemos amigos, como la mayoría de las personas. La amistad es un valor permanente, que no está en cuestión, salvo que no sea tal. Pero… ¿qué clase de amigos son los recomendables para una familia pastoral? ¿Puede el pastor tener amigos que no compartan su fe? ¿Puede y debe el pastor ser amigo de los miembros de su iglesia? ¿Qué nivel de amistad puede compartir un pastor o una pastora con personas de otro sexo? ¿Qué límites ha de observar la buena amistad para que sea sana y duradera?
Los expertos en evangelización nos llaman la atención sobre el efecto negativo que para tal actividad tiene el abandono de las amistades previas cuando alguien se convierte. Nos dicen que es al principio de la experiencia de conversión cuando un creyente consigue sus mejores éxitos en la evangelización de otras personas y que normalmente, pasado cierto tiempo, los creyentes se vuelven estériles en cuanto a ganar almas, salvo que tengan un llamamiento especial hacia el evangelismo. La razón es muy sencilla: han roto con todo su mundo anterior a su conversión, abandonando sus amistades de antes, y se han centrado en el mundo de la iglesia que ya está ganado para Cristo (se supone). Con la excusa de que «ya no somos del mundo», nos hemos autoexcluido de nuestro medio perdiendo toda capacidad de influir sobre él. El otro extremo es que, al no diferenciarnos en nada, es decir, al no vivir una transformación real, un nuevo nacimiento verdadero, nuestra influencia es igualmente nula. Solo la sal sana, solo la luz disipa las tinieblas. Jesús oró al Padre acerca de sus discípulos: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en tu verdad: tu palabra es verdad” (Jn 17:15-17).
Pablo explica a los corintios lo que significaba apartarse de determinadas personas que eran perjudiciales para su fe, y no se refería a todo el mundo alrededor, pues “en tal caso os sería necesario salir del mundo” (1 Co 5:10), dice. Lo que todo creyente debe de hacer respecto de sus amistades no cristianas es no participar en pecados ajenos, ni en su filosofía, confiando en el poder de Dios para ser «guardados del mal» y ser «santificados», que es lo mismo. Pero mientras sea posible, hay que intentar conservar las amistades porque, como también lo es nuestra familia más amplia, son nuestro campo de testimonio y evangelización, salvo que esas amistades sean malsanas y tóxicas. Nuestro testimonio personal y familiar es muy poderoso para esos amigos nuestros que nos conocen y nos ven en nuestro vivir diario. Nosotros mismos somos un mensaje vivo para ellos, y no debemos privarles de ese mensaje mientras ellos consientan en mantener la comunicación abierta y el respeto debido. La sabiduría y la prudencia han de guardar nuestra manera de proceder con nuestros amigos no cristianos.
En cuanto a los miembros de la iglesia, los pastores hemos de ser muy prudentes. La relación entre pastores y fieles es una relación muy especial, en la que debe prevalecer el amor, la confianza, el respeto, como en cualquier relación de amistad, pero me atrevería a decir que es diferente. Por una parte, los pastores lo somos de toda la congregación por igual. Seguramente tenemos nuestras afinidades y distintos niveles de trato con los diferentes miembros o las distintas familias que conforman la congregación; por ejemplo, con los líderes, o con otros ministros. Ser muy íntimos con unos y no tanto con otros puede estimarse como una preferencia de los pastores hacia alguna de las familias de la iglesia, lo cual puede ser legítimo, pero que conlleva riesgos y puede dar lugar a equívocos. De nuevo aquí hacen falta sabiduría y prudencia.
Los pastores no somos «colegas» de los miembros de la iglesia, ni por afinidad generacional, ni por ninguna otra. Un ejemplo de «colegas» —nada positivo ni edificante, por cierto— lo tenemos en la Biblia, cuando Roboam hereda el trono de Israel a la muerte de su padre Salomón. Tras escuchar la voz de los ancianos, los sabios del reino, dice la Escritura: “Pero él desechó el consejo que los ancianos le habían dado, y pidió consejo de los jóvenes que se habían criado con él y estaban a su servicio”. (1 Re 12:8). Tras seguir el insensato consejo de sus amigos, el reino se dividió en forma irreparable. Las amistades de ese tipo en la propia congregación pueden llegar a ser «peligrosas» si pretenden influir en la dirección pastoral o conseguir un trato de favor. El equilibrio es difícil porque, en ocasiones, cuando se pretende ser justos, la estabilidad se rompe. En mis años de pastor he comprobado que siempre hay alguna persona o grupo de personas que intenta presionar a los pastores en su beneficio o en perjuicio de otros. A veces los grupos de presión son diversos y enfrentados. La «política» relacional en la iglesia es compleja, por eso el propio Pablo tiene que dar continuos consejos al respecto, como se ve reflejado en sus cartas, para evitar las desavenencias entre los creyentes y, en el caso que las haya, ser capaces de resolverlas cristianamente. Pero como pastores no podemos formar parte de ningún bando ni partido. Algunas de estas personas, tras comprobar que no logran manipular al pastor asumen la posición contraria; pasan de la adulación al menosprecio y la oposición solapada o abierta. El exceso de confianza siempre se paga.
¿Y qué hay de la amistad entre pastores? ¿Es esta posible, deseable, real?
En su larga conversación durante su última cena con sus discípulos más íntimos, Jesús los llama «amigos», en griego φίλοι (filoi). La forma verbal de esta palabra griega es φιλέω (fileo), que es amar, pero referido al amor por afinidad, amistad o parentesco, diferente a ἔραμαι (eramai) o ἀγαπάω (agapao), que designan respectivamente el amor erótico o el amor desinteresado que proviene del Espíritu de Dios, como fruto natural suyo. Está hablando de una relación íntima especial, en contraste con la de siervos. ¿Cuál es la diferencia? El siervo obedece incondicionalmente, sin necesidad de tener que estar al tanto de las razones o motivos de lo que se le pide o se le manda. Si no lo hace, ha de atenerse a las consecuencias. El amigo lo es porque forma parte del círculo restringido de personas que conocen esas razones y motivos, es decir, de los secretos del amigo, y no los traiciona. En consecuencia, actúa por amistad —que es, por tanto, una de las clases de amor— no movido por el peso de una relación impuesta e ineludible, salvo rebelión y castigo.
Los pastores somos colegas los unos de los otros, como lo son quienes comparten una actividad o profesión; podemos ser, además, compañeros, porque trabajamos juntos; pero, ¿somos o podemos ser amigos? Como se suele decir, los familiares nos son impuestos por lazos de sangre; los compañeros lo son por lazos laborales, de estudio o ministeriales; pero los amigos, cada cual elige a los suyos por razones puramente subjetivas. Hay cosas que unen y otras que separan; circunstancias, afinidades, simpatías y antipatías, etc.
Confieso que tengo amigos entre mis colegas pastores o ministros; unos muy buenos amigos y otros menos, y también conocidos. Amigos que se nota que lo son cuando estás en aprietos y también cuando estás arriba. Amigos que te tienden la mano cuando la necesitas, cuando te equivocas, cuando triunfas, sin adulaciones ni reproches, amigos por todo y a pesar de todo, que saben decirte las verdades en el amor de Dios y en la caridad fraterna, aunque no te gusten, pero que te ayudan, te edifican y no te hunden o te abandonan cuando te hacen falta. Confieso también que no son tantos como me gustaría. Pero los amigos son un tesoro que no tiene precio, y los pastores necesitamos tener amigos. “En todo tiempo ama el amigo y es como un hermano en tiempo de angustia” (Pr 17:17).
En el mundo eclesiástico en el que nos movemos quienes servimos a Dios, seamos pastores o no, nos hace falta estar bien relacionados con el resto de nuestros colegas y compañeros. Como mínimo, somos «hermanos», compartimos la misma fe, al mismo Cristo, somos llamados a mantener la comunión en el cuerpo de Cristo, aunque haya quienes pensando ser los únicos «santos«, «ortodoxos» o «fieles», se niegan a relacionarse con otros creyentes a los que menosprecian y puede que hasta critiquen combatan o hasta difamen, negando la unidad de la fe y los mandamientos más básicos del evangelio, bajo la coartada de la pureza doctrinal, moral o ética —aspectos todos sobre lo que hay mucho que hablar y que decir. No cabe duda de que hay casos con los que no podemos comulgar y de los que habremos de alejarnos, pero eso no puede ser excusa para que nuestro orgullo espiritual —que es pecado— nos separe de otros creyentes por diferencias de criterio sobre aspectos diversos, que desgraciadamente no faltan en nuestros medios y mucho menos que los difamemos para desacreditarlos públicamente, como algunos hacen.
La relación crea las afinidades —y también faltas de afinidad— y fomenta el compañerismo y la amistad. Como pastor, líder de un equipo ministerial, estoy en relación con un buen número de compañeros con los que mantengo un determinado nivel de amistad, buena y necesaria. Como ministro de una denominación, mantengo igualmente una relación con muchos pastores, misioneros y ministros de mi denominación. En algunos casos, el nivel de amistad es mayor que en otros. Pero esta amistad me enriquece, así como espero servir yo mismo de enriquecimiento para otros. Como presidente que fui de una entidad de carácter general y nacional de carácter interdenominacional, he desarrollado una relación de amistad con los componentes de su junta de dirección, igualmente diversa en profundidad y alcance, pero igualmente enriquecedora. Y en los diferentes órganos en los que participo tengo amigos. Con algunos de ellos sostengo intensos debates sobre asuntos diversos, pero la amistad nos une y nos hace compartir cosas en un nivel de intimidad profundo y sincero, con aprecio y respeto mutuos. Unos a otros nos enriquecemos mutuamente, aprendiendo unos de otros a ser mejores personas y mejores cristianos, a la vez que disfrutamos de momentos preciosos de buen humor en buena compañía, compartiendo las cosas sencillas de la vida.
Resumiendo, creo que los pastores hemos de rodearnos de amigos dentro de nuestro medio en el que ministramos, en sus distintos ámbitos: local, denominacional, nacional —abarcando las diferentes denominaciones, no solo la nuestra— y en la medida de lo posible, si llegamos ahí, también fuera de nuestras fronteras. Pero hemos de saber cuál es la relación real que nos une y respetar sus límites. La amistad es un tesoro que crece o decrece según lo hagamos prosperar o menguar. “El hombre que tiene amigos debe ser amistoso, y amigos hay más unidos que un hermano” (Pr 18:24). Este proverbio bíblico dice mucho sobre la amistad. La versión RV1909 traduce lo de «ser amistoso» por «ha de mostrarse amigo». Otras versiones en español y en otras lenguas hablan de amistades que no duran. El sentido es que la amistad ha de ser verdadera, real, puesta de manifiesto en acciones consecuentes, no solo palabras, pues “toda labor da su fruto; mas las vanas palabras empobrecen” (Pr 14:23). La verdadera amistad aporta hechos (labor), no solo pronunciamientos (vanas palabras).