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III Providenciales injusticias (1920-1924) Septiembre de 1920. En el Seminario de Zaragoza

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En septiembre de 1920 Escrivá –que había concluido los estudios de Humanidades, Filosofía y primero de Teología en el Seminario de Logroño– se trasladó al Seminario de San Francisco de Paula de Zaragoza1 y se matriculó en la Universidad Pontificia de la Archidiócesis2.

Varios motivos aconsejaban ese traslado: en Zaragoza podría estudiar Derecho, como deseaba y le había aconsejado su padre; y allí esperaba contar con la ayuda de los tíos maternos que residían en la ciudad, especialmente de los dos sacerdotes3.

El plan inicial era seguir estudiando en el Seminario como alumno externo, al tiempo que comenzaba Derecho. Pero hubo un cambio de última hora4 y dejó la carrera civil para más adelante.

La ciudad contaba con unos ciento cincuenta mil habitantes, entre los que había un alto número de emigrantes. Era el segundo núcleo anarcosindicalista del país, después de Barcelona, y se había convertido en un hervidero de conflictos laborales, huelgas y revueltas políticas. La propaganda marxista había calado con fuerza entre las masas obreras de los barrios periféricos y la violencia callejera había llegado hasta el punto de que nueve meses antes de la llegada de Escrivá, en enero de 1920, se había declarado el estado de guerra en la ciudad. En agosto continuaban los disturbios por las calles, los alborotos y asesinatos a manos de pistoleros a sueldo5.

Para el cardenal Soldevila –comenta Crovetto– aquello era fruto de la «creciente secularización de la sociedad, que se manifestaba en un descenso de la práctica religiosa y en la extensión del indiferentismo. Los obispos, y entre ellos Soldevila, señalaron como causas directas de esa nueva situación la influencia de la educación laica, de la tolerancia de cultos y, sobre todo, de la mala prensa»6.

Desde la perspectiva que proporciona casi un siglo, se descubren más causas y más complejas. Entre ellas, la falta de compromiso cristiano de tantos laicos, que –salvo excepciones7–, no se propusieron llevar a la práctica las enseñanzas de los diversos pontífices sobre las cuestiones sociales; y la ausencia de atención espiritual de las personas que vivían en los barrios marginales.

A estos factores había que sumar muchos otros, de diversa índole. Por ejemplo, las autoridades eclesiásticas –como escribe Crovetto– pensaban que la formación del clero era el único camino posible para llegar hasta el último bautizado, y esa concepción estrecha –que reservaba y reducía el anuncio del Evangelio exclusivamente a la acción de los sacerdotes– contribuyó a que el reto de la creciente secularización no se afrontara de forma adecuada8.

Aquel primer año de Escrivá en Zaragoza fue tan agitado que acabó siendo conocido como «el año del terrorismo». Tres años antes había triunfado en la lejana Rusia la Revolución bolchevique y España seguía siendo, en su conjunto, un país atrasado, aunque entre 1910 y 1930, como apunta Coverdale, se había duplicado el empleo, había bajado la tasa de analfabetismo un nueve por ciento y se había duplicado el número de estudiantes universitarios.

«En términos de educación cívica, de niveles de analfabetismo y de desarrollo económico –afirma este historiador norteamericano– se encontraba al nivel de Inglaterra en las décadas de 1850 o 1860, o de Francia en las de 1870 o 1880»9.

«Había fuertes tensiones sociales –continúa Coverdale–. En el campo, muchas familias apenas podían ganarse la vida. En el sur, unos pocos terratenientes poseían enormes extensiones de tierra improductiva, cultivadas por huestes de asalariados que podían considerarse afortunados si conseguían trabajar medio año. En algunas regiones del norte los pequeños propietarios intentaban ganarse la vida con parcelas diminutas, insuficientes para mantenerlos»10.

* * *

El Seminario de San Francisco de Paula, donde residía Escrivá, tenía su sede en el Seminario Conciliar de San Valero y San Braulio, y estaba situado muy cerca de la Basílica del Pilar11. Durante su estancia gozó de media beca gracias a las gestiones de su tío Carlos. Esto no era demasiado excepcional, ya que solo seis seminaristas pagaban la pensión completa.

El Seminario tenía su sede en un edificio antiguo que contaba con agua corriente. Durante los años veinte esa expresión quería decir, en concreto, que había un grifo en cada planta en el que los internos podían llenar de agua sus jofainas. No podían entrar mujeres y unos cuantos encargados se ocupaban de la limpieza, que nunca alcanzó niveles demasiado elevados.

No había luz eléctrica, que se reservaba para el oratorio y las zonas comunes. Eran treinta y siete seminaristas en total, entre internos y externos. Los internos disponían de un cuarto minúsculo con un jarro con agua y una palangana para asearse. Guardaban su ropa en la maleta o el baúl que habían traído, y cada cual se las apañaba con el lavado de las sábanas. Los que querían leer por las noches recurrían a las velas. No entraba –ni se leía– ningún tipo de periódico.

Estas instalaciones y condiciones de vida, que pueden parecernos elementales, eran las propias de muchos seminarios españoles de las primeras décadas de los años veinte. Y algunas costumbres que ahora sorprenden formaban parte del paisaje cotidiano. Por ejemplo, los zaragozanos estaban acostumbrados a contemplar, por las calles paralelas al Coso, una larga fila de seminaristas con sotana –desde los mayores hasta los más jóvenes–, con un ropón negro sin mangas y una beca roja con el escudo del seminario en metal: un sol reluciente y la palabra charitas12.

* * *

«¡Hijo mío, que tú no has estado en un Seminario! –escuché cómo se lo decía Escrivá el 8 de octubre de 1967, medio en broma, medio en serio, a un joven profesional que se quejaba de la situación de los seminarios diocesanos durante los años sesenta–. Y yo sí...»13.

Aquellos puntos suspensivos guardaban un cúmulo de recuerdos agridulces, porque junto con la alegría de «estar en camino», haciendo lo que Dios le pedía, durante aquel curso en el que estudió segundo de Teología, Escrivá sufrió lo que ahora denominaríamos un choque cultural.

Se encontró, a sus dieciocho años, con un grupo de aspirantes al sacerdocio, más o menos de su edad, que procedían del mundo rural, mientras que él había crecido en un entorno urbano; y hablaba y vestía con la corrección que le habían enseñado en su casa14.

Algunos choques culturales se manifiestan en cuestiones «menores» como el cuidado de la higiene o las normas de compostura y educación. Por ejemplo, la mayoría de sus compañeros –chicos con un deseo claro de entrega a Diospensaban (porque lo habían aprendido en sus hogares y era lo habitual en los pueblos y aldeas de las que procedían), que con mojarse la cara por la mañana y atusarse el pelo era suficiente; a pesar de que las autoridades del Seminario recordaban la necesidad de lavarse, porque dos años antes algunos alumnos habían padecido sarna.

Comenzaron a burlarse de él. Les sorprendía que se lavara ¡todos los días! de pies a cabeza y el mote no se hizo esperar: «el señorito»15.

Además, se acercaba con frecuencia a la Basílica para rezar, sin conformarse con los ejercicios de piedad «reglamentarios». Esa mezcla inusitada de espiritualidad y aseo llamó la atención en aquel micromundo presidido por un estereotipo social que dictaba que el verdadero hombre debía oler; y en concreto, oler mal. Alguno confundía la masculinidad con la mugre, y un día se le acercó un compañero que se secó el sudor del brazo en su cara, diciéndole:

—¡Hay que oler a hombre!

—¡No se es más hombre por ser más sucio!16 –le espetó Escrivá.

La perspectiva del tiempo puede llevar a exagerar la aparente rudeza de la vida en aquel Seminario, que se correspondía con muchos usos y costumbres vigentes. Por esa razón conviene tomar con cierta prevención estas afirmaciones de Mainar, seminarista en aquel tiempo, que evocaba el ambiente de aquel centro eclesiástico con tintas sombrías:

Yo conocí bien lo que era en aquella época –no sé lo que habrá sido en otras– porque viví en él durante siete años. Era mediocre, sin inquietudes, y contrastaba fuertemente con el nivel medio que reflejaban los alumnos procedentes de otros Seminarios y desplazados a Zaragoza por grados u otros motivos: era corriente la falta de aseo, el poco cuidado en el vestir, los escasos modales en comidas y juegos, que a veces eran hasta groseros [...].

El nivel cultural humanístico era también muy poco elevado, parecía que los seminaristas no se interesaban por el cultivo del espíritu humano: la literatura, la música, el arte. Todo esto no iba con ellos; se preocupaban especialmente por lo que era medio inmediato de hacer una carrera en el mundo clerical. Todo esto puede explicarse fácilmente, pues la mayoría de los seminaristas de aquella época en Zaragoza procedían del campo, y en aquellos tiempos, el medio rural estaba muy descuidado.

[...] Sentiría mucho que alguien interpretase mal estas líneas: yo solo me remito a unos hechos, muy justificables y razonables dada la época, que no impedían que de aquel Seminario pudieran salir –y salieron de hecho– hombres muy santos17.

Herrando, que ha realizado varios estudios específicos sobre este Seminario, proporciona una visión documentada que ayuda a contrastar y poner en su punto las valoraciones quizá demasiado subjetivas de algunos seminaristas de aquel tiempo, como Mainar, o Val Olona, un compañero de Josemaría, que llega a afirmar: «Desde luego puede decirse también que las virtudes que pudiese tener entonces (Escrivá) –o que haya desarrollado luego– no las aprendió en aquel Seminario, porque allí no se aprendía nada. Recuerdo a un compañero que decía, años más tarde: “nosotros nos autoformamos”»18.

Había carencias; era innegable; pero eran relativamente comunes en los seminarios de los años veinte: Zaragoza no era la excepción. Y a pesar de esas limitaciones, se cultivaban allí muchas virtudes, entre ciertas tosquedades que el paso del tiempo puede exagerar de forma injusta. El hecho de que salieran «hombres muy santos» no se corresponde con una visión negativa de aquel centro. Ciertamente, no contaba todavía con la figura del director espiritual y se tendían a descuidar los elementos formativos para centrarse en los disciplinarios. El Rector de Zaragoza, José López Sierra, se dedicaba a sus múltiples ocupaciones sacerdotales y pasaba poco tiempo con los alumnos, a los que solo veía cuando tenía que hacerles advertencias con castigos19. Pero esa situación pronto mejoró.

El Rector se basaba, a la hora de juzgar la conducta de algún seminarista, en las valoraciones de los inspectores, que solían ser sacerdotes recién ordenados o seminaristas. Ellos eran los encargados de mantener el reglamento. Había dos inspectores: uno para los más jóvenes y otro para los alumnos de los últimos cursos.

El joven inspector que tuvo Escrivá durante sus dos primeros años en Zaragoza20 mantuvo hacia él desde el principio, como atestiguaron varios condiscípulos, «una actitud inexplicable de rechazo y animadversión». Eso explica que el Rector se dejase llevar por el clima negativo que se creó en torno al recién llegado, y que, siguiendo la visión unilateral de este inspector, anotase a fin de curso: «caprichoso y orgulloso»; «trabajador: moderado»; «piedad: buena». En el apartado «vocación» escribió: «parece que la tiene».

No avalaba el Rector estas impresiones con hechos concretos, ya que en lo que se refiere al comportamiento, Escrivá fue uno de los pocos alumnos del Seminario que no recibió ningún aviso o corrección durante aquel curso21.

Ese clima de piedad, y también de pullas, dimes y diretes, ayudó a Escrivá a ir forjando su carácter. Durante gran parte de su existencia tendría que avanzar a contracorriente, y con frecuencia, en medio de incomprensiones mucho más enconadas, por lo que aquellas experiencias –cara y cruzconstituyeron un buen entrenamiento para el futuro.

Fue un año de estudio intenso. A las cinco asignaturas de segundo de Teología se sumaron otras cuatro, ya que el plan de estudios de Zaragoza no coincidía con el de Logroño. Eso hizo que Escrivá comentara, años después, que a la hora de examinarse, tranquilo, «lo que se dice tranquilo, no iba nunca»22, aunque los resultados fueran buenos.

De todas formas, lo que inquietaba a Josemaría no era la cuestión académica, sino los consejos del Rector que, sin conocerle –y basado únicamente en las opiniones del joven inspector–, llegó a decirle que no lo veía como sacerdote, y le aconsejó en varias ocasiones que se marchara. Escrivá no deja dudas sobre este punto, cuando afirma que –con la mejor de las intenciones, desde luego– el Rector puso «todos los medios» para que abandonara el Seminario.

«¿Para qué quiero hacerme sacerdote? –se preguntó–. ¿Qué hago yo aquí?». El origen de aquella crisis no radicaba en una falta de generosidad o de disposiciones de entrega por su parte, como señala Herrando; todos los estudios sobre este periodo «aportan una documentación que pone de manifiesto una actitud interior de fe inquebrantable y de firmeza en su respuesta a la vocación»23.

No se trataba de una «crisis de vocación sacerdotal», tal como se entiende habitualmente esa expresión. Sus preguntas interiores se debían –por decirlo de algún modo– a la falta de un «modelo de sacerdote» al que imitar.

Su punto de referencia más cercano –su tío Carlos, el arcediano, tan distante afectivamente de sus padres– era la cara opuesta de sus aspiraciones íntimas. Escrivá no deseaba ser un sacerdote así, a pesar de que ese tipo de sacerdote fuera bastante habitual.

Cuando trato de recordar el contraste entre tío y sobrino –recuerda Antonio Moreno, uno de los mejores amigos de Escrivá en aquel tiempo– me doy cuenta de que eran no solo dos maneras de ser muy diferentes, sino que incluso representaban dos formas diversas de concebir la vida del sacerdote. El tío era un eclesiástico cuyo horizonte era la carrera eclesiástica y que –al ser arcediano– tenía la sensación de haber llegado a la cumbre. Josemaría, en cambio, con ser de inteligencia despierta y de brillante personalidad, no tenía el menor interés en hacer carrera con el sacerdocio y se notaba que buscaba solamente en el Seminario la correspondencia a algo que Dios le pedía24.

Recordando esos padecimientos interiores, anotaba Escrivá años después, dirigiéndose al Señor: «Quizá –si no hubieras estorbado mi salida del Seminario de Zaragoza, cuando creí haberme equivocado de camino– estaría alborotando en las Cortes españolas, como otros compañeros míos de Universidad lo están..., y no a tu lado, precisamente, porque [...] hubo momento en que me sentí profundamente anticlerical, ¡yo que amo tanto a mis hermanos en el sacerdocio!»25.

Al igual que ocurre con la crisis que sufrió durante su adolescencia, no contamos con demasiados datos sobre este proceso íntimo, que tuvo lugar al final de su primer año en Zaragoza. Escrivá no habló demasiado de estas cuestiones. Solo comentó, años después, que «sucedieron muchas cosas duras, tremendas, que no os digo porque a mí no me causan pena, pero a vosotros sí que os la darían»26. Y recordaba: «Dios escribe derecho con renglones torcidos»27.

«Parece que acabó el curso en Zaragoza –escribe Toldrácon intención de no volver: de hecho el Rector no envió ese año a don Hilario Loza, el párroco de Santiago, el oficio en el que le rogaba que informase sobre la conducta del seminarista durante el periodo estival»28.

Durante el mes de junio se produjo en África el llamado desastre de Annual: los rebeldes rifeños liderados por Abd El-Krim masacraron a unos ocho mil soldados y oficiales del ejército español en Marruecos, que quedaron sin enterrar, torturados o abiertos en canal, durante cuatro años. Aquella derrota conmovió al país y generó una fuerte crisis política.

Durante ese verano Josemaría estuvo charlando con Gregorio Fernández Anguiano, que había pasado a ser Vicerrector del Seminario de Logroño y le conocía bien. Este le tranquilizó y le reafirmó en su vocación. Hubo un cruce de cartas entre el Rector de Zaragoza y el Vicerrector de Logroño sobre la idoneidad de Escrivá para el sacerdocio. Para Fernández no había duda, ya que, como había puesto anteriormente por escrito, Josemaría había dado «pruebas claras de su idoneidad al estado eclesiástico»29 durante su estancia en el Seminario de Logroño.

Eso explica la sorpresa del Rector de Zaragoza cuando le vio regresar a comienzos del curso siguiente, en septiembre de 1921, «pues parece –escribe Toldrá– que ya no contaba con su presencia»30.

Durante aquel segundo curso en el Seminario, al conocerle mejor, se produjo en López Sierra un cambio radical de actitud y comenzó a darle ánimos. «Después de poner realmente todos los medios para que yo abandonara mi vocación (con intención rectísima hizo eso), fue mi único defensor contra todos»31.

López Sierra fue uno de los sacerdotes que más le influyeron durante ese periodo, junto con Antonio Moreno, Vicepresidente del Seminario de San Carlos. «Demostraba mucho espíritu sacerdotal, mucha experiencia pastoral y era muy humano –contaba Escrivá hablando de Moreno, tío de un condiscípulo y amigo suyo con ese mismo nombre–. Me contaba anécdotas muy gráficas, con gran sentido sobrenatural y pedagógico, que me hacían un bien enorme»32.

Durante el largo periodo académico Escrivá residía, al igual que sus compañeros, de forma ininterrumpida en el Seminario, sin vacaciones de ningún tipo, como se acostumbraba entonces. Tuvo ocasión de profundizar con calma en la llamada «cuestión social», y estudiar las enseñanzas de la Iglesia sobre estas materias, ante las que estaba especialmente sensibilizado, al igual que su padre. Entre ellas estaban las cartas del cardenal Soldevila sobre los problemas de los trabajadores.

El 22 de enero de 1922, mientras cursaba el segundo trimestre del tercer curso de Teología, falleció Benedicto XV. El 6 de febrero fue elegido Pío XI33.

Cara y cruz

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