Читать книгу Senderos tras la niebla - José Piqueras - Страница 8
ОглавлениеNoche del 21 de diciembre de 2017
Provincia de Granada, alrededores de Güéjar Sierra
―¡Voy a disparar, Morrison! ―grité angustiado a mi compañero―. ¡Le juro por mi vida que si no frena ya voy a freír a tiros a ese maldito brujo!
Tragué saliva para intentar convencerme de que tenía que hacerlo si quería evitar que aquello acabase en una nueva tragedia.
El conductor del vehículo que teníamos delante pareció oírme, porque, de repente, aceleró aún más, levantando tras de sí una enorme nube de polvo.
―Pise a fondo. ¡Joder, se nos va! ―vociferé.
Morrison dio un fuerte apretón al pedal de gas, procurando guardar cierta distancia con el Seat León negro al que perseguíamos desde hacía escasos minutos. Tenía la mirada fija en la carretera, intentando no perder de vista el otro coche ni dar un mal paso ante la cantidad de baches y cruces que conformaban el terregoso camino.
Si algo había aprendido a lo largo de mi existencia era que finalmente las hostias me las solía llevar, pero al menos era cierto que yo era de esas personas que también las veía venir. Lo de esquivarlas ya era otra cosa. Y desde el instante en que lo vi salir a toda prisa de ese apartamento, supe que esa noche la cosa no podía acabar bien.
Accioné con decisión el interruptor del elevalunas, saqué la cabeza por la ventanilla del copiloto y quité el seguro de mi reglamentaria, dispuesto a abrir fuego a la primera oportunidad. La oscuridad de la noche, mezclada con la gravilla y el denso humo negro que nos salpicaba desde el vehículo al que pretendíamos dar caza, apenas me permitía ver con un mínimo de claridad, por lo que, prácticamente cegado, intenté apuntar a la rueda trasera derecha. Solo tenía un objetivo en mente: detener ese coche como fuera.
―¡Va hacia el pantano! ¡Ese lunático se va a lanzar al agua! ―exclamé aterrado, al ver que tomaba el cruce que llevaba directo al embalse.
Apenas cien metros nos separaban de la inmensa presa de agua. A esa velocidad eran muy pocos segundos los que nos quedaban, así que, sin pensarlo más, intenté mantener el pulso lo más firme posible y disparé. ¡Pum! Un sonido ensordecedor se mezcló con el de los motores de nuestros vehículos en marcha, y sin darme tiempo a comprobar el resultado, repetí el gesto dos veces más. ¡Pum! ¡Pum!
De forma instantánea, pude vislumbrar cómo la luna trasera estallaba en mil pedazos, pero el coche no se detuvo.
―Jefe, ese tío va directo al risco, tengo que frenar ―dijo Morrison.
Ahí fue cuando lo vi venir.
―¡La curva, Morrison, gire a la derecha! ―clamé mientras volvía a meter apresuradamente la cabeza en el interior del habitáculo.
Morrison dio un fuerte volantazo y las ruedas traseras de nuestro coche derraparon, haciendo que el vehículo girase sobre sí mismo y se estampase por el lado del piloto con el quitamiedos. El impacto fue bestial. Aún sueño a veces con ese efímero instante en medio de aquella fría y aciaga noche. Siempre que lo hago me despierto de golpe y de la misma manera: aturdido, empapado en sudor y con el eco constante de ese enorme estallido resonando en mi cabeza una y otra vez.
Apenas medio segundo antes, tuve el tiempo justo para llegar a ver cómo el Seat León, sin intención alguna de parar, se despeñaba desde varios metros de altura hacia el agua. Después oí un fuerte golpe.
Y luego, la oscuridad total.