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Mayo

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En el ideario económico de los revolucionarios quien jugaba un rol de liderazgo en Buenos Aires era Manuel Belgrano. Estaba estudiando en España cuando aconteció la Revolución Francesa y asimiló su influencia por vía de Montesquieu y Rosseau, así como admiró a George Washington(7).

En la materia económica, por influencia de las políticas de las cortes borbónicas, tomó las ideas innovadoras de François Quesnay, surgidas en Francia cuando el capitalismo aún no se había desarrollado bastante e imperaban en ese país las relaciones feudales. Aquél criticó la tesis de los mercantilistas según la cual la ganancia capitalista se originaba en la circulación y acertó en que la ganancia se creaba en la producción. Un gran avance, acorde con la alborada del capitalismo, aunque encontraba esa ganancia únicamente en la producción agrícola, creando así la corriente que se llamó fisiocracia, no llegando a ver el fenómeno que se producía en la industria y en las relaciones entre los capitalistas y sus empleados. La importancia de Quesnay fue singular y Adam Smith, el creador de la economía política, le rindió tributo en su obra fundamental La Riqueza de las Naciones. De regreso Belgrano en Buenos Aires desde 1794, ejerció como secretario del Consulado —árbitro en controversias mercantiles— donde estuvo en permanente conflicto con los vocales del cuerpo, todos grandes comerciantes con intereses en el comercio monopólico con Cádiz, que rechazaron año tras año sus propuestas librecambistas, donde sostenía que «El comerciante debe tener libertad para comprar donde más le acomode, y es natural que lo haga donde se le proporcione el género más barato para poder reportar más utilidad(8)». Escribió en el primer periódico de esta tierra, el Telégrafo Mercantil y colaboró asiduamente en el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, dirigido por Hipólito Vieytes. Allí exponía sus ideas económicas complementarias y extensivas a las puramente fisiocráticas: promover la industria para exportar lo superfluo, previa manufacturación; importar materias primas para manufacturarlas; no importar lo que se pudiese producir en el país ni mercaderías de lujo; importar solamente mercaderías imprescindibles; reexportar mercaderías extranjeras; y poseer una marina mercante. Es de relevancia suma que Belgrano, con las ideas políticas de la Revolución Francesa y estas concepciones de economía política fuera un integrante principal de la Primera Junta y que, desde allí fuera un precursor de Juan Bautista Alberdi en cuanto a su insistencia en contar con una «política económica», y que este último se reconociera fuertemente inspirado por Adam Smith. Ambos próceres fueron, cada uno a su tiempo, seguidores de las teorías y consecuentes prácticas del capitalismo, naciente para la época de Belgrano y en arrolladora expansión en las sociedades europeas y norteamericana en el mundo de Alberdi. Son ejemplos significativos de que nuestro estado-nación en lo económico tuvo, desde que se lo intuyó como sociedad independiente de la colonia, una impronta capitalista. Acomodada, por mérito de nuestro «provincianismo» periférico, a un paralelo diferido con los tiempos en los que aquel sistema productivo crecía marcando el rumbo de las economías y luego de las políticas en los países centrales, que devendrían imperialistas.

Mariano Moreno fue el indiscutido numen de los hombres revolucionarios de Mayo, que se mostró por medio de su tarea ímproba y brillante en los pocos meses que ejerció como secretario de la Primera Junta. Sus palabras, acordes con sus efectivos actos consecuentes, fueron reveladores de su apego irrestricto a los ideales de la Revolución Francesa en cuanto a libertades e igualdad y tuvieron el empuje de la convicción y decisión hondamente transformadoras, tan conocidas que no cabe aquí enumerarlas. Sí nos interesa el aspecto menos tratado de su ideario, el de sus concepciones económicas. La fuente principal para darles luz es su Representación de los hacendados, escrito en el que actuó como abogado de ellos y de los labradores, ante el virrey Cisneros. En síntesis, su pensamiento económico se encuentra dentro de la doctrina fisiocrática el estímulo a la agricultura como medio de desarrollo, en cambio de una economía muy dependiente de los negocios de importación y exportación y su desvío, el contrabando. Le dice al virrey que «no puede ser verdadera ventaja de la tierra la que no recaiga inmediatamente en sus propietarios y cultivadores» y, más adelante, «el viajero a quien se instruyese que la verdadera riqueza de esta Provincia consiste en los frutos que produce se asombraría cuando, buscando al labrador por su opulencia, no encontrase sino hombres condenados a morir en la miseria». En un marco de asfixiante monopolio colonial hispano explotador, ataca con fuerza a quienes se oponen a la única salida coyuntural de esa trampa, que eran las reglas liberadoras y democráticas del libre comercio, «afectando interesar en su causa la santidad de la religión y pureza de nuestras costumbres». Insiste en que «El que sepa discernir los verdaderos principios que influyen en la prosperidad respectiva de cada provincia, no podrá desconocer que la riqueza de la nuestra depende principalmente de los frutos de sus fértiles campos…» y fundamenta la necesidad de abrir el libre comercio con la nación inglesa como remedio para las penurias económicas de la colonia. Destaca que si concediéramos que abrir el comercio es un mal, es necesario e imposible de evitar debiendo procurarse sacar provecho de él haciéndolo servir a la seguridad del estado. Puntualiza una realidad a la que aludimos antes: desde la primera invasión inglesa «el Río de la Plata no se ha perdido de vista en las especulaciones de los comerciantes de aquella nación; una continuada serie de expediciones se han sucedido; ellas han provisto casi enteramente el consumo del país; y su ingente importación, practicada contra las leyes y reiteradas prohibiciones, no ha tenido otras trabas que las precisas para privar al erario del ingreso de sus respectivos derechos, y al país del fomento que habría recibido con las exportaciones de un libre retorno». En otras palabras señala que en realidad el libre comercio con los ingleses se ha convertido en un hecho que, a falta de legalidad, se realiza por medio de un contrabando que califica de impune y escandaloso. Plantea «en la economía política la gran máxima es que un país productivo no será rico mientras no se fomente por todos los caminos posibles la extracción de sus producciones y que esta riqueza nunca será sólida mientras no se forme de los sobrantes que resulten por la baratura nacida de la abundante importación de las mercaderías que no tiene y le son necesarias». Añade: «La plata no es riqueza, pues es compatible con los males y apuros de una extremada miseria; ella no es más que un signo de convención con que se representan todas las especies comerciables: sujeta a todas las vicisitudes del giro, sube o baja de precio en el mercado según su escasez o abundancia, siempre que por otra parte no crezcan o disminuyan las demás especies, que son representadas por ella, pero los caminos de nuestra felicidad están cifrados por la misma naturaleza». Por si cupiera duda sobre la inscripción del pensamiento económico de Moreno, vale de modo incontestable lo que sigue: «ésta (la naturaleza) nos ha destinado al cultivo de sus fértiles campañas, y nos ha negado toda riqueza que no se adquiera por este preciso canal. Si V. E. desea obrar nuestro bien es muy sencilla la ruta que conduce a él; la razón y el célebre Adam Smith… que es sin disputa el apóstol de la economía política, hacen ver que los gobiernos en las providencias dirigidas al bien general, deben limitarse a remover los obstáculos» [los del monopolio y su burocracia]. Finalmente, disipa temores sobre un dominio inglés sustituto del de España, opinando que «los ingleses mirarán siempre con respeto a los vencedores del cinco de julio y los españoles no se olvidarán que nuestros hospitales militares no quedaron cubiertos de mercaderes, sino de hombres del país que defendieron la tierra en que habían nacido, derramando su sangre por una dominación que aman y veneran(9)».

La adscripción de Moreno a los fundamentos de la democracia republicana liberal y a las leyes del capitalismo naciente como política para nuestras tierras es de claridad diáfana y, más aún, es explícita su opinión de que sus frutos deben aprovechar a quienes las trabajan. Su idea de la obtención de los frutos de las tierras presuponía su propiedad en dimensiones cuando más medianas, pues era incompatible con grandes latifundios que impondrían una explotación extensiva, imposible sin un régimen de esclavitud como el del sur de Estados Unidos. Su visión del propietario de la tierra era la de quienes fueron los farmers en el país del norte.

Juan José Castelli era primo de Manuel Belgrano. Estudió lógica dos años en el Real Colegio de San Carlos y luego cinco para el sacerdocio en Córdoba. Cambió de rumbo en 1786 e ingresó en la exigente Real Academia Carolina de Practicantes Juristas de Charcas, en cuyo ambiente estudiantil entró en contacto con los iluministas españoles y Montesquieu. Vuelto a Buenos Aires, su bufete le permitió comprar el único bien que tuvo su patrimonio, su domicilio en una chacra del actual barrio de Núñez.

Sus ideas políticas comenzaron a tomar más precisiones desde 1796 trabajando como secretario suplente de Belgrano en el Consulado de Comercio de Buenos Aires, y con él compartió nítida oposición al monopolio comercial español y a la carencia de derechos para los criollos de Buenos Aires. Otro campo para su desarrollo partidista fueron sus notas en el periódico creado por el Consulado en 1801, El Telégrafo Mercantil y luego en el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio que apareció en 1802 y expuso concepciones económicas fisiocráticas, sosteniendo que «Todo depende y resulta del cultivo de las tierras; sin él, no hay materias primas para las artes. Por consiguiente, la industria no tiene cómo ejercitarse, no puede proporcionar materias para que el comercio se ejecute». Desde esa base se ocupaba de la libertad de comercio; la rotación de los cultivos y abonos; del establecimiento de escuelas rurales; de la forestación y la cría de ganado; y, detalle esencial, del reparto equitativo de tierras y —también él, como Moreno y Belgrano— de su propiedad para quienes las trabajaban. En circunstancias de la primera invasión inglesa ya se aprecia en los hechos la audacia de Castelli en su militancia libertaria. Como integrante del grupo de patriotas criollos que entendían la liberación de España junto con cambios económicos y sociales revolucionarios, no dudó vincularse con James Florence Burke, presunto representante de Gran Bretaña, cuyo apoyo podría ser útil dentro del plan del patriota venezolano Francisco de Miranda para la emancipación de la corona española de todo el continente. En esa misma línea, preso el jefe William Beresford luego de su derrota en la primera invasión inglesa, cuando se aproximaba la segunda invasión fue ayudado a fugarse por el grupo que integraba, con la misión de que en Montevideo reclutara al jefe de las fuerzas inglesas para que se aplicara el proyecto del venezolano, dado que Miranda y Home Popham se habían reunido para tratar acerca de liberar a América del Sur con ayuda británica. Cuando Popham inicia la segunda invasión, sin previo acuerdo, fue evidente que los ingleses sólo planeaban cambiar una metrópoli por otra y Castelli, Belgrano, Martín Rodríguez, Domingo French, Antonio Beruti y otros abandonaron por completo aquella posible alianza y combatieron duramente contra quienes habían intentado coligarse y fueron protagonistas, también ellos, de la segunda victoria sobre el imperio británico.

Castelli actuó con creatividad y tenacidad por una liberación de España con contenido revolucionario. Con José Bonaparte en el trono de España, la hermana de Fernando VII, Carlota Joaquina, reclamaba la regencia de las colonias. Castelli, con acuerdo de Belgrano y otros criollos, redactó una propuesta a Carlota de asunción una corona nominal en una monarquía constitucional, pero la infanta rechazó el convite porque su aspiración era un régimen absolutista tradicional.

A comienzos de 1809 Castelli da nueva prueba de su plasticidad ante las coyunturas para mantenerse con firme coherencia en una política revolucionaria patriótica y popular. Apoya al virrey Liniers contra la revuelta encabezada por Martín de Álzaga —de relevante actuación en la segunda invasión inglesa y acaudalado comerciante de armas y esclavos— porque el objetivo del sedicioso, más que desplazar al sospechado por su origen francés, como se invocaba, era mantener la supremacía de los españoles sobre los criollos. La victoria de Liniers redundó en un aumento notorio del poder de los nativos patriotas y sus cuerpos armados.

Cuando en julio de 1809 llegó el nuevo virrey, Baltasar Hidalgo de Cisneros, la propuesta de Castelli fue la más radicalmente independentista: creación de una junta de gobierno sin españoles. Pero primó la opinión de Saavedra de postergar las acciones, llegándose así al 14 mayo de 1810, cuando se supo que la Junta Suprema Central de Sevilla, que había asumido el gobierno de España, había sido disuelta por los franceses. La actividad criolla se tornó febril, con Castelli, Belgrano y Saavedra como sus líderes más notorios. La consigna era que la ausencia de esa Junta obligaba a los pueblos a tomar en sus manos la bandera de la fidelidad al prisionero Fernando VII. El historiador Enrique De Gandía escribió en su Historia Argentina: «Las memorias de los testigos y protagonistas de esos días mencionaron a Castelli en multitud de sitios y actividades: negociando con los hombres del Cabildo, en casa de los Rodríguez Peña participando de la planificación de los pasos a seguir, en los cuarteles arengando a las milicia. El propio Cisneros, al describir los acontecimientos al Consejo de Regencia, llamó a Castelli “el principal interesado en la novedad […] cual era de examinar si debía yo cesar en el gobierno superior y reasumirlo el cabildo”». El 21 de mayo se reunió gente en la plaza reclutada entre el bajo pueblo por tres eficaces agitadores(10) y provocaron la convocatoria al Cabildo Abierto del 22. Allí apareció la división más importante, la de colonialistas contra independentistas. El obispo Lué defendió el derecho de los españoles —hasta el último que quedara, dijo— para gobernar estas tierras y propuso la continuidad de Cisneros, con dependencia de la Real Audiencia de Charcas. Le respondió Castelli con una pieza de singular calidad retórica, tan legal como fogosa, sosteniendo la doctrina de la retroversión de la soberanía de los pueblos: cuando no existe autoridad legítima, la soberanía regresaba al pueblo y éste debe gobernarse a sí mismo. Su elocuencia hizo que desde entonces fuera conocido como “el orador de la revolución”. La votación favoreció la posición criolla por 38 votos a 6. Siguieron agitadas y exitosas maniobras políticas del sector conservador durante los dos días siguientes, que culminaron con un acuerdo sobre el establecimiento de una Junta presidida por Cisneros acompañado por representantes de los estados militar, judicial, clero y comercio. Se consumó una distorsión completa de lo resuelto, con clara derrota para los criollos independentistas firmes, que sólo contarían con Castelli —representando al “estado judicial”— para defender su causa. Se dio por primera vez en nuestra historia, ocurrido el cabildo abierto nítidamente independentista del 22 de mayo, la unión y triunfo de los conservadores nativos en colusión con los colonizadores extranjeros. Los revolucionarios respondieron como tales al arreglo entre conservadores ajenos y propios: con un golpe popular, que en eso consistió el 25 de Mayo. Ocuparon la plaza de Mayo y adyacencias con gente armada, se hizo saber a Cisneros que había cesado y fue designada una Junta con miembros de las distintas extracciones de la política local.

Los tres días transcurridos entre el 22 y el 25 de mayo de 1810 pusieron en el escenario, por primera vez en tiempos de independencia de estas tierras del imperio colonial, una diferencia antagónica, brecha o grieta —como se la quiera llamar— entre una concepción progresista, popular, nacional y democrática independiente de la corona de España y su contraria, una conservadora del orden establecido aunque por momentos aceptaran retoques insustanciales en las formas.

Hemos reseñado sucintamente los perfiles e influencia en ellos de quienes encarnaron de manera más pura la posición patriótica sin ambages: Moreno, Castelli y Belgrano. Sus señales vibraron desde entonces durante toda la historia argentina y perduran hoy con vigencia plena. La de sus contrarios, también.

Rosas estadista

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