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Primeras dos décadas

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Aviso. Los análisis que se ensayarán tomarán en cuenta las corrientes públicas, visibles, de los acontecimientos históricos, pero procurará observar también las subterráneas de las contradicciones y desplazamientos en la economía y en sus reflejos sociales. Con frecuencia harán eje en los protagonistas, tanto por estimación del papel del individuo en la historia como, más todavía, por su aptitud para gozar y usufructuar de los aportes de sus encarnaduras vitales en los procesos visibles y ocultos que con deliberación o por azar objetivamente interpretaron.

Nuestro nacimiento, la Revolución de Mayo, fue tan solo la firme intención de un pequeño núcleo dirigente que capturó el vértice de los cursos en desarrollo contra la oprimente inmovilidad política, social y económica existente, cuando acontecen episodios exteriores e interiores trascendentes que la habían zamarreado. Su fuerza transformadora, raigal, tuvo la fulgurante potencia para plantar el hito inicial de una patria y su fuerza sigue marchando con obcecado e incólume denuedo en la persecución de sus ideales de libertad, igualdad, fraternidad —a los que aún no ha llegado— grabada de manera inequívoca e indeleble en el mojón liminar.

Ni los eventos de ese 25 de mayo de 1810 ni los personajes que ese día actuaron emergieron en ese instante, sin historia. No eran un montón de circunstancias y personas reunidas y mezcladas sin concierto. Transitaban separados por grietas, ya entonces.

La más notoria y decisoria separaba los intereses de España y sus administradores locales de todos los demás.

Con respecto a la ubicación en el mundo la primera gran división pasaba entre, por un lado, los partidarios de la permanencia sin cambios de la relación con la metrópoli europea y su expresión de monopolio comercial en lo económico, con régimen realista absolutista en lo político, y por el otro, todos los que se les oponían desde el republicanismo revolucionario.

El escenario era el virreinato cuyo nombre daba cuenta de su causa económica: la plata de Potosí(1). Ese metal más cobre, estaño y oro bajaba a través del Tucumán, transitando en carretas «el camino real(2)» hasta llegar al puerto de Buenos Aires para su traslado a la metrópoli. La protección de este puerto y de la frontera oriental del imperio contra el incesante avance portugués determinó que España creara el Virreinato del Río de la Plata con sede en la lejana e intrascendente Buenos Aires, desde la que también comenzó una necesaria actividad militar contra los indios que ocupaban la pampa, especialmente hacia el sur y el suroeste, con la creación de los fuertes y pueblos de frontera en una línea imaginaria a la vera del río Salado (las guardias de Chascomús, Ranchos, Monte, Lobos, Navarro, Mercedes, Salto, Rojas) y el desplazamiento de las compañías de blandengues(3), llevadas coercitivamente a habitar el confín de la pampa, así como la instalación de colonos ubicados en pueblos aledaños a los fuertes para, al par que avanzar sobre los territorios en poder de los indios, asegurar la contención de los ganados cimarrones para el abastecimiento de carne y cueros a la capital y sobre todo conseguir «civilización y domicilio de una multitud de hombres que viven de lo que roban, sin conocer a Dios, ni al Rey, limpiándose los campos de estas abandonadas familias… al reducirlos a una conducta cristiana y civil ganándose para dios y para el rey muchos vasallos(4)». Está claro que el objetivo religioso y civilizador era una excusa, y que el aludido «robo» no era sino la recuperación por los indios de ganado mostrenco que por ocupación ancestral del suelo era antes propiedad de ellos que de los invasores.

Como único asentamiento urbano entre Córdoba y el extremo del continente, la ciudad de Buenos Aires constituía el agrupamiento humano más austral del mundo, en rigor poco más que una aldea con unos treinta mil habitantes que se ocupaban de artesanías y comercio. Su población blanca estaba compuesta por abundantes inmigrantes portugueses judíos conversos que huían de la Inquisición peninsular, quienes junto a sus colegas comerciantes españoles y criollos actuaron como factor de progreso económico y ejercieron con éxito el difundido contrabando, con el que se inició la prosperidad de la región; hacia 1600 eran numerosos y fracasaron las persecuciones civiles y eclesiásticas, porque adquirían la calidad de vecinos desposándose con mozas de la ciudad y luego ocupaban posiciones de primera fila en el comercio o en las estancias; hacia 1700 era de sangre en parte judía buena parte de la «gente principal», como surge del estudio de sus apellidos ligeramente cambiados(5). Se sumaban los españoles «puros» de origen y sus descendientes, y todos esos blancos estaban rodeados de una cohorte mucho más numerosa de mestizos euro-indígenas a los que después se añadieron africanos genuinos y mulatos cuando se creó el mercado de esclavos negros(6).

Los criollos blancos descendientes de europeos —españoles y otros— entraron en contacto con la realidad socio cultural del occidente más avanzado cuando fueron estudiantes en las universidades de Charcas y Córdoba. No porque fuera parte de sus currícula sino porque inmersos esos jóvenes —por debajo y sin acceso a la capa de los españoles de origen— en el ambiente de estudios y curiosidad intelectual que los claustros generaban, entraron en contacto con los autores mentores de la Revolución Francesa, con las banderas que ésta levantara y los hechos que produjera. No les fueron ajenas tampoco las doctrinas económicas fisiocráticas de los reformistas, aplicadas en la metrópoli por los Borbones Carlos III y IV. Se fue conformando así en Buenos Aires un grupo de intelectuales que formaron una corriente claramente opositora al régimen español de monopolio y despotismo realista. La decisiva participación de las fuerzas criollas en la derrota de poderosas invasiones inglesas, por dos veces (1806 y 1807) le dieron prueba del poderío propio con el que contaban. La grieta entre blancos había surgido con posibilidades de trascendencia efectiva.

El crecimiento de la diferencia se acercó a una coyuntura ansiosa de fractura cuando la proyección de la revolución francesa hacia el resto del continente por las tropas napoleónicas colocó en España a José Bonaparte como rey y fue desconocido por una Junta Central de Sevilla que se arrogó el gobierno del reino, que pasó de enemigo a aliado de Inglaterra.

La opción que quedó en la superficie fue tan nítida que, debajo de ella, aparecía una contradicción antagónica: de un lado, quienes fieles a España proponían seguir los dictados de la Junta Central, por el otro, los que aducían que debían permanecer fieles al destronado Fernando VII, cuando éste en puridad no reinaba, por lo que en verdad pretendían era independizarse de España.

Los detalles cronológicos de la gesta los obviamos para centrarnos en la trayectoria y las ideas de protagonistas esenciales, que encarnaron el espíritu y rumbo señero, por más de dos siglos hasta hoy, de la Revolución de Mayo.

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