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Capítulo 12. Teresa, la gran maestra de la parresia

Palabras del papa Francisco

El papa Francisco, en el discurso inaugural del Sínodo de los obispos sobre la familia, decía a los participantes: «Una condición general de base es esta: “Hablad claro. Que nadie diga: Esto no se puede decir; pensarán de mí esto o lo otro...”». Hay que decir todo lo que se siente con parresia, con franqueza.

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Ya hace años publicaba yo un artículo largo que llevaba por título Parresia teresiana, Revista de Espiritualidad 40 (1981) 527-573. Repensando aquel título, se puede descomponer tranquilamente en: Teresa de Jesús, sincera y audaz con Dios y con los hombres. Sinceridad y audacia son dos realidades difícilmente separables en ella; son tan gemelas que no sobreviven una sin la otra, se fertilizan mutuamente. Es tan sincera porque es tan audaz y tan audaz porque es tan sincera.

Sinceridad para con Dios y audacia son, pues, dos manifestaciones de esa actitud denominada cuasi-técnicamente en la Sagrada Escritura «parresia» (literalmente: decirlo todo). Significa más que nada en los Hechos de los apóstoles (cuya penúltima palabra en el texto griego es precisamente «parresia»: 38,31) «la audacia», «la libertad», «la franqueza», con que bajo el impulso del Espíritu Santo, los apóstoles, heraldos del Evangelio, «anuncian el mensaje cristiano con corajuda sinceridad, gemela de la que los profetas verdaderos despliegan en el Antiguo Testamento», siendo esta una de las características más destacadas de la predicación cristiana desde el día de Pentecostés. Para decirlo con uno de los mejores conocedores de la Biblia: «La parresia es una audacia, hecha de libertad y de confianza, que permite presentarse sin temor ante un superior, ante perseguidores o algún interlocutor que pueda contradecir o reprender»[21], y confianza plena entre amigos que permite y obliga a hablar con sinceridad y claridad, sin reticencias.

Configuración teresiana de la parresia

Santa Teresa configura magistralmente la parresia de los apóstoles en la proclamación del evangelio, diciendo: «Con gran fuego de amor de Dios estaban los apóstoles; ya aborrecida la vida y en poca estima la honra que no se les daba más, a trueco de decir una verdad y sustentarla para gloria de Dios, perderlo todo que ganarlo todo, que a quien de veras lo tiene todo arriscado por Dios, igualmente lleva lo uno que lo otro» (V 16, 8).

Cátedra de parresia

Teresa forcejea con san Pablo o más bien con quienes entendían el veto del apóstol de un modo desorbitado, y los desborda a todos. Asistimos así a una pugna o agonía vital. Escribe al padre García de Toledo: «Dé voces vuestra merced en decir estas verdades, pues Dios me quitó a mí esta posibilidad» (V 27, 13). No se subirá a ningún púlpito, pero encuentra el modo de vengarse de esa limitación. Y así la vemos contándole y cantándole a Dios con la más limpia parresia lo que quisiera decir cara a cara a los hombres, a la cristiandad entera. Su cátedra será preferentemente la oración; su estilo el oracional; el tú a tú, diálogo fuerte, de poder a poder con el mismo Dios.

Teresa ora con libertad sincera y atrevida para con Dios. Hay casos en que le riñe, como hija, como amiga, como esposa. Y cuando, como le sucede, le llega la hora de las tinieblas interiores, de la noche oscura, allí la encontramos con su querella pronta y amorosamente cuidada:

Me he atrevido a quejarme a Su Majestad y le he dicho: «¿Cómo, Dios mío, que no basta que me tenéis en esta miserable vida, y que por amor de Vos paso por ello, y quiero vivir adonde todo es embarazos para no gozaros, sino que he de comer, y dormir, y negociar, y tratar con todos, y todo lo paso por amor de Vos, y que tan poquitos ratos como me quedan para gozar de Vos, os me escondáis? ¿Cómo lo puede sufrir el amor que me tenéis. Creo yo, Señor, que si fuera posible poderme esconder yo de Vos, como Vos de mí, que pienso y creo del amor que me tenéis que no lo sufriríais. No se sufre esto, Señor mío, suplícoos miréis que se hace agravio a quien tanto os ama». [...] Algunas veces desatina tanto el amor, que no me siento, sino que en todo mi seso doy estas quejas y todo me lo sufre el Señor. ¡Alabado sea tan gran Rey! ¡Llegáramos a los de la tierra con estos atrevimientos! (V 37, 8-9).

Cuando se encontraba con la oposición más dura a su primera fundación en San José de Ávila y le mandaron que lo dejase todo, se enfrenta con el Señor y le dice: «¡Señor!, esta casa no es mía; por Vos se ha hecho; ahora que no hay nadie que negocie, hágalo vuestra Majestad» (V 36, 17). Que en lenguaje casero significa: ahí queda eso. También cuando el traslado a la nueva casa de Salamanca, le pasó algo parecido: «Dije a nuestro Señor, casi quejándome, que: o no me mandase entender en estas obras, o remediase aquella necesidad» (F 19, 9).

Además de pedir cuentas a Dios de esta manera y de otras parecidas, abunda en clamores a Cristo Jesús, del que dice que «veía que aunque era Dios que era Hombre, que no se espanta de las flaquezas de los hombres, que entiende nuestra miserable compostura. ¡Oh Rey mío!, en todo se puede tratar y hablar con Vos, como quisiéremos» (V 37, 5).

En ninguno de sus arrebatos oracionales, llenos de la más alta parresia, se trata de oraciones aprendidas o prefabricadas. Son agua viva, fuentes de agua viva alumbrada por el Espíritu Santo, maestro y mantenedor de la oración. Desde sus arrebatos parresiásticos defiende también a Cristo ante el Padre. Su parresia alcanza una cumbre altísima cuando se atreve ella a ser intercesora, la medianera, la «tercera» (CV 3, 9), como dice, entre Cristo y el Padre Celestial. Cuando se encuentra con que Cristo Jesús es tan vilipendiado, olvidado, perseguido, menospreciado en el mundo, se levanta Teresa y presiona al Padre Celestial:

Mirad que aún está en el mundo vuestro Hijo; por su acatamiento cesen cosas tan feas y abominables y sucias; por su hermosura y limpieza no merece estar en casa adonde hay cosas semejantes. No lo hagáis por nosotros, Señor, que no lo merecemos: hacedlo por vuestro Hijo (CV 35, 4).

Pero su parresia que es tan fuerte tiene un freno. No se atreve a pedir al Padre que quite la Eucaristía del mundo, que el Hijo nos abandone. No quiere ni puede pedir ese traslado, pues «ya que una vez nos le dio para que muriese por nosotros, ya “nuestro es”. No nos le puede quitar, pues no se ha quedado sino “para ayudarnos y animarnos y sustentarnos”». ¡Y necesitamos tanto estas tres cosas: ayuda, ánimo y sustento! El texto oracional teresiano suena así: «Pues suplicaros que no esté con nosotros, no os lo osamos pedir. ¿Qué sería de nosotros? Que si algo os aplaca, es tener acá tal prenda. Pues algún medio ha de haber, Señor mío, póngale vuestra Majestad» (CV 35, 4).

También se pronuncia santa Teresa en favor del Padre Eterno. Hace la Santa su semblanza del Padre Celestial e insiste ante el Hijo a favor del Padre, y entre otras cosas le dice:

Mirad, Señor mío, que estáis en la tierra y vestido de ella, pues tenéis nuestra naturaleza, parece tenéis causa alguna para mirar nuestro provecho; mas mirad que vuestro Padre está en el cielo, Vos lo decís, es razón que miréis por su honra. Ya que estáis Vos ofrecido a ser deshonrado por nosotros, dejad a vuestro Padre libre. No le obliguéis a tanto por gente tan ruin como yo, que le ha de dar tan malas gracias (CV 37, 3).

La parresia oracional en santa Teresa es significativa cien por cien. Ya en las oraciones parresiásticas que hemos repasado había una valentía y audacia singulares. Términos usados por ella como «osar», «atreverse», «osadía», «atrevimiento» están apuntando a ese factor de intrepidez.

La parresia no se desata solo en la oración sino en la audacia en decir y en denunciar verdades. Y así podemos ver cómo y hasta dónde santa Teresa es valiente frente a los hombres.

Su parresia brota de su vida teologal, es aliento del Espíritu que la enseñaba a orar y la inspiraba fuerte y dulcemente; pero también en mil casos presupone lo animoso del temperamento de la Santa, de su condición: «Era menester –confiesa– ayudarme de todo mi ánimo, que dicen no le tengo pequeño, y se ha visto me le dio Dios harto más que de mujer» (V 8, 7).

En esta tribuna teresiana se pueden apuntar no pocas gestas de su ánimo, tales como su audacia contra Satanás, audacia contra el mundo, audacia contra los luteranos; dejando por el momento estos puntos, se puede ver su audacia, su parresia en decir verdades. Una de las experiencias místicas más altas que tuvo se refiere a la que iguala a la Verdad con Dios. La verdad que se le dio a entender «es en sí misma verdad, y es sin principio ni fin, y todas las demás verdades dependen de esta verdad, como todos los demás amores de este amor, y todas las demás grandezas de esta grandeza» (V 40, 4). Así se expresa en el último capítulo del libro de su Vida. Y con anterioridad en esa misma obra ha formulado: «¡Bienaventurada alma que la trae el Señor a entender verdades!» (V 21, 1).

Verdades para el Rey y la corte

Inmediatamente después de esta bienaventuranza, grita: «¡Oh, qué estado este para los reyes! ¡Cómo les valdría mucho más procurarle, que no gran señorío! ¡Qué rectitud habría en el reino! ¡Qué de males se excusarían y habrían excusado! Aquí (en el último grado de oración) no se teme perder vida ni honra por amor de Dios. ¡Qué gran bien este para quien está obligado a mirar la honra del Señor que todos los que son menos, pues han de ser los reyes a quien sigan» (V 21, 1). Parece clara y directa la alusión a la corte y a la persona de Felipe II, a quien, por otra parte, tanto veneraba y quería que se le encomendase mucho en sus monasterios.

Como, según ella, para decir y proclamar ciertas verdades hay que tener el mundo bajo los pies, no temía hablar este lenguaje. Y se desfoga con Dios con la fuerza y el ímpetu de su parresia:

¡Oh Señor!, si me dierais estado para decir a voces esto, no me creyeran, como hacen a muchos que lo saben decir de otras suertes que yo; mas al menos satisficiérame yo [...]. Paréceme que tuviera en poco la vida por dar a entender una sola verdad de estas; no sé después lo que hiciera, que no hay que fiar de mí. Con ser la que soy, me dan grandes ímpetus por decir esto a los que mandan, que me deshacen. De que no puedo más, tórnome a Vos, Señor mío, a pediros remedio para todo (V 21, 2).

Y se le ocurre un remedio originalísimo y entrañable: «Bien sabéis Vos –atención al gesto de generosidad– que muy de buena gana me desposeería yo de las mercedes que me habéis hecho, con quedar en estado que no os ofendiese –esta es la única condición que pone– y que se las daría a los reyes; porque sé que sería imposible consentir cosas que ahora se consienten, ni dejar de haber grandísimos bienes» (ib).

Este «bien sabéis Vos» con que inicia la confidencia hace ver que no se trata de una oración repentina en la que se le ocurrió esta renuncia, sino que es algo que lo tiene madurado en el alma y lo ha tratado más de una vez con Dios, con Jesucristo, «Rey de la gloria». Su último grito parresiástico por los reyes suena así: «¡Oh Dios mío! Dadles a entender a lo que están obligados» (V 21, 3). En la corte viene a decir, en otra parte, que no hay gente, no hay personas (que sean los privados de los reyes) que «tengan el mundo debajo de los pies, porque estos hablan verdades que no temen ni deben; no son para palacio, que allí no se deben usar, sino callar lo que mal les parece, que aun pensarlo no deben osar, por no ser desfavorecidos» (V 37, 5).

Teresa no solo pensó tantas verdades, sino que se las dijo a su confesor y a Dios y le envió un mensaje al Rey. Habiendo entendido en la oración que le dijese al rey Felipe II que se acordase de Saúl (a quien Dios quitó el reino para dárselo a David), la Santa se resistía a decírselo. Sus confesores le mandaron que lo hiciese, cumpliendo esta voluntad divina. Obedeció y, desde entonces, el Rey la estimó en mucho y le enviaba a decir que le encomendase mucho a Dios, y se escribieron muchas veces el uno a la otra, con mucha llaneza y ella le llamaba «mi amigo el Rey». De las cuatro cartas teresianas que se conservan dirigidas a Felipe II, dos de ellas son otros tantos recursos apremiantes al Rey para que se sepa la verdad en el caso del padre Jerónimo Gracián, y para que triunfen la verdad y la justicia en el caso de san Juan de la Cruz, encarcelado injustamente.

Ya solo con todas estas verdades que denuncia ante el Rey queda bien clara su audacia, su parresia. Y no se termina aquí su valentía, y se podrían recoger nuevos acentos de la valentía de esta mujer a otras categorías de personas.

Enamorada de la Verdad, santa Teresa la defendía siempre con gran ardor y valentía. Y cuando se trataba de denunciar verdades y hacérselas saber a otros no dudaba.

Verdades para los predicadores

En sus Meditaciones sobre los Cantares hace esta presentación:

Predica uno un sermón con intento de aprovechar las almas; mas no está tan desasido de provechos humanos que no lleva alguna pretensión de contentar, o por ganar honra o crédito, o que si está puesto a llevar alguna canonjía por predicar bien. Así son otras cosas que hacen en provecho de los prójimos, muchas y con buena intención; mas con mucho aviso de no perder por ellas ni descontentar. Temen la persecución; quieren tener gratos los reyes y los señores y el pueblo; van con discreción que el mundo tanto honra (MC 7, 4).

Frente a estos, de quienes ya ha señalado unos cuantos defectos, es decir, se los ha denunciado, presenta a los auténticos hombres de Dios y mensajeros del Evangelio a carta cabal. Estos «por contentar más a Dios, se olvidan a sí por ellos (por sus prójimos) y pierden las vidas en la demanda, como hicieron muchos mártires, y envueltas sus palabras en este tan subido amor de Dios, emborrachados de aquel vino celestial, no se acuerdan; y si se acuerdan, no se les da nada descontentar a los hombres. Estos tales aprovechan mucho» (MC 7, 5). Con este estilo de contraposición quedan todavía más patentes los defectos de los anteriores.

Es la Santa amiga de esa terminología de «embriaguez», «emborrachar», «borrachez», etc., que lleva a un cierto desatino, «glorioso desatino», «celestial desatino», «celestial locura» para hablar tan atrevidamente con Dios y denunciar los males de los hombres.

Y denuncia la excesiva cordura de muchos predicadores. Según ella, no están borrachos, no están tomados del vino del amor de Dios, y por eso hacen poco, son poco atrevidos; se muerden la lengua.

Verdades a los detentores de riquezas

La audacia ebria que tiene santa Teresa en aconsejar a quien ella ve que lo necesita, la lanza, aunque sea desde las páginas de sus libros, y la mete en un tema tan candente y tan de actualidad para nuestro mundo, como puede ser la propiedad de las riquezas acumuladas sin productividad o despilfarradas en gastos inútiles.

Quiere tratar en sus Meditaciones sobre los Cantares de la paz verdadera, pero antes reflexiona sobre «Nueve maneras de falsa paz, que ofrecen al alma el mundo, la carne y el demonio» (MC 2). Para comenzar en firme conjura a sus hijas: «Dios os libre de muchas maneras de paz que tienen los mundanos; nunca Dios nos la deje probar, que es para guerra perpetua» (MC 2, 1).

Uno de los dominios de esa falsa paz son las riquezas. Y arranca: «¡Oh con riquezas! Que si tienen bien lo que han menester y muchos dineros en el arca, como se guarden de hacer pecados graves, todo les parece está hecho». Y, como quien entra en la conciencia de esos ricos, va dejando a la intemperie sus gestos y comportamiento: «Gózanse de lo que tienen; dan una limosna de cuando en cuando; no miran que aquellos bienes no son suyos, sino que se los dio el Señor como a mayordomos suyos para que partan a los pobres, y que le han de dar estrecha cuenta del tiempo que lo tienen sobrado en el arca, suspendido y entretenido a los pobres, si ellos están padeciendo» (MC 2, 8).

«Solo una santa como Teresa podía decir frases tan fuertes como estas sin que sonasen a fácil demagogia revolucionaria»[22]. Algo más adelante insiste: cualquier rico de estos ha de dar estrecha cuenta: «y ¡cuán estrecha! Si lo entendiere no comería con tanto contento ni se daría a gastar lo que tiene en cosas impertinentes y de vanidad». El rico pide cuentas a su mayordomo. Dios se las pedirá a él, ya que, como ha dicho, las riquezas se le han entregado como a mayordomo de Dios para los pobres que vienen a ser los dueños y destinatarios. Los desvelos y sobresaltos, y «mientras más hacienda, más».

Falsa paz en las alabanzas

Santa Teresa estaba harta de que fueran diciendo de ella que era una santa; no lo podía sufrir. Y aconseja a sus monjas acerca de este tema: «Es lo más ordinario en decir que sois unas santas, con palabras tan encarecidas, que parece los enseña el demonio». Las previene contra este peligro diciendo: «Por amor de Dios os pido que nunca os pacifiquéis en estas palabras, que poco a poco os podrían hacer daño y creer que dicen verdad, o en pensar que ya es todo hecho y que lo habéis trabajado» (MC 2, 12).

La lacra del fariseísmo

Acaba de denunciar el peligro de creerse uno santo porque se lo llaman otros; pero hay un peligro mucho mayor en aparentar santidad, estarse buscando a uno mismo y fabricando a su alrededor ese halo de santidad y de soberbia solapada. Ingrediente de este modo de ser y de vivir es la hipocresía, los puntos de honra. Según Teresa de Jesús, «no hay tóxico en el mundo que así mate como estas cosas (de mayorías) la perfección» (CV 12, 7). Santa Teresa tiene mucha experiencia sobre estas cosas y describe el caso de una persona comida por el interés y los puntos de honra, que pudo observar y detectar. La desatinaban algunas personas a las que parecía que no les faltaba nada para ser «amigas de Dios», y en la realidad espiritual estaban lejísimos de serlo. Y cuenta un caso extremo, que reproduciremos más adelante en el capítulo dedicado a los puntos de honra.

Final

La parresia en cuanto a la audacia en la oración y en cuanto a las denuncias de la conducta de las personas es un gran capítulo en la vida y en los escritos de la Santa. Y en sus libros se encarna en el mundo de la oración atrevida y valiente, y en las denuncias no menos atrevidas y valientes de toda clase de corrupción moral en la conducta humana. Aquí hemos ofrecido solo unas muestras de esa realidad, haciendo ver lo santamente libre que era santa Teresa de Jesús ante Dios y ante los hombres.

Los papiros de la madre Teresa de Jesús

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