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Del 31 de marzo al 17 de mayo de 1925. Perdiguera

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Un día después, el 31 de marzo, Dolores Albás se quedó otra vez sola con su hija Carmen y el pequeño Santiago. En la misma jornada en la que celebró su primera Misa, poco después de la comida –un buen plato de arroz para los invitados más cercanos en la casa de la calle Rufas– le indicaron a Josemaría que se trasladase a Perdiguera, un pueblo de los Monegros, con ochocientos setenta y un habitantes, para sustituir temporalmente a Jesús Martínez, el párroco, que había caído enfermo hacía un tiempo12.

No protestó, aunque debió resultarle especialmente duro alejarse de los suyos en aquellas circunstancias13. Lo mismo le sucedió a los suyos. No era habitual dar un destino pastoral de aquel modo precipitado14.

Afortunadamente Perdiguera, un pueblo de secano, quedaba a pocos kilómetros de la ciudad. Escrivá sabía, además, que anteriormente habían contemplado la posibilidad de enviarle a uno de los pueblos más a desmano de la provincia.

Subió al coche de línea tirado por mulas y, tras recorrer cuatro leguas y media, arribó a la plaza de Perdiguera, donde le esperaba un muchacho, Teodoro Murillo, hijo del sacristán15.

Se hospedó en la modesta vivienda de un campesino del pueblo, Saturnino Arruga. Su hijo pequeño, de unos diez o doce años, se dedicaba únicamente, como era habitual entonces, a cuidar de las cabras, sin acudir a la escuela:

Me daba pena –recordaba Escrivá– ver que pasaba todo el día por ahí, con el rebaño. Quise darle un poco de catecismo, para que pudiera hacer la Primera Comunión. Poco a poco, le fui enseñando algunas cosas.

Un día se me ocurrió preguntarle, para ver cómo iba asimilando las lecciones:

—Si fueras rico, muy rico, ¿qué te gustaría hacer?

—¿Qué es ser rico?, me contestó.

—Ser rico es tener mucho dinero, tener un banco...

—Y... ¿qué es un banco?

Se lo expliqué de un modo simple y continué:

—Ser rico es tener muchas fincas y, en lugar de cabras, unas vacas muy grandes. Después, ir a reuniones, cambiarse de traje tres veces al día... ¿Qué harías si fueras rico?

Abrió mucho los ojos, y me dijo por fin:

—Me comería ¡cada plato de sopas con vino!

Todas las ambiciones son eso; no vale la pena nada. Es curioso, no se me ha olvidado aquello. Me quedé muy serio, y pensé: Josemaría, está hablando el Espíritu Santo.

Esto lo hizo la sabiduría de Dios, para enseñarme que todo lo de la tierra era eso: bien poca cosa16.

Adecentó la iglesia de la Asunción –el altar y el sagrario se encontraban en un estado lamentable– y se dispuso a conocer a las familias de la parroquia. Eran unas doscientas y se dedicaban, por lo general, a las faenas del campo: gente franca y sencilla, con una formación humana y religiosa elemental, como en la mayoría de los pueblos del país. Los hombres aparecían por la iglesia de Pascuas a Ramos, con motivo de un bautizo, una boda o un funeral.

No solía haber una actitud negativa hacia los sacerdotes –de hecho varios vecinos intentaron que les dijera la dirección de su familia en Zaragoza para enviarles algunos alimentos–, pero pervivía, al igual que en muchos otros pueblos, una antigua tradición de burlas al cura, y más cuando se trataba de un sacerdote recién ordenado. Hasta allí llegó alguno de los motes que le habían puesto en el Seminario: un día oyó que un vecino le llamaba «el místico»17.

Comenzó a dar clases de catecismo a los niños y adultos, visitó a todas las familias del lugar y atendió de modo especial a los enfermos. Dejó un buen recuerdo18, aunque estuvo allí poco más de mes y medio. Aquella breve experiencia le sirvió para conocer la realidad del mundo rural, con sus luces y sombras; y las precarias condiciones de vida de los sacerdotes que atendían esas parroquias en circunstancias materiales difíciles, sufriendo con frecuencia el zarpazo de la soledad.

Cara y cruz

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