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Sofía Malmierca era una señora que podría rondar los setenta y cinco años. Con pelo corto y canoso, al estilo garçon, vestía pantalón y jersey negros. No llevaba pendientes, pulseras, ni tampoco anillos. Solo portaba una mirada que desprendía un dolor tan intenso que podía atravesar el alma de cualquiera.

―¿Cómo ha llegado hasta aquí? ―pregunté, mientras me sentaba frente a ella e intentaba reponerme de la impresión.

―Ha sido un chico joven, el agente Javier Ardana, quien me ha traído a su despacho y me ha dicho que lo esperase.

Maldije para mis adentros al novato, aunque en realidad tampoco toda la culpa era suya. Recién salido de la academia, el chico se había incorporado cuatro días antes a mi equipo y yo apenas había podido cruzar unas pocas palabras con él. De hecho, no había tenido siquiera la ocasión de explicarle cómo funcionaba la unidad. Con todo, eso no le serviría de excusa, y mi mente ya visualizaba el buen chaparrón que le iba caer. No se podía meter así a alguien en el despacho de un superior sin avisar.

―Entiendo ―contesté, disimulando mi malestar―. Tenía pendiente hablar con usted, aunque, dadas las circunstancias, he de confesarle que no esperaba hacerlo hoy. Antes de nada, quiero expresarle mi más sentido pésame y aprovecho también para decirle que estamos aquí para todo lo que necesite ―dije, con toda la sutileza y afecto que me fue posible.

Sofía Malmierca mantenía los ojos acuosos y yo temía que rompiera a llorar de un instante a otro. Sin embargo, mantuvo el tono neutro del saludo anterior.

―Mi hijo no se suicidó. No me importa lo que diga la autopsia. Era demasiado cobarde para eso. Créame, soy su madre ―soltó de repente.

He de reconocer que su reacción no me sorprendió demasiado; que una madre afirmara eso podía llegar a ser de lo más normal del mundo. Decidí comenzar a indagar un poco más en la vida del difunto.

―¿Por qué piensa así? Mejor, empecemos por el principio. Cuénteme cómo era su hijo.

Sutilmente, pulsé el botón de acceso directo de mi teléfono móvil y activé la grabadora de mi dispositivo.

―De pequeño era muy travieso, ¿sabe? Se pasaba el día molestando a otros niños y lo tuve que sacar de algún lío en más de una ocasión, pero con el paso de los años se volvió cada vez más tímido y, tras la muerte de su padre, cuando él tenía diecisiete años, se encerró incluso más en sí mismo. Apenas salía de casa y se pasó buena parte de su juventud entre videojuegos y visitas a clubs de alterne que no lo llevaban a ningún sitio. Solo mantenía relación con un par de amigos cercanos, hasta que se fueron casando y teniendo hijos, lo que hizo que se distanciaran todavía más. Ya sabe, lo normal. Creo que ahí es cuando comenzó a sentirse verdaderamente solo.

―Entiendo ―asentí, dándole pie a que continuara.

―Supongo que también querrá saber si tenía o tuvo anteriormente alguna novia. Le sacaré de dudas: jamás trajo a nadie a casa y una única vez me enteré por los chismorreos de pueblo de que lo habían visto por Granada acompañado de una mujer, aunque de eso hace ya muchos años y él siempre fue muy reservado para esos temas.

Me sorprendió el aplomo con el que la mujer hablaba ya de su hijo en pasado; parecía que tenía totalmente asumida la pérdida de su vástago, apenas unas pocas horas después de confirmarse su trágica muerte.

―Tengo entendido que Rodrigo era hijo único. ―Ella sintió―. ¿Alguna otra afición o amistad que destacara en especial?

Sofía Malmierca pareció pararse a pensarlo durante un instante.

―Una cosa de cada, quizá. Hace alrededor de ocho o diez meses, noté que volvía a estar de nuevo muy activo socialmente. Aunque hace años que se independizó, su piso está a escasos minutos de mi casa y, desde hace un tiempo, comencé a percatarme de que se cuidaba más, se compraba mucha ropa y salía de nuevo por las noches… Al principio me alegré, pues pensaba que al fin había conocido a una buena mujer, pero pronto esas salidas empezaron también a preocuparme, pues a veces mi hijo, bastante responsable dentro de lo que cabe, se pasaba un día entero o más sin darme la más mínima señal de vida; ni una llamada, ni un mísero mensaje para decirme que estaba bien. Entiendo que a usted le parezca normal que un hijo de cuarenta y tantos actúe así, pero nosotros estábamos muy unidos y vivíamos a un paso. Y a pesar de que indagué por mi cuenta, pues sabía que él no me lo iba a contar directamente, no pude averiguar nada respecto a sus nuevas amistades o a lo que hacía en esos momentos en los que parecía escabullirse del mundo.

Tal y como me temía, Sofía no aguantó más y comenzó a sollozar.

―He sido una mala madre, eso es lo que he sido…

Se llevó las manos a la cara.

Me levanté de la silla e, inclinándome sobre la mesa, llevé mi mano con suavidad a su antebrazo.

―Vamos, cálmese. Estoy seguro de que usted puede ser cualquier otra cosa menos eso ―intenté reconfortarla mientras le daba unas suaves palmaditas.

Consolar no se me daba precisamente bien, y el caso era que bastante entereza había mostrado ya Sofía Malmierca, teniendo en cuenta que al día siguiente iba a enterrar a su único hijo. Decidí, por tanto, terminar con la entrevista, puesto que más adelante tendría que volver a visitarla en su casa y ver también el domicilio del propio Rodrigo Barbosa.

―¿Cree que su hijo podía tener deudas de juego o de algún otro tipo? ―Dado el perfil, la forma de morir y lo poco que me había contado su madre, fue lo primero que pasó por mi cabeza.

―No lo creo, a Rodrigo no le gustaba jugar ni al Monopoly ―contestó con seguridad.

―Me ha ayudado usted mucho. Váyase a descansar lo que pueda, que mañana le espera una dura jornada.

―Gracias, señor inspector ―me dijo, mientras se levantaba, secándose las lágrimas con un pañuelo que acababa de sacar del bolso. Acto seguido, mirándome directamente a los ojos, preguntó―: Me cree, ¿verdad? Mi hijo no se ha suicidado. Alguien lo ha matado, estoy segura. ¡Tiene que creerme, por favor! ―exclamó, con un deje de desesperación.

―Le prometo que haremos todo lo que esté en nuestras manos para esclarecer los hechos ―expresé con el tono de voz más seguro que pude encontrar en ese momento.

Ella asintió, probablemente un poco decepcionada ante mi respuesta, y se encaminó a la puerta del despacho. Justo cuando se disponía a salir, caí en la cuenta.

―Un momento, le he hecho una pregunta doble y solo me ha respondido a una de dos: la de la posible y misteriosa nueva amistad, pero no me ha dicho cuál era su afición particular.

Las cuencas de los ojos de Sofía Malmierca comenzaron a inundarse de lágrimas.

―A Rodrigo le encantaba pescar ―confesó, conteniendo el llanto―. Podía pasarse las horas muertas al lado de una diminuta charca si sabía que en su interior se encontraba un solo pez.

―Está bien, gracias ―respondí, algo aturdido, mientras abría amablemente la puerta del despacho para que saliese.

Cuando me quedé solo, dejé que la adrenalina bajara de intensidad progresivamente. Estaba poco a poco formándose una imagen del fallecido en mi mente que encajaba con varios tipos de perfiles a la vez. Lo de la pesca podía ser casualidad o no, pero, en cualquier caso, tendríamos que hablar nuevamente con el supuesto pescador aficionado que encontró el cuerpo. Era como si aquel hombre no encajase del todo con el escenario en el que lo encontramos, y por más que hubiese predicado sobre su gran afición a la pesca, no dejaba de darme la impresión de que parecía como si se hubiese situado allí adrede, de manera artificial.

Marqué la extensión y, al poco, escuché la respuesta de una voz juvenil al otro lado.

―Ardana, preséntate en mi despacho. De inmediato.

Senderos tras la niebla

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