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Del 18 de mayo de 1925 al 8 de abril de 1927. Tiempo de espera
ОглавлениеEl 18 de mayo regresó a Zaragoza. Para su sorpresa, en la curia no le dieron ningún encargo pastoral. Todo daba a entender que su tío Carlos pretendía forzar su marcha de la ciudad. Dijo que estaba dispuesto a ir donde le indicaran, pero no obtuvo respuesta.
Su madre fue a hablar con su hermano Carlos, acompañada por el pequeño Santiago. Quería pedirle que no destinaran a Josemaría fuera de Zaragoza. El arcediano –recuerda Santiago– la recibió con hosquedad y acabó echándolos a empujones y de mala manera de su casa19.
Para Domingo Fumanal, un compañero suyo, «debió de ser muy duro para él –sobre todo por el gran corazón que tenía– encontrarse con que sus tíos no le ayudaron, ni acompañaron a su madre en los momentos tan difíciles y dolorosos por los que tuvieron que pasar. Sin embargo nunca murmuró de nadie»20.
Consiguió, tras muchas dificultades, ser capellán, adjunto y eventual, en la iglesia de San Pedro Nolasco, regida por los jesuitas. Y siguió dando clases particulares, porque con lo que obtenía por ese trabajo pastoral no podía mantener a su familia. Años después denominaría ese periodo como un tiempo de «providenciales injusticias»21, al considerarlas parte del plan de Dios para purificarle, fortalecerle y prepararle para una misión que aún desconocía.
Con lo que Josemaría obtenía por las clases particulares y la pequeña pensión que abonaban dos sobrinos, los Camo Albás, a los que hospedaban en casa, los Escrivá no lograban mantenerse económicamente, hasta que llegó un momento en el que la situación se volvió insostenible. Josemaría intentaba acabar lo antes posible sus estudios de Derecho para poder remediar aquellas penurias, pero las necesidades económicas le obligaban a dar más clases particulares, con lo que le quedaba menos tiempo para estudiar y asistir a la Facultad.
Eso hizo que un catedrático le suspendiera en Historia de España, por no haber asistido a sus clases, aunque Escrivá no estaba obligado a ello por ser alumno libre. Le escribió una carta pidiéndole que le diese garantías de que podía aprobar en la convocatoria siguiente. Al ver lo sucedido, el catedrático reconoció su error y le dijo que ya estaba aprobado: bastaba con que se presentara al examen.
Hizo amistad con muchos compañeros: Manuel Romeo, los hermanos Jiménez Arnau, David Mainar, Juan Antonio Iranzo, Domingo Fumanal, Arturo Landa, Luis Palos... Entre ellos había creyentes y no creyentes, como Pascual Galbe. Todos subrayan su simpatía y «extraordinario don de gentes»22 y le recuerdan ayudándoles espiritualmente y «haciendo además que entre nosotros nos conociésemos más y nos tratáramos y nos ayudáramos en lo que podíamos: estudios, apuntes, etc.»23.
Era de esperar que un joven sacerdote recién ordenado al que no dan ningún encargo pastoral en su diócesis, tras pedirlo reiteradamente –las cosas hubieran sucedido de otro modo si viviera el cardenal Soldevila– se encontrara irritado, frustrado o, al menos, entristecido por las circunstancias. De las contradicciones puede obtenerse el fruto envenenado de la mala experiencia, el resentimiento y la amargura, o la experiencia liberadora que sabe sacar la mejor lección de cada suceso y aprende a relativizar los hechos, dándole a cada contrariedad la importancia que tiene.
Los testimonios de los que le conocieron confirman que a Escrivá le sucedió lo segundo y se comportó de igual manera que su padre en los momentos de dificultad. «Era muy alegre –escribe Iranzo– y tenía un gran sentido del humor. Aguantaba con sencillez las intemperancias –palabras malsonantes, chistes subidos de tono– de los compañeros, y sabía salir airoso de situaciones que para otros habrían sido comprometidas»24. Luis Palos subraya su afán por «ayudar a todos en todos los aspectos, también por supuesto en el espiritual»25.
Arturo Landa recuerda que logró hacerse amigo de los universitarios más alejados de la fe, porque sabía «respetar las ideas que los demás pudiesen tener y abría su amistad a todos»26. Y a pesar de su falta de tiempo, los domingos por la tarde acompañaba a un grupo de estudiantes que daban catequesis a los niños de los arrabales de Zaragoza.
A partir de octubre de 1926 comenzó a dar dos o tres clases por semana, de siete a ocho de la tarde, de Derecho Canónico, Derecho Romano y otras disciplinas en un centro académico –el Instituto Amado27– que acababa de abrir en la ciudad el capitán Santiago Amado Lóriga. Se ignora por medio de quién estableció contacto con el capitán Amado; quizá gracias al comandante Manuel Romeo Aparicio, padre de Manuel y José Romeo Rivera, con los que tenía amistad.
En aquella Academia se podían estudiar numerosas materias de bachillerato y preparar el ingreso en las escuelas de ingenieros o en las academias militares, así como los cursos preparatorios de algunas facultades28. Cuando terminaban las clases, al igual que hacía en la Facultad de Derecho, Escrivá «solía quedarse un rato con los alumnos de tertulia. En esas conversaciones se veía su deseo de ayudar a todos, tanto en cuestiones académicas como en el terreno espiritual»29.
Sorteando dificultades, más mal que bien, logró mantener a su familia, hasta que en enero de 1927 terminó la carrera y obtuvo la licenciatura en Derecho.
Seguía buscando una salida para remediar aquella situación de penuria permanente: «No sé cómo podremos vivir... –escribía–. Realmente –ya lo contaré a su tiempo– vivimos así, desde que yo tenía catorce años, aunque se agudizó la situación a raíz de morir papá»30.
A comienzos de marzo un amigo claretiano, Prudencio Cáncer, le comentó que los redentoristas que atendían la iglesia de San Miguel de Madrid buscaban con urgencia un sacerdote que pudiese celebrar la Misa de seis menos diez de la mañana31. Escrivá empezó a considerar la posibilidad de trasladarse a la capital, porque llevaba dos años ordenado y en la diócesis seguían sin darle un encargo pastoral. Lo habló con su amigo y maestro Pou de Foxá, que le aconsejó ese traslado. Tal como estaban las cosas –le dijo– en Zaragoza no tenía nada que hacer32.
Escribió al Rector de San Miguel. Un día se encontró por la calle con Domingo Fumanal, un compañero de clase, que le preguntó:
—¿Y qué harás en Madrid?
—Me colocaré de preceptor o trabajaré dando clases33.
Seguía planteándose la necesidad de llevar a cabo lo que Dios quería de él; algo por lo que se había hecho sacerdote y todavía ignoraba. ¿Qué era eso que, con expresión aragonesa, barruntaba (presentía) dentro del alma? Aún no lo sabía.
«¡Señor, que vea! –seguía rezando–. ¡Que sea! ¡Que sea! ¡Que sea eso que Tú quieres, y que yo ignoro!».