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Capítulo I

NUEVA SUABIA

Llevaba allí casi una hora esperando a su interlocutor. La única luz que podía verse en kilómetros a la redonda era la de su cigarrillo. Había llegado muy pronto. La persona a la que tenía que ver no era la clase de cita a la cual se le podía hacer esperar. Además, el ir con tanta antelación le permitió comprobar que la zona fuese segura.

Su coche estaba aparcado a unos trescientos metros del lugar de reunión. Lo había dejado en el interior del bosque, lejos de la indiscreta mirada de cualquier vehículo que se le ocurriese pasar a esas horas de la madrugada. Incluso había borrado las huellas sobre la tierra del arcén y cubierto con unas cuantas ramas la parte más visible de su Volkswagen KDF60.

Toda precaución era poca. Aunque no creyese que nadie fuera a pasar a las dos de la madrugada por aquella carretera secundaria, no se podía permitir dejar nada al azar. Demasiados camaradas de profesión habían perdido sus vidas por detalles más ínfimos que ese.

Unas finas gotas de lluvia empezaron a empapar su abrigo. Casi sin importarle, se ajustó el sombrero para proteger su rostro de aquella llovizna. Dio un par de caladas rápidas a su pitillo y lo apagó en el tronco del árbol bajo el que se había resguardado. Luego introdujo la colilla en su bolsillo izquierdo, junto con las otras tres. Una colilla podía decir mucho de su propietario: sexo, estatus social, nacionalidad…

Era improbable que alguien husmease en la profundidad de aquel bosque bávaro, pero no iba a arriesgarse lo más mínimo. El premio por ganar en aquel juego era una vida de lujos y placeres; la derrota significaba la muerte, y no pensaba morir. Aún no.

La desconfianza extrema y la meticulosidad eran parte de su trabajo. Eran secuelas perniciosas a la vez que una necesidad y una virtud. La clave: encontrar el equilibrio entre el miedo al fracaso y la autosuficiencia. Había que tener siempre el control, en él radicaba la diferencia entre vivir o morir.

El ronroneo de un motor sonó en la lejanía. Su cita llegaba con diez minutos de retraso. Las luces de los faros del vehículo aparecieron entre los troncos de los abetos situados a su derecha. Estas hicieron varios giros, haciendo aparecer y desaparecer la oscuridad. Por fin, el Mercedes se detuvo y paró su motor no muy lejos de donde había dejado su «escarabajo». Los faros se apagaron y dejaron, de nuevo, el bosque a oscuras y en silencio. Solo el cri-cri de algunos grillos interrumpía la quietud del lugar.

Un nuevo resplandor iluminó el horizonte, esta vez con menor potencia. La luz empezó a descender monte abajo, zigzagueando entre los robustos troncos, con el claro objetivo de encontrar el lugar acordado. No tardó mucho en hacerse audible el crujido de las ramas al ser aplastadas y el de los arbustos al ser apartados.

Las luces de dos linternas aparecieron frente al árbol donde se cobijaba. Había dejado de llover, y salió de la penumbra en dirección al centro del claro. Los dos hombres ya se encontraban en las lindes del mismo. El primero, al parecer, no se había percatado de su presencia. No lo culpaba, una de sus virtudes era «volverse invisible» cuando lo necesitaba. Pareció asustarse y dirigió el foco de luz justo a sus ojos, haciendo el gesto de desenfundar su Luger. La segunda figura, más pequeña que la primera, alargó con calma su brazo y sujetó con firmeza la muñeca del primero.

—Disculpe a mi chófer, creo que se ha asustado —empezó la conversación el más menudo.

Sus ojos aún estaban cegados por el resplandor de la luz y no podían distinguir al hombre que le hablaba y tenía enfrente. No le hacía falta. El enorme chófer, Kiefer, se relajó y dejó de apuntarle a los ojos.

—La culpa ha sido mía. No debí aparecer tan de súbito —le respondió.

—Supongo que si no fuese así, no seguiría con vida, ¿verdad?

Asintió con la cabeza mientras trataba de acostumbrar sus ojos a la penumbra. Seguía viendo lucecitas de colores en sus profundos ojos azules. Avanzó varios pasos hacia la voz. No le hacía falta verlo para saber quién era, le conocía a la perfección. Se trataba del hombre más poderoso y temido de aquella Alemania de mil novecientos cuarenta y uno: Heinrich Himmler, el todopoderoso reichsführer y comandante supremo de las SS.

De él decían que nada ni nadie escapaba a su control. Ni el mismísimo Führer. Iba vestido con su negro uniforme de las SS y arropado por un largo abrigo de cuero marrón oscuro. Bajo el brazo derecho llevaba un portafolios, también pardo. Dedujo que en su interior se encontraría el dosier de su nueva misión. Incluso en penumbra y escondida tras aquellas diminutas y redondas gafas, su mirada quemaba el alma.

—¿Le apetece dar un paseo, agente? —le ofreció, aunque era obvio que no esperaba una negativa.

—Por supuesto, Reichsführer —le contestó, alargando la mano y cogiendo la linterna que le ofrecía.

Himmler se giró y le hizo una seña a su guardaespaldas, indicándole que no les siguiera. Obedeció sin rechistar, pero no dejó de vigilarles desde cierta distancia. Si le pasaba algo a su protegido por un error suyo, sería la última equivocación de su vida. Aunque, en verdad, lo hacía por pura devoción, y se podría decir que fanatismo, hacia su comandante. Tras un breve intercambio de frases y preguntas de cortesía, el líder nazi dirigió la conversación hacia el motivo del encuentro.

—¿Qué sabe sobre Neuschwabenland? —le preguntó a su espía.

—Que son los territorios antárticos reclamados por el Führer. Según tengo entendido, en los últimos años hemos enviado varias expediciones a dicho territorio. La primera, de un tal Ritscher… —Se quedó pensando un rato, buscando en sus recuerdos, pero no encontró nada de relevancia—. La verdad es que no tengo mucha más información al respecto.

Himmler asintió con la cabeza, pero se quedó en silencio. Siguieron paseando por el bosque, seguidos, a una discreta distancia, por su perro fiel. Era evidente para K-27 que el poderoso hombre meditaba sobre qué información debía proporcionarle y cuál debía reservarse. No tardaría en averiguarlo, no era hombre que se anduviese por las ramas ni al que le gustara perder el tiempo. Por fin, el poderoso nazi se decidió a continuar la conversación, pero sin estar dispuesto aún a llegar al fondo.

—¿Qué sabe de su importancia estratégica?

—La verdad es que desconocía, hasta hace una semana, que tuviera relevancia alguna.

—¿Hasta hace una semana?

—Si ha hecho venir al mejor agente nazi que hay en Inglaterra para encargarse de este asunto, cuando apenas se ha iniciado la invasión a la URSS…, debe ser de máxima prioridad —razonó K-27.

El Reichsführer sonrió sin decir palabra. A muchos, aquella aseveración les hubiera resultado engreída y pretenciosa, nada más lejos de la realidad. Era innegable, y un hecho, que no había ningún agente del Reich como K-27. «No, del Reich no, mi agente», se dijo a sí mismo. La mejor prueba de ello era que incluso los agentes de la Abwehr en Inglaterra desconocían su existencia.

Iba a ser difícil ocultarle la información que no quería que tuviese; estaba convencido de que la leería entre líneas, y eso era peligroso. K-27 sería la única persona con información comprometida sobre él, pero debía arriesgarse. No llevar a cabo sus planes sería conceder a sus rivales por el poder un jaque al rey… con amenaza de mate. Así que no dudó y confió en su espía personal.

—El capitán Alfred Ritscher fue el tercer alemán en explorar los territorios antárticos con el buque Suabia y el que nos abrió una ruta definitiva a los territorios polares en 1939. ¿Qué sabe sobre el lugar?

—Casi nada. Es una región inhóspita e inhabitable al sur de la Patagonia.

—Eso es cierto. Pero, sobre todo, es una región recóndita y de difícil acceso.

—¿Vamos a montar alguna base en aquel lugar? —quiso saber.

Una vez más, una sonrisa se dibujó en los labios del Reichsführer. Su agente no había tardado ni un segundo en deshilvanar la madeja.

—Esa es la idea. Como bien sabe, el Führer tiene mucha fe, y si he de ser sincero, yo también, en las nuevas armas secretas que nos permitirán alcanzar la victoria total en menos de dos años, y...

K-27 no confiaba tanto en una victoria rápida. Se había iniciado la invasión rusa sin haber acabado antes con Inglaterra. A su entender, ese era un error muy grave: otra vez dos frentes, y el ruso no era ninguna tontería. Todos afirmaban que se tomaría Moscú en seis meses, pero la URSS era enorme y contaba con millones de posibles combatientes. Además, Napoleón conquistó la capital moscovita pero no le sirvió de mucho, los rusos no les dejaron nada y tuvieron que retirarse… Y perecer.

Luego estaba la situación aliada. Los ingleses y las islas no eran una amenaza en esos momentos, pero si los americanos entraban en guerra… La tensión entre estos y los japoneses iba en aumento, y K-27 ya no dudaba de que aquella escalada acabaría en conflicto. Con una potencia industrial y humana como la americana, el Reich estaría acabado. Gran Bretaña sería usada como un enorme portaviones desde el que aniquilarían toda esperanza de victoria. Pero estas reflexiones se las guardó para sí y contestó sin dudar sobre la victoria.

—Y necesitamos un lugar «tranquilo» donde nadie pueda molestarnos en nuestros proyectos —acabó la frase—. En la Antártida sería imposible para un comando dar un golpe de mano, amén de un ataque terrestre. Supongo que dicha base será subterránea y aunque una flota de portaviones lograra atacarla, sus bombas serían inútiles. Un lugar inexpugnable.

—Yo no lo hubiera expresado mejor. También hay que tener en cuenta que los países más cercanos a la base serían Chile y Argentina, ambos germanófilos. Esto nos asegura, más aún si cabe, la invulnerabilidad de las instalaciones… y su discreción si detectan en la zona más movimientos de lo habitual.

—Será difícil ocultar algo así a los ingleses. Se necesita gran cantidad de material y mano de obra…

—No lo crea. De hecho, su construcción está casi completada —le interrumpió.

El Reichsführer se alegró al comprobar que, por primera vez, había logrado sorprender a su agente. Por los gestos de su cara se podía leer que desconocía por completo aquellos planes. Le explicó que no era necesario el transporte de tanto material por el grosor de la capa de hielo antártica, que en algunas zonas era de kilómetros. Se estaba excavando una base subterránea cuyas paredes serían el propio hielo y la roca de una sólida montaña.

La idea surgió cuando fue tomada la decisión de ir a la guerra, es decir, unos meses después de que Hitler asumiera el poder absoluto y muriera la República de Weimar. Le contó que, ya en la propia expedición de 1939, se establecieron los pilares de lo que sería la nueva capital de los territorios antárticos: Nueva Berlín.

—El material más ligero y el personal necesario se ha transportado mediante los U-Boote. El resto se ha llevado mediante discretos viajes de nuestros acorazados corsarios.

—Han hecho un trabajo magnífico ocultándolo —dijo, felicitándoles de profesional a profesional—. En Londres nadie sospecha, ni en sus peores pesadillas, que estamos construyendo una base secreta antártica.

—Me alegra oírlo —le contestó orgulloso, tras lo que se quedaron unos minutos en silencio.

—Lo que no acabo de entender… —continuó K-27—, es por qué me necesita a mí. Supongo que cualquier agente de la RSHA podría informarle de forma regular de las actividades de la base… ¿Por qué yo?

—La base, por los proyectos que desarrolla, está bajo el mando de Dönitz y Goering, y por lo tanto, son ellos quienes la controlan ahora… Y cuando finalice la guerra... —le explicó.

—Empiezo a comprender…

Si esta llegaba a estar operativa al cien por cien, aquella base en los confines del mundo sería la punta de lanza del Reich y de su ejército. Quien controlase Nueva Berlín, controlaría la tecnología y, por lo tanto, ostentaría el poder. Todo empezaba a tener sentido. Goering sería el principal rival de Himmler fuera de las SS en la lucha por la sucesión de Hitler cuando este muriese. Aquella base era la dama de las «blancas», y esta amenazaba con dar un peligroso jaque al «rey negro», Himmler. El Reichsführer iba a mover una de sus torres —K-27— para neutralizar y acabar con aquella amenaza.

Esto también explicaba el silencio de su superior respecto a su último y más urgente informe. K-27 había logrado acceder a un dosier del servicio de espionaje británico en el que se barajaba, de forma muy seria, organizar un atentado contra Reinhard Heydrich, jefe de la Gestapo y lugarteniente de Himmler.

La única lacónica respuesta que obtuvo fue un «lo tendremos en cuenta». Poco después, se le pidió que regresase a Alemania. Ahora encajaban todas las piezas. El Führer mostraba ciertos tics muy ligeros, imperceptibles para la mayoría, y sobre todo, si no se tenían ciertos conocimientos médicos. Himmler debía estar al corriente de cuál era la enfermedad que afectaba a Hitler, y esta parecía ser grave, ya que su jefe estaba empezando a hacer movimientos para ser el sucesor. A K-27 ya no le quedó ninguna duda de que su líder no llegaría a la vejez.

Si había alguien a quien el Reichsführer temiese, ese era Heydrich, su mano derecha. Era uno de los hombres más inteligentes que conocía y lo suficientemente maquiavélico como para amenazar la posición de Himmler. Este no haría nada respecto a su informe. Dejaría que los ingleses hiciesen el trabajo sucio por él y eliminasen a un formidable rival.

—¿Tiene alguna pregunta? —le preguntó su superior.

—Ninguna —fue su escueta respuesta.

El dirigente nazi se ajustó sus gafas con la mano con la que sujetaba la linterna, y asintió con su cabeza a la respuesta de su agente. Le tendió el dosier y K-27 lo recogió sin abrirlo.

—Ahí tiene todo lo que necesita. Todos los documentos legales, cartas de referencia, el dosier sobre su nueva identidad, punto de reunión…

K-27 abrió la cremallera del portafolio y extrajo con cuidado un sobre blanco con el emblema del águila del Reich en una de sus esquinas. Echó un vistazo a su interior y comprobó con satisfacción que no habían dejado nada al azar. No esperaba menos. Del fondo del sobre sacó un fajo de billetes usados y contó por encima la cantidad.

—No es mucho dinero, lo sé. Pero es el que se esperaría que tuviese una persona de su posición. Lo contrario haría levantar sospechas —le explicó.

—Será suficiente, no se preocupe. Además, veo que ya han comprado los billetes de tren y pagado el hospedaje —confirmó, ojeando el resto de la documentación.

—Sí. Todos los detalles se han cuidado de manera minuciosa. Esta vez, al ser un encargo… especial, se le abonará el doble de sus honorarios habituales. Se hará como siempre, se depositará el dinero en su caja de seguridad en Suiza.

—Reichsführer… —K-27 dudó en continuar, ya que iba a contradecir al jerarca nazi; pero se armó de coraje—. Agradecería que esta vez el pago se hiciera en oro, y no en francos suizos.

Anduvieron unos cuantos pasos más. El todopoderoso hombre se mantuvo en silencio, meditando la respuesta. Pero no tardó en decidirse, se jugaba mucho en esto y no iba a arriesgarse lo más mínimo, menos aún por una cuestión de dinero.

—Está bien, como desee. Se le entregará la cantidad estipulada en oro. Mañana daré la orden.

—Gracias, Reichsführer —suspiró de alivio.

El jerarca levantó su mano izquierda indicando que no tenía importancia, pero para K-27 sí la tenía. En su misión en Inglaterra había caído en sus manos un dosier que no había remitido a Berlín. En él, los aliados temían que los alemanes inundaran su economía con billetes falsos, dando así un golpe mortal a su economía de guerra. Si aquello era cierto1, nadie le aseguraba que no le pagasen con moneda falsificada.

De nuevo, el gran hombre guardó silencio durante un buen rato. Esta vez, unas casi imperceptibles arrugas en las comisuras de sus labios y en su frente le indicaron que esta vez sí estaban llegando a la parte más delicada de aquella entrevista. El Reichsführer se detuvo y se puso frente a K-27, mirando al interior de su alma con aquellos ojos de halcón.

—Agente, ¿tengo por completo su más absoluta lealtad? Y no me refiero al Reich. Me refiero a mí.

Ahí estaba lo que había estado esperando. No dudó ni un segundo.

—Hasta la muerte, mein Führer —K-27 usó el título que solo Hitler tenía derecho a ostentar en aquella Alemania de 1941, para dejar bien claro que había «entendido» por completo cuál era la naturaleza de su misión: asegurar que Heinrich Himmler asumiera el poder cuando el actual Führer muriese.

—Bien. No esperaba menos de usted —dijo, satisfecho de lo que había visto en los ojos de K-27—. Los canales de comunicación serán los habituales. Es decir, sus mensajes me llegarán a mí y solo a mí. Solo recibirá órdenes directas mías y de nadie más. Ya sabe la clave que identifica mis mensajes como auténticos. —K-27 asintió.

—Otra cosa más, agente. Cualquier orden que le dé se ha de cumplir. No admitiré dudas, aunque deba realizar… actos desagradables hacia camaradas.

«Sabotaje o matar, si es necesario», tradujo en su mente.

—No habrá dudas. Ni ningún fallo. Haré lo que me ordene, sin preguntas, remordimientos o vacilaciones —aseguró con plena convicción.

—No me equivoqué con usted. Ni siquiera sé su verdadero nombre, pero es usted en la única persona en la que confío a ciegas. La recompensa final estará a la altura de sus servicios, se lo aseguro.

—Gracias, Reichsführer.

—Bien. Creo que es ya muy tarde —dijo mirando su caro reloj—. Mañana deberá partir hacia Hamburgo. Deberíamos regresar.

Ambos volvieron hacia el claro del bosque conversando sobre el rumbo de la guerra, sobre Stalin y otras cosas más banales. Volvieron de nuevo al punto de encuentro, donde se reunieron con el guardaespaldas de Himmler y se despidieron.

—Buena suerte, K-27 —le deseó estrechándole la mano—. Recuerde que su fortuna y la mía están ligadas para siempre.

—No lo olvidaré, se lo aseguro.

—Lo sé.

El hombre se giró e hizo una seña a su hombre para que le siguiese. Se marcharon en dirección al lugar donde habían dejado su vehículo. No tardaron en desaparecer entre las penumbras del bosque. K-27 esperó a oír el motor en funcionamiento y el coche partir. Unos minutos después de que ya no se oyese sonido alguno, se dirigió hacia su Volkswagen.

Eliminó, de forma pulcra, toda la vegetación que había usado de camuflaje y se cambió de botas antes de sentarse al volante. Las primeras las tenía llenas de barro, y no quería que nadie se preguntase dónde había estado y qué había estado haciendo para ensuciarse así.

Arrancó el motor y salió despacio, marcha atrás. Una vez sobre el asfalto, paró el coche y se bajó para disimular con ramas la zona por donde había entrado al interior del bosque. Una vez estuvo todo a su gusto, se subió de nuevo y se marchó del lugar.

Condujo un buen rato por aquella solitaria carretera, pero no tenía intención de regresar a su hostal. Llegar a primera hora de la mañana levantaría sospechas por parte de la portera de su edificio, «la señorita Helga», y casi sin ninguna duda llegaría un informe de sus actividades nocturnas a la Gestapo.

Pero la fortuna estaba del lado de K-27. La señorita Helga tenía costumbres que cumplía como un reloj suizo y que nada ni nadie le hacían cambiar: se marchaba a realizar la compra matutina siempre a las siete y media, y solía tardar unos treinta o cuarenta minutos en regresar. Era simple, solo tenía que aguardar a que se marchase a hacer sus recados y aprovechar ese momento para acceder al edificio.

Pasó la noche en un lugar apartado hasta que se hizo la hora. Como siempre, su plan no tuvo fallo alguno; la señorita Elga jamás sabría que esa noche no la había pasado fuera de la casa. Una vez en su austera habitación, se acostó sobre la cama y trató de dormir. Solo quedaban unas tres horas antes de tener que levantarse y coger aquel tren a Hamburgo. No lo perdió.

1 En 1942, Himmler propuso la Operación Bernhard, para la creación de cien millones de libras falsas y así hundir económicamente a Gran Bretaña, al crear una gran desconfianza hacia la moneda de su enemigo. Se reunió a ciento cuarenta y dos de los mejores impresores y falsificadores, la mayoría judíos, en el campo de concentración de Sachsenhausen. La operación tuvo un éxito éxito hasta tal punto, que muchos espías del Reich cobraron con billetes falsos.

Die Glocke

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