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Capítulo 9. La andariega de Dios y sus viajes

Fémina inquieta y...

Un nuncio de malas pulgas, llamado Felipe Sega, calificó a santa Teresa de «fémina inquieta y andariega». Inquieta, sí, decimos nosotros, por hacer el bien y ayudar a los demás. Andariega sobre todo cuando, después de la fundación de su primer convento de San José en Ávila, se lanzó por la geografía española a levantar nuevos monasterios. Comenzó por Medina del Campo para acabar en Burgos, después de haber andado por Castilla-La Mancha, Andalucía, y varias ciudades castellanas: Valladolid, Salamanca, Palencia, Soria, Segovia, y por villas como Alba de Tormes, donde terminaron sus caminos y donde reposan sus restos.

Kilometraje

Con un cálculo bastante preciso creemos que la Santa desde 1567 a 1582 llegó a recorrer algo más de 7.000 km. Los kilómetros de entonces tenían los mismos metros que los de ahora, pero el recorrido era mucho más largo y penoso por la conformación de los caminos y los medios de trasporte.

¿Qué dice ella?

Ella misma como protagonista cuenta no pocas de las aventuras que le sucedieron durante aquellas travesías. Y lo cuenta casi siempre con su acostumbrada chispa y gracejo. «No pongo –dice– en estas fundaciones los grandes trabajos de los caminos, con fríos, con soles, con nieves, que venía vez no cesarnos en todo el día de nevar, otras perder el camino, otras con hartos males y calenturas» (F 18, 4).

Y los demás, ¿qué cuentan?

Otros de sus acompañantes se han ocupado de darnos más detalles relativos a esos desplazamientos fundacionales. El primer biógrafo Francisco Ribera, bien informado por testigos presenciales, trasmite: «Llevaba consigo agua bendita y algunas veces un Niño Jesús en los brazos. Con esto no le causaba el camino distracción, ni la hacía más el andar que el estar, ni los negocios que la quietud, ni los trabajos que el descanso [...]. Iba por el camino tan en oración y en la presencia de Dios que casi nunca la perdía y esto no como otras personas devotas, sino de un modo muy alto, que allá en lo más interior de su alma traía las Tres Personas Divinas»[15].

Y Jerónimo Gracián en las Escolias a la vida de santa Teresa del P. Ribera apunta:

Por los caminos en los carros llevaban su campanilla y tañían a su tiempo silencio y oración y a decir sus Horas como si estuvieran en convento. Era cosa de ver el cuidado de la Madre con todas las cosas necesarias para los que iban con ellas como si no pensasen en otra cosa y toda su vida hubiera sido arriero. Algunas veces llamaba a los que iban a pie y los consolaba y hablaba con tanta gracia que no se sentía el cansancio. Otras íbamos hablando de cosas de Dios, especialmente cuando caminaba en mula.

El mismo Gracián informa acerca de la Madre Teresa como amazona, si queremos hablar así: «Cuando caminaba en mula, se sabía tan bien tener en ella que iba tan segura como si fuera en el coche. Acaeció una vez disparar a correr la mula en que iba, alborotándose, y ella sin dar voces ni hacer extremos de mujer, la refrenó. Finalmente, parece que para todo le daba Dios gracia, y en especial para estos caminos que hacía tan enderezados a su honra y gloria»[16].

La tonadillera

Trataba siempre de hacer lo más alegre posible los viajes a cuantos iban con ella. María de San José contando las jornadas desde Beas a Sevilla escribe: «Todo se pasaba riendo y componiendo romances y coplas de todos los sucesos que nos acontecían, de que nuestra Santa gustaba extrañamente, y nos daba mil gracias porque con tanto gusto y contento pasábamos tantos trabajos»[17].

Con ella

Un recorrido con ella por algunos de sus caminos, atajos, vericuetos, será aleccionador, viendo cómo encaja situaciones de todas clases y cómo sabe contarlas más tarde, regalándonos ese su libro de Las Fundaciones.

A Medina del Campo

En la primera salida fundacional llega con su caravana el 13 de agosto de 1567 a Medina del Campo y anota: «Llegamos a las doce de la noche y a pie nos fuimos a la casa. Fue harta misericordia del Señor, que a aquella hora encerraban toros para correr otro día, no nos topar alguno; el Señor nos libró» (F 3, 7). No hizo falta ni siquiera echarles un capote ni invocar a san Fermín; los toros habían ido por otra calle.

En Puebla de la Mancha

Saliendo de Malagón (Ciudad Real) llegó Teresa con sus acompañantes a Puebla de la Mancha. Entraron en la iglesia del pueblo y los curas no les querían dar la comunión teniéndolas por gente de mala ley que andaba por los caminos haciendo fechorías; «y como la vieron recibir el Santísimo Sacramento, llegáronse a ella muy escandalizados que cómo y cómo había comulgado, que primero que de allí saliese harían probanza de quién era». Ella tan alegre al ver la opinión en que la tenían y no les respondió nada. Se armó un barullo tal que las echaron de la iglesia, «enviando personas con ella hasta cerca de Toledo, para ver qué gente era» (BMC 2, 298-299). Como quien dice, escoltadas por la policía local, y algún alguacilillo en compañía de gente honrada.

En El Tiemblo (Ávila)

Otra aventura de lo más simpática la que corrió en El Tiemblo al ir en 1569 camino de Toledo. Lo cuenta una abulense célebre, Isabel de Santo Domingo, nacida en Cardeñosa, que acompañaba a la Santa. Me gustaría transcribir la narración por entero; pero me contentaré con resumirla. Salió la Santa de Ávila con la mencionada Isabel, otra monja y el sacerdote abulense don Gonzalo de Aranda a últimos de marzo de 1569. La primera noche la fueron a pasar a El Tiemblo. Tuvieron que aposentarse en un mesón. Junto al aposento de las monjas estaba hospedado un caballero, que se encontraba fuera en el momento. La Santa preguntó si no podrían meter allí al cura Aranda. Accedió el mesonero y sacó las pertenencias del otro y las metió en otro cuarto. Acomodado don Gonzalo de Aranda en el nido ajeno, «el buen viejo se puso a rezar sus maitines». En medio del gran silencio de la noche llegó el caballero. Al enterarse «que le habían mudado el aposento, fue tanto su enojo que riñó mucho con el mesonero y le quería dar de cuchilladas». No había manera de apaciguarle y juraba «que había de matar al clérigo». Al fin le redujeron entre el mesonero y los mozos de mulas que iban en la comitiva. Al ruido, las tres monjas se asomaron a ver qué pasaba. Y dice la cronista: «Gonzalo de Aranda salía con una vela en la mano y el Breviario en la otra, que con sus canas parecía un san Pablo, y con mucha paz comenzó a decir: “¡Jesús Señor!, ¿qué es esto y qué agravio le hemos hecho a vuestra merced?”. El otro a quien tenían bien sujeto y asido el mesonero y los mozos forzudos le dijo tantas y tan malas palabras que él se santiguaba muy aprisa y optó por retirarse a dormir. Lo mismo hicieron las monjas echando algunas jaculatorias distintas de las que echaba el agraviado caballero. Al fin desapareció el hombre enfurecido, pero haciendo juramento que había de salir al camino a matar al clérigo. El resto de la noche se pasó en paz, aunque con algún sobresalto. Al día siguiente continuaron su camino y fueron comentando, entretenidas, la braveza del pobre hombre»[18].

La venta de Andino

Siempre el tener que acogerse a ventas y mesones, a veces en condiciones desastrosas, traía consigo situaciones embarazosas entre cómicas y penosas. Basta recordar su estancia en la venta de Andino yendo a la fundación de Sevilla. La víspera de Pentecostés, 21 de mayo de 1575, le dio «una muy recia calentura...; fue de tal suerte que parece tenía modorra, según iba enajenada. Ellas a echarme agua en el rostro, tan caliente del sol, que daba poco refrigerio».

La presencia de la calentura en este caso hace ver que no era literatura lo que le hemos oído al comienzo de estas páginas: tener que viajar con hartos males y calentura. Así las cosas, sigue contando: «no os dejaré de decir la mala posada que hubo para esta necesidad: fue darnos una camarilla a teja vana; ella no tenía ventana, y si se abría la puerta, toda se henchía de sol». Y después de meterse con el sol de Andalucía, continúa: «Hiciéronme echar en una cama, que yo tuviera por mejor echarme en el suelo; porque era de unas partes tan alta y de otras tan baja, que no sabía cómo poder estar, porque parecía de piedras agudas. En fin, tuve por mejor levantarme, y que nos fuésemos» (F 24, 8).

Con esta descripción ha quedado inmortalizada la famosa venta de Andino, unas cuatro leguas antes de Córdoba. María de San José, compañera de camino, habla también de la camarilla donde metieron a la Madre febricitante y dice: «Era un aposentillo, que creo habían estado en él puercos; tan bajo el techo, que apenas podíamos andar derechas y que por mil partes entraba el sol, que con mantos y velos reparábamos; la cama era cual nuestra Madre la significa en el libro de Las Fundaciones (24, 8), y solo esto echaba de ver y no la multitud de telarañas y sabandijas que había, y esto que estuvo en nuestra mano remediar se hizo»[19]. De esta venta y de otras parecidas, Julián de Ávila dice con su buen humor: «Lo bueno que tenían estas posadas era que no veíamos la hora de vernos fuera de ellas»[20].

Desorientadas en el camino

Lo de errar el camino también pasó más de una vez, por ejemplo, cuando en junio de 1568 se acercó a Duruelo con una compañera y Julián de Ávila. Querían ver qué posibilidades ofrecía una casa que un caballero ponía a su disposición para hacer allí el primer convento de frailes. Cuenta ella:

Aunque partimos de mañana, como no sabíamos el camino, errámosle. Y como el lugar era poco nombrado, no se hallaba mucha relación de él. Así anduvimos aquel día con harto trabajo, porque hacía muy recio sol. Cuando pensábamos estábamos cerca, había otro tanto que andar. Siempre se me acuerda del cansancio y desvarío que traíamos aquel camino. Así llegamos poco antes de la noche. Como entramos en la casa, estaba de tal suerte, que no nos atrevimos a quedar allí aquella noche, por causa de la demasiada poca limpieza que tenía, y mucha gente del agosto» (F 13, 3).

Hay quien piensa que «la gente del agosto» serían los piojos, esos bichitos hemípteros y anopluros, a los que ella en una de sus famosas poesías procesionales llama «la mala gente».

El viaje más peligroso

Seguramente que el viaje más peligroso fue el que la llevó a la fundación de Burgos, muy particularmente desde Palencia a Burgos. Ella menciona en el capítulo 31 de Las Fundaciones «un paso que hay cerca de Burgos, que llaman unos pontones, y el agua había sido tanta, y lo era muchos ratos, que sobrepujaba sobre esos pontones tanto, que ni se parecían ni se veían por dónde ir, sino todo agua, y de una parte y de otra está muy hondo. En fin, es gran temeridad pasar por allí, en especial con carros; que, a trastornar un poco, va todo perdido; y así el uno de ellos se vio en peligro» (F 31, 16).

Todos perdidos

Otro de esos viajes llenos de extravíos y pérdidas fue camino de Salamanca. El cronista es Julián de Ávila:

Era en tiempo de grandísimo calor, y así salimos tarde y hubimos de andar dos o tres leguas con mucha oscuridad, y llevábamos un jumento en que iban quinientos ducados para pagar la casa que se había mercado allí. Y el jumento se apartó del camino, de suerte que ninguno de los que allí íbamos le echamos de ver; y fue jumento que en toda la noche pareció. Y teniéndole ya por perdido, a la mañana volvió un hombre a buscarle y le halló, un poco apartado del camino, que nunca de allí se había meneado (BMC 18, 200).

Otro día fue peor porque no era el jumento el que se había perdido sino la Madre fundadora. Merece la pena leer el relato del mismo Julián de Ávila, aunque sea un poco largo. Cuenta:

Otra noche, por ser tiempo de tanto calor, nos fue forzado andar con noche muy oscura, y como íbamos gente de a pie y de a mula, y por malos caminos, apartáronse unos de otros, y yo, procurando recogerlos a todos porque fuésemos juntos, dije a la santa Madre que se detuviese ella y una monja que se llamaba doña Quiteria, de la Encarnación [...]. De manera que yo dije: «Quédense aquí, que era a la puerta de una casa de un labrador, y volveré a hacer andar a los que quedan atrás, porque nos juntemos y no vaya cada uno de por sí». Yo volví, y topando la gente íbamos juntos, y volviendo que volvía a buscar a la santa Madre, como hacía tan oscuro, nunca pude atinar a donde la había dejado, aunque era un lugar de pocos vecinos. Y como di muchas vueltas al lugar y no la hallé, dije a los demás: «Sin duda que se debió de ir el camino adelante con su compañera. Caminemos y alcancémosla». Anduvimos hasta alcanzar a otros de los nuestros con quien yo pensé se había ido, y como yo preguntase si iba allí la Madre, y me dijeron que no, Dios sabe lo que mi alma sintió de pena y parte de afrenta, pareciéndome que por mi mal recado la habíamos perdido. Vuelvo a gran priesa. Y tanta priesa me daba a vocear como a andar, para ver si me respondía. Andando lo que había andado muy buen rato, tópela, que venían ella y doña Quiteria con un labrador que, pagándoselo, las venía mostrando el camino. Ya con esto nos consolamos todos con llevar delante a nuestra fundadora. Y esto antes se pasaba en risa y entretenimiento que con pesadumbre ni disgusto, porque la daba Dios tanto ánimo para todo lo que se ofrecía, que era espanto (BMC 18, 200-201: declaración en el proceso de Ávila).

Julián de Ávila que lo cuenta, como ni el propio Cervantes, dice bonitamente: «De modo que nos hallamos todos con oscuridades, la de la noche y la de hallarnos sin nuestra Madre, que era muy mayor». Haberla perdido y no encontrarla era la mayor de las oscuridades.

De Soria a Segovia

Tremendo el viaje de Soria a Segovia en agosto de 1581: «Aunque quien iba con nosotros sabía el camino hasta Segovia, no el camino de carro. Y así nos llevaba este mozo por partes que veníamos a apearnos muchas veces, y llevaban el carro casi en peso por unos despeñaderos grandes. Si tomábamos guías, llevábannos hasta donde sabían había buen camino, y, un poco antes que viniese el malo, dejábannos, que decían tenían que hacer. Primero que llegásemos a una posada, como no había certidumbre, habíamos pasado mucho sol y aventura de trastornarse el carro muchas veces» (F 30, 13).

Medios de trasporte

Tema viajero de gran interés en la Vida de santa Teresa es el de los medios de trasporte de que se sirvió. Se enumeran los carros cubiertos, el coche de caballos o de mulas, la carroza, la litera. También tuvo que hacer un viaje de Medina a Ávila a lomos de un «jumento de aguador»; no fue esta la única vez que se sirvió de animal tan bíblico.

En los carros con sus monjas llevaba, en cuanto le era posible, como hemos dicho, la vida del convento: sus rezos, horas de oración, horas de silencio; todo mirando el reloj de arena que mandaba. Los mozos que iban en la comitiva guardaban el silencio, como unos santos, y cuando lo levantaban tenían doble alegría.

En su última caminata, de Medina a Alba de Tormes, santa Teresa tuvo a disposición el vehículo femenino por antonomasia: la carroza de la duquesa de Alba... Pero, por aquel septiembre de 1582, ya no andaba la Madre para disfrutar de las comodidades de tan lujoso medio de trasporte (Teófanes).

Los papiros de la madre Teresa de Jesús

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