Читать книгу Persona, pastor y mártir - José María Baena Acebal - Страница 13
ОглавлениеCAPÍTULO 3
Esposo, padre… hijo, hermano
Así pues, el pastor es una persona; hombre o mujer. Pero sus condicionamientos no quedan ahí, pues no es un ser humano aislado en medio del universo o de la comunidad cristiana: como nacido tiene o ha tenido padre y madre, es posible que hermanos o hermanas y, como dijimos en el capítulo anterior, por lo normal tiene esposa si es varón, o esposo si es mujer.
¿Qué quiere decir esta otra obviedad?
Algo muy sencillo, pero en lo que desgraciadamente no siempre reparamos en la práctica: que además de las funciones propias de su ministerio, el pastor tiene otras funciones naturales a las que también ha de atender; que no es un ser aislado en medio de la sociedad o, incluso, de la iglesia. Digo esto por un doble motivo: por un lado, porque en ocasiones el mismo pastor olvida esas responsabilidades en perjuicio de sus familiares más directos y, por tanto, de su propio ministerio. Por otro lado, es la propia iglesia —es decir, quienes la componen, personas igualmente, hombres y mujeres como él o como ella, que también tienen familia a la que atender— la que lo olvida, exigiendo de sus pastores una dedicación que supera lo correcto y olvida sus otras responsabilidades como miembro de una familia cristiana.
Los pastores tenemos familia, somos familia, porque además la familia forma parte del plan de Dios desde el comienzo de los tiempos. El texto de referencia más antiguo es: “Por tanto dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne” (Gn 2:24). El hombre, cuando se une en matrimonio a su mujer, constituye con ella una nueva unidad, «una sola carne», que, en la manera de entender las cosas del mundo hebreo, no se refiere solo a lo físico, pues aquí, como en otros textos, cuando se habla de «carne» se está refiriendo a todo el ser humano. El hombre y la mujer, unidos en matrimonio, son uno, no dos: una mitad y otra mitad (Eva es el desdoblamiento de Adán, uno de sus costados, no solo una costilla, que es una traducción imperfecta: «hueso de mis huesos y carne de mi carne», diría Adán; es decir, parte de sí mismo). Ambos han debido abandonar a sus respectivos padres, para poder ser plenamente lo que ahora les toca ser: esposo y esposa y, en consecuencia, posibles padre y madre a su vez. Pero ese abandono de sus padres no es un abandono total y definitivo, pues como hijos, aunque ahora sean una entidad independiente, les toca la responsabilidad de atenderlos en su vejez. Se trata de constituir una entidad familiar a parte e independiente, pero no excluyente.
Dice la Escritura: “Si alguna viuda tiene hijos o nietos, aprendan estos primero a ser piadosos para con su propia familia y a recompensar a sus padres, porque esto es lo bueno y agradable delante de Dios (…) Manda también esto, para que sean irreprochables, porque si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe y es peor que un incrédulo”. (1 Ti 5:4,7-8).
Conocí en una capital europea a un pastor de cierta edad, mayor que yo, por cierto, que cuidaba con esmero a su padre anciano. No eran pocas las responsabilidades, ni las atenciones que debía prodigarle. Para mí fue un ejemplo de devoción. Todo un testimonio. Y todo el mundo sabe lo que significa cuidar a una persona anciana, dependiente en su totalidad del cuidado y del amor de sus familiares más próximos. Una responsabilidad así significa tiempo, energías, gastos, y una atención permanente hacia la persona anciana. Afortunadamente, en el caso mencionado aquí, la congregación era plenamente consciente de la situación de su pastor y no había problema ni reproche alguno, pero no siempre es así. Hay situaciones en las que las congregaciones se manifiestan muy exigentes y egoístas, llegando a la desconsideración hacia sus pastores. Así es en general la naturaleza humana, y las iglesias están compuestas por seres humanos, tan humanos como los pastores y sus familias. ¿Has vivido alguna vez ciertas reuniones de los consejos de iglesia, o asambleas generales, en los que prevalecen criterios que jamás deberían primar en el tratamiento de los «asuntos» del Reino? Las cosas no deberían de ser así, pero desgraciadamente, con cierta frecuencia lo son. A veces la mezquindad llega a niveles impensables. Todo depende del nivel de espiritualidad de las congregaciones o, mejor dicho, de los creyentes. Es evidente que donde prevalece la espiritualidad, donde gobierna el Espíritu y el amor de Dios es fruto natural y abundante, las situaciones negativas y desagradables se producirán en bastante menor medida que cuando imperan la carnalidad y los intereses personales. El apóstol Pablo resalta en su carta a los filipenses el interés de Timoteo por los hermanos, pero lo hace en contraste con lo que parecía ser bastante normal, “pues todos —escribe— buscan sus propios intereses y no los de Cristo Jesús. (Flp 2:21).
Además de los padres, los pastores pueden tener hermanos, otro foco de atención y de dedicación en la medida que corresponda, aunque normalmente menos comprometida. Simplemente lo menciono aquí en el sentido de que también esa relación puede existir y demandar cierto nivel de dedicación. En ocasiones, son inconversos, pero no por eso dejan de ser hermanos por los que hemos de preocuparnos, especialmente para que conozcan al Señor a través de nuestro testimonio.
Pero el punto de conflicto más importante para los pastores en cuanto a sus relaciones familiares y la iglesia suele darse mayormente en lo que tiene que ver con su esposa y con los hijos.
Hasta hace no mucho tiempo, la mayor parte de los pastores eran varones. Por eso me refiero aquí a la esposa del pastor como posible foco del problema: hablo de los ataques dirigidos contra ella por parte de creyentes inmaduros y caprichosos, a fin de desestabilizar el ministerio pastoral o como medio de socavar la autoridad pastoral. Siempre ha sido más fácil atacarla a ella, por diversas razones.
Conociendo muchas parejas pastorales, puedo decir que el equilibrio ministerial puede ser muy diverso: en algunos casos el mayor peso aparente del ministerio recae sobre él, ocupando ella una posición discreta, donde no se la nota mucho, lo cual no quiere decir que no ejerza una influencia decisiva sobre su marido e incluso sobre la iglesia. En este caso, puede suceder que se la ignore, o que se la ataque, precisamente por su discreción, reclamándosele que sea de otra manera, más «activa», más «líder», más de todo. Nadie conoce su labor equilibrante, ni sus oraciones o consejos, ni su trabajo anónimo y desinteresado pero eficaz en muchas áreas de ministerio. En otros casos, puede que la esposa y el esposo vayan bastante a la par en cuanto a su trabajo, visibilidad y efectividad ministerial. Tanto él como ella están al mismo nivel y la iglesia así lo percibe y lo reconoce. En este caso no faltarán quienes opinen que ella toma demasiado protagonismo en el ministerio, o que él le deja demasiado espacio y que se deja gobernar, o cualquier otra apreciación descalificadora. Por último, en el otro extremo, hay parejas ministeriales en las que ella tiene más ministerio pastoral que él. No se crea el lector que esto no puede ser, o que tal cosa es una anomalía bíblica. Es un hecho en muchas parejas pastorales; sucede, y no parece que Dios lo desapruebe, pues si bendice su labor será por algo. En estos casos, quizá el más atacado pueda ser él, o ambos a una vez. Me refiero a situaciones naturales, en las que no hay abuso ni desorden, sino que de manera natural y sin conflicto así sucede. No me refiero en absoluto a esos otros casos, que también existen, en los que la mujer «domina» sobre el marido ahogando su personalidad y, con una falta de respeto absoluta, lo somete para que se haga lo que ella dice, menoscabando y suplantando así su autoridad. Una situación así no es en absoluto deseable y debe ser corregida, por supuesto.
Recordemos, pues, que el pastorado es cosa de dos, porque esos dos son uno. De ahí la importancia que tiene la elección del cónyuge para aquellos y aquellas que son llamados al ministerio, porque decidirse por la persona equivocada puede arruinar el ministerio, e incluso la vida cristiana, mientras que hacer la elección correcta en la voluntad de Dios significará el éxito y la bendición, no en vano la voluntad de Dios es «lo bueno, lo agradable y lo perfecto». Los jóvenes que se sienten llamados al ministerio deben ser conscientes de esto, y buscar a Dios y el consejo de sus mayores (padres, pastores, etc.) antes de dejarse llevar por las apariencias y la emoción, y tomar decisiones de las que se lamentarán toda o buena parte de sus vidas. Si hoy el divorcio afecta a tantos creyentes, cuando no debería ser así, es en muchas ocasiones debido a la ligereza y poca espiritualidad con que tantas veces los jóvenes abordan el asunto de su futuro matrimonial.
Por último, es bastante normal que una pareja tenga hijos y, en consecuencia, que los pastores, si estamos casados, como es lo natural, también los tengamos. Mis pastores que me instruyeron en la palabra de Dios y me guiaron al ministerio, no tenían hijos. Eran personas extraordinarias, de una dedicación total a la obra de Dios. Su visión que nos transmitieron, inmensa. Su corazón en pleno estaba en las cosas de Dios. Pero el no tener hijos les hacía carecer de un punto de comprensión hacia ciertas situaciones que ellos trataban en consecuencia con una cierta rudeza y falta de flexibilidad.
Los hijos nos equilibran, por varias razones. Por un lado, son tan falibles e imprevisibles como todos los demás; por tanto, cuando nos enfrentamos a las debilidades ajenas, además de conocer las nuestras, cosa que no siempre sucede, ocurre que puede que nuestros hijos en un momento dado de nuestra vida nos planteen el mismo o los mismos problemas que los demás creyentes. No está bien que tratemos a los miembros de la iglesia con un rasero y a nuestros hijos con otro, sea este más indulgente o más estricto, porque se dan ambas posibilidades; es injusto, y «toda injusticia es pecado». Cosas así ocurren, pero no están bien. Recuerdo bien a pastores y ministros amigos míos muy queridos, condenar a ultranza el divorcio, a quienes se divorciaban y a los pastores que aceptaban en sus iglesias a los divorciados, hasta que alguno de sus hijos pasó por el trance. Solo entonces cambió su doctrina y se volvieron misericordiosos y comprensivos. Ciertamente, Dios nos da lecciones que aprender, de una u otra manera. También conozco el caso de quienes exigen a sus hijos mucho más que a los demás jóvenes, pensando que la obligación de ellos como hijos de pastores es ser perfectos. En realidad, es una cuestión de orgullo personal. Lo mejor es ser equilibrados y justos; exigentes, pero comprensivos, entendiendo que en la educación de los hijos hay que practicar la paciencia y la constancia, más que la hiriente contundencia.
Son enormes los desafíos éticos del mundo actual. Nos enfrentamos a situaciones que hace tan solo treinta años no podíamos imaginar. No es aquí donde trataremos esos temas, pero me refiero a ellos, aunque sea vagamente, para resaltar que lo que hoy condenamos en otros puede aparecer dentro de casa en un momento dado. ¿Cómo reaccionaremos? Estoy seguro que ninguno de nosotros, pastores consagrados, transigiremos con el pecado, pero también estoy seguro que, dada la situación, nuestra forma de tratar el asunto será otra y, seguramente, buscaremos a Dios y consultaremos antes de juzgar y condenar.
Viene al caso el requerimiento de Pablo a Timoteo respecto de quien «desea obispado»: “que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad, pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?” (1 Ti 3:4–5). De los diáconos o ministros en general dice: “que gobiernen bien a sus hijos y sus casas” (v. 12). A Tito, hablando del mismo asunto le escribe: “que tenga hijos creyentes que no estén acusados de disolución ni de rebeldía”. (Tit 1:6). Estos textos han dado lugar a muchas situaciones indeseables debido, en muchas ocasiones, a una interpretación radical y extremista.
¿Quiere decir esto que los pastores han de tener hijos perfectos, irreprochables, que todo lo hagan bien y que nunca metan la pata? La verdad bíblica y la lógica responden con un rotundo no. Pero es evidente que algo quieren decir estos textos en relación con los hijos de los pastores y que ese algo es un requerimiento exigible. La verdad está en el equilibrio y la comprensión cabal de lo que Pablo quería decir.
En primer lugar, se trata de los hijos que por su edad todavía están en el hogar bajo la responsabilidad de ambos padres: se trata de niños, de adolescentes, de jóvenes menores de edad. El concepto de la mayoría de edad está en la Biblia, pero no coincide exactamente con el nuestro de hoy. En los tiempos bíblicos su carácter no era tanto jurídico como social y religioso. A los trece años, el niño judío (varón), mediante la ceremonia llamada Bar Mitzvá, entraba a formar parte de los varones adultos, asumiendo responsabilidades, incluida el cumplimiento de la Torah. Para entrar al servicio del tabernáculo o el templo, los levitas debían tener más de veinticinco años (Nm 8:24). Hoy, en la mayoría de países de nuestro entorno, la mayoría de edad está fijada en los dieciocho años. A partir de ahí la persona, hombre o mujer, es dueña y responsable de sus actos.
Hace algún tiempo, echando una mano a un pastor amigo cuya hija se había ido de casa, tratábamos de encontrarla, de saber a dónde habría podido ir. En la charla sobre la situación, mi amigo insistía en que la hija tenía que volver a casa y que mientras no lo hiciera estaba en rebeldía. Hacía unos meses que había alcanzado su «mayoría de edad», lo cual daba una determinada dimensión al asunto; pero el padre insistía en no reconocer tal mayoría de edad porque, según su criterio, en la Biblia tal cosa no estaba, y los hijos han de estar sujetos a los padres hasta que se casen, que es cuando pueden salir de casa y asumir su autonomía. No le niego al padre el derecho a pensar de tal manera, pero hay que ser realista y entender la verdadera situación. Es lo que traté de hacerle entender, si quería recuperar a su hija y mantener una buena relación familiar. También la hija tiene derecho a pensar de otra manera. No viene al caso mencionar la causa del desencuentro, pero seguimos hablando, a la vez que con un hermano que es policía buscamos hasta que dimos con ella. Mediamos en el asunto hasta que hubo acuerdo, y a los dos o tres días la hija regresaba al hogar paterno. Le hicimos entender que, a pesar de sus criterios, si no cambiaba de parecer, de actitud y de estrategia, la hija podía no regresar más y seguir su vida por su cuenta, sin ser molestada por la justicia. Era su derecho. Es mejor ganar con miel que con hiel. No sé si convencido, pero aceptó lo propuesto. Lo cierto es que la hija regresó. Entiendo que hoy existe armonía en la casa de mi amigo.
Otro pastor, igualmente muy apreciado, sufría enormemente. Era un hombre de gran prestigio en el campo pastoral y de la enseñanza. Él y su esposa habían adoptado dos niños, chico y chica, pero cuando ya tenían cierta edad. Siendo adolescentes, la hija participó en un atraco a mano armada. Como consecuencia acabó en prisión, donde dio a luz a una criatura. El varón también siguió los malos pasos, teniendo que participar en un programa de rehabilitación social. Recuerdo el sufrimiento y la vergüenza del hermano y de su esposa. Habían consagrado sus vidas a dos niños que ni siquiera eran suyos, sacándolos de las instituciones públicas para darles una familia, estudios, educación, amor, y tantas más cosas, pero el resultado les había sido adverso, al menos en aquel momento. El hermano, reflexionando sobre estos textos de Pablo decía: “En los tiempos que vivimos, y con las influencias que nuestros hijos reciben en la escuela y a través de la televisión, etc., es imposible cumplir con este requisito bíblico”. Sus palabras reflejaban su desesperación en este ámbito de cosas. Yo no dudaría ni por un momento de su idoneidad ministerial, de su espiritualidad, ni de su integridad personal. ¿Qué falló? Los hijos de los pastores son seres humanos, dotados de libre albedrío. En este caso, el hecho de haber sido adoptados ya con algún añito puede haber sido decisivo.
¿Qué dice el texto en realidad?
Pues que los hijos, en tanto están bajo la autoridad paterna y materna, no pueden ser rebeldes ni disolutos, es decir, inmorales. Que deben ser criados en honestidad, estando sujetos a sus padres, quienes deben ser capaces de «gobernar» su casa. La misma palabra «gobernar» implica cierta energía y autoridad para guiar el hogar hacia una meta correcta. La familia pastoral tiene una meta definida, un propósito claro, y hacia allí ha de ser dirigida; pero eso no quiere decir que los hijos no sean hijos, es decir niños o jóvenes, que pueden ser traviesos o caprichosos, de los cuales dice Proverbios que “la necedad está ligada al corazón del muchacho” (Pr 22:15). Los hijos de los pastores son tan «necios» o tan «sabios» como los de los demás mortales. Ahora bien, lo que igualmente añade el texto de Proverbios es que “la vara de la corrección la alejará — la necedad— de él”. El texto se expresa según los criterios didácticos de la época, no según los nuestros de hoy, en los que se rechaza «la vara», es decir el castigo físico. Los seres humanos de cada época se enfrentan a sus realidades vitales con lo que saben y con lo que pueden, y no debemos cometer el error de juzgar los hechos del pasado con los criterios de hoy, midiéndolos o evaluándolos con los parámetros actuales. Lo que es insoslayable es la enseñanza general que nos brinda el proverbio y es que, por un lado, es natural que los jóvenes cometan errores, como lo hemos hecho todos sin excepción; y por otro, que hay medicina para esa enfermedad y su nombre se llama «disciplina», corrección, independientemente del método que se use, conociendo que los tiempos han avanzado y que hoy disponemos de métodos mejores (¿?) de los que echar mano.
La Epístola a los Hebreos nos dice:
¿Qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, no hijos. Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos (…) ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía (…) Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que por medio de ella han sido ejercitados. (He 12:7-11, énfasis mío).
Una responsabilidad ineludible de los pastores, de él y de ella conjuntamente, de cada cual en su medida y capacidad, es la de educar a sus hijos, instruirlos en las cosas de Dios, contribuir a su formación física, emocional, intelectual, relacional y espiritual, para que desarrollen el potencial que Dios ha puesto en cada uno de ellos, lo cual no es tarea fácil. De nuevo Proverbios nos da un consejo: “La vara y la corrección dan sabiduría, pero el muchacho consentido avergüenza a su madre” (Pr 29:15), y de nuevo hemos de decir que hemos de entender «vara y corrección», no en forma literal, sino en su significado último, que es el de la instrucción, la disciplina, el tutelaje que endereza la tendencia a torcerse que podemos ver en nuestros hijos, completado el texto con su segunda parte paralela que hace referencia al error, muy en boga hoy, de consentir a los hijos, de mimarlos en exceso, de hacérselo todo fácil y cómodo, de nunca contradecirlos ni contrariarlos, de permitirles que nos falten el respeto, que desobedezcan impunemente, que rabien y pataleen a placer hasta conseguir sus deseos, etc. Los niños son excelentes chantajistas, y a veces cuentan con el sonriente beneplácito de sus progenitores, que se toman el chantaje emocional como una gracia a aplaudir.
Esa teoría moderna de dejar a los niños que hagan lo que deseen, de nunca decirles no, es un error que se paga caro más adelante. Cierto es que hay que dejar que desarrollen su personalidad evitando al máximo los traumas infantiles, pero tal cosa no significa impedirles que se enfrenten a las dificultades desde pequeños, aprendiendo así a superarlas, ni abdicar del deber de padre y madre, que implica, sobre todo para los cristianos, la obligación de «criarlos en el Señor». Los creyentes de hoy, no solo los pastores, deberíamos revisar nuestros papeles de padre y madre, así como nuestras estrategias educativas. No es fácil ser padre o madre, pero no podemos abdicar de tal función, pues la responsabilidad no le corresponde ni a la escuela ni a la iglesia; es nuestra en primer lugar. No podemos sucumbir a la presión que el sistema ejerce sobre nuestros hijos, quienes son vistos como los futuros consumidores a los que hay que entrenar desde pequeños para que en el futuro sean lo que determinados grupos de interés y de presión requieran de ellos, con sus cerebros bien lavados, con hábitos malsanos bien adquiridos, con mentes acríticas bien malformadas, y conciencias bien anchas que admitan como bueno todo aquello que las enseñanzas bíblicas nos dicen bien claro que es malo, etc.
Efectivamente, los pastores hemos de ser ejemplos de buenos educadores. Nuestros hijos son nuestra primera iglesia a la que evangelizar, discipular y animar al servicio activo y responsable en la obra de Dios. Para que tal cosa sea posible la iglesia ha de cambiar su manera de ver las cosas y dejar de exigir a los pastores que se ocupen de ellos antes que de sus hijos, para exigirles a continuación que sus hijos sean mejores que todos los demás, perfectos y sin mancha. ¿Quieren que los hijos de los pastores sean, si no perfectos, al menos buenos cristianos, honestos, que no sean rebeldes ni disolutos? Dejen que sus pastores se ocupen debidamente de ellos; trátenlos en igualdad de condiciones que a los hijos de los demás; acepten que son capaces y pueden desempeñar responsabilidades como los demás debido a sus propios méritos y capacidades y no por el hecho de ser «el hijo» o «la hija» del pastor; no los marginen o los maltraten en función de su parentesco; trátenlos y aprécienlos por ser ellos mismos, eliminando ese estigma de ser «hijos» o «hijas» de pastor.
A los hijos e hijas de pastores les digo, y yo tengo los míos, que no se dejen desanimar si a veces se sienten tratados de esa manera. Les ha correspondido nacer y crecer en una familia pastoral, lo cual tiene sus ventajas y sus desventajas. Personalmente creo que es un privilegio. ¿Por qué no valorar las ventajas? Es verdad también que, en muchos casos, la desventaja ha venido por parte de los propios padres que han exigido de sus hijos lo que no eran capaces de exigir a los demás, quizá basados en una comprensión errónea de los textos de Pablo a Timoteo y Tito, por temor al qué dirán, siendo sin duda injustos, etc. y no tanto por parte de los miembros de la iglesia, con resultados nefastos para los hijos. Pero si los padres somos capaces de ser equilibrados y entender correctamente cuál es nuestro papel ante Dios, nuestros hijos crecerán en un ambiente propicio y ventajoso para su desarrollo tanto humano como espiritual. Muchos de ellos seguirán el camino de sus padres, entregando sus vidas al servicio del Señor, como hicieron ellos.
Hemos de entender todos que los hijos de los pastores, como los de los demás, han de hacer el recorrido humano del que se ocupa la psicología evolutiva, la infancia temprana, esos dos años iniciales en los que se forma la personalidad, las otras etapas infantiles hasta llegar a la pubertad, la adolescencia con sus problemas y sus dramas, y los retos de los primeros años de la juventud en los que tantas cosas se deciden. No exijamos a nuestros hijos lo que no se les puede exigir; seamos ecuánimes, comprensivos y, sobre todo, amorosos, dedicándoles nuestro tiempo sin abdicar en nada de nuestras responsabilidades paternas. A medida que crecen sus cuerpos, también se desarrolla su cerebro y, por tanto, su capacidad de pensar, de valorar, de decidir, de ser ellos mismos. Igualmente, su inteligencia emocional, con sus sentimientos, su propia conciencia y su capacidad de autocontrol. No podemos reencarnarnos en ellos, ni podemos ser ellos, ni forzarles a ser lo que nosotros queramos que sean o lo que nosotros no pudimos ser. Cada uno de ellos será lo que por sí mismo haya determinado ser. Intentemos que lleguen a decidir ser lo que Dios desea que sean. Hemos de entender también que los hijos no nos son dados como terapia para nuestros males. Pensar que un hijo viene a arreglar una situación de pareja conflictiva o que podremos ver en ellos cumplidos nuestras aspiraciones frustradas, es un rotundo error que debemos evitar a toda costa.
¡Qué Dios nos ayude, a nosotros como padres y a ellos como hijos!
Resumiendo, los pastores tenemos familia y, por tanto, tenemos el derecho y la obligación de desarrollar una vida familiar equilibrada y sana. Tenemos el mismo derecho que los demás a disfrutar de intimidad y privacidad. Hay pastores que viven en la misma propiedad de la iglesia, en un piso que se les cede como vivienda pastoral. Si es así, la congregación ha de entender que ese espacio les pertenece, si no como propiedad, sí como espacio privado en el que no todo el mundo puede entrar como si fuera suyo, simplemente porque pertenece a la iglesia. Debido a los muchos abusos que se dan, muchos pastores prefieren vivir en algún lugar independiente. Hablar de privacidad también tiene que ver con el respeto del tiempo. Que el pastor, como el médico, esté disponible las veinticuatro horas del día, no significa que se le pueda estar llamando sin respeto alguno para cualquier banalidad a cualquier hora del día. Obtener un teléfono puede esperar un rato o quedar para el día siguiente, y no estar llamando a las horas de las comidas o a media noche. Hay reglas de educación que son comunes para todo el mundo, para creyentes y no creyentes, que conviene respetar. Y ahora, en el tiempo de las redes sociales, los mensajes se pueden reservar para momentos oportunos y si merecen la pena. Es increíble la profusión de mensajitos, no siempre justificados, que se propagan por las redes sociales. Muchos de ellos son bulos que a alguien le viene bien extender. Se han puesto de moda también las fake news, noticias falsas, que también abarcan a los asuntos cristianos. Debemos de tener cuidado con lo que contribuimos a propagar e instruir en ese sentido a nuestras congregaciones. Solo es cuestión de sentido común, nada más.
Da tristeza ver que hay personas que solo te llaman, y a cualquier hora, para pedirte un teléfono o algún favor; que nunca se preocupan ni por ti ni por los tuyos, pero que sí recurren a ti cuando te necesitan.