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Marzo de 1925. Ordenación sacerdotal y primera Misa

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Pocos días después regresó al Seminario y siguió preparándose para el diaconado, que recibió el 20 de diciembre de 1924. Debido a las circunstancias, ni su madre ni sus hermanos pudieron estar presentes.

En las primeras semanas de 1925 Dolores se instaló en Zaragoza con Carmen y Santiago, con la idea de que Josemaría fuera a vivir con ellos en cuanto se ordenara. Alquilaron un tercer piso en un callejón oscuro, corto y estrecho del barrio de Tenerías. Era una vivienda modesta y abuhardillada, cercana al Seminario. «En el cementerio de Barbastro dejaron a tres hijas enterradas. En el de Logroño, al cabeza de familia»3.

La mudanza de Logroño a Zaragoza –explica Herrando– trajo nuevos disgustos y mayor soledad en esas horas dolorosas. Esta decisión contrarió profundamente al arcediano, don Carlos Albás que, aunque no había asistido siquiera a los funerales de su cuñado, consideró un grave error ese traslado. En su enfado tuvo unos gestos de gran desconsideración para con Josemaría, su hermana y su madre, negándoles su ayuda y distanciándose de ellos desde ese momento. Por otra parte, desde hacía algún tiempo, se había enfriado su relación con Josemaría; de una parte, quizá, por influencia de una sobrina, y de otra, además, al descubrir los proyectos de Josemaría, que seguía una línea que no coincidía con los planes que él se había forjado para la carrera sacerdotal de su sobrino4.

Cuenta Ángel Camo, primo de Escrivá: «Tengo entendido que mis tíos Carlos –canónigo en Zaragoza–, Mariano –también sacerdote, que fue fusilado en Barbastro durante la guerra–, Vicente –beneficiado en Burgos– y Florencio Albás pensaron en pasarles una cantidad si se quedaban en Logroño; no sé por qué –a mi modo de ver hay que saber respetar la intimidad de la vida de cada familia– los tíos se molestaron cuando decidieron venirse a Zaragoza, y no les ayudaron nada»5. «Algunos de los tíos se distanciaron a fin de no tener que ayudarles», explica otro pariente, Pascual Albás6.

La situación económica familiar se volvió particularmente apurada. Hasta aquel momento los Escrivá habían vivido al día con el sueldo del cabeza de familia. Al faltarles, Josemaría tuvo que comenzar a dar clases particulares7 cuando quedaban pocos meses para su ordenación. Era el único trabajo compatible con su situación en aquellos momentos.

Pocas semanas después los Escrivá se mudaron a otro piso, pequeño y modesto, en el nº 11 de la calle Rufas.

El sábado 28 de marzo de 1925 –Año Santo en la Iglesia–, Josemaría recibió la ordenación sacerdotal8 en la iglesia del Seminario de San Carlos, de manos de Miguel Díaz Gómara, obispo auxiliar de Zaragoza, junto con otros nueve presbíteros9, cuatro diáconos y catorce subdiáconos. Tenía veintitrés años10.

El domingo abandonó el Seminario, y al día siguiente, 30 de marzo, Lunes de Pasión, consiguió celebrar su primera Misa en la Santa Capilla de la Basílica del Pilar –no le resultó fácil que le concediesen hacerlo allí–, que ofreció por el alma de su padre.

No fue una Misa solemne, sino simplemente rezada, con ornamentos morados. Comenzó a las diez y media de la mañana y solo estuvieron presentes su madre, vestida de luto, al igual que Carmen y Santiago; el Rector del Seminario; dos sacerdotes conocidos; Juan Moneva, su profesor de Derecho, junto con su mujer y su hija; su prima Sixta Cermeño y su esposo; dos chicas de Barbastro, «las de Cortés», que eran amigas de su hermana Carmen, y un primo de su madre, junto con su esposa. En total, unas quince personas.

A Josemaría le ilusionaba que su madre –que ese día se encontraba enferma– fuera la primera en recibir la comunión de sus manos; pero una señora se arrodilló antes que ella en el reclinatorio y no quiso hacerle un desaire.

Dolores Albás estaba feliz por tener un hijo sacerdote, pero debió ser especialmente doloroso para ella que no quisieran asistir a esa primera Misa ninguno de sus hermanos y cuñados de Barbastro y Fonz; y que ni siquiera su hermano Carlos, canónigo arcediano de aquella misma catedral, la tercera dignidad eclesiástica de la archidiócesis, hubiese estado presente; ni su otro hermano sacerdote, Vicente. Lo habitual es que ellos hubieran sido «los padrinos de altar».

Por no tener, Josemaría no disponía siquiera de la cinta con la que ataban las manos del nuevo presbítero durante la ceremonia y la tuvo que pedir prestada. Se entiende que, al terminar la Misa, el joven sacerdote se apartara a un lado, y tras cubrirse con su manteo, comenzara a llorar11.

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