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CAPÍTULO 2 LA CUESTIÓN EPISTEMOLÓGICA EN RICŒUR

2. 1. El problema epistemológico y la clave paradojal en Jaspers y Husserl

Como mencionamos en la introducción, el anclaje de Ricœur en lo paradojal le viene de dos fuentes: K. Jaspers, por un lado, y E. Husserl por otro. De hecho, la obra sobre el primero, en diálogo complementario con G. Marcel, sienta bases en la comprensión del misterio en tanto destino de lo paradojal. Es decir, la condición humana implica una vocación de trascendencia que invita a celebrar el misterio que lo funda y constituye (legado teológico de influencia marceliana). Es menester por lo tanto, hacer el camino de lo paradojal.

Habiendo leído todo el material de Jaspers al que pudo tener acceso en el campo de prisioneros en Oflag, el joven filósofo francés recibió el impacto de una concepción filosófica cuyas raíces se hunden en los tres estados de turbación que animan al ser humano a filosofar:

El origen de la Filosofía está, pues, realmente en la admiración, en la duda, en la experiencia de las situaciones límites, pero, en último término y encerrando en sí todo esto, en la voluntad de la comunicación propiamente tal (Jaspers, 1975: 22).

Es decir, para este psiquiatra alemán, adentrado posteriormente en la práctica filosófica, ésta se caracteriza por dar cuenta de capacidades supraracionales: cuando los seres humanos enfrentan la realidad cuestionando los límites con los que el método científico moderno pone un corsé a nuestras miradas, se hace menester ir más allá, hacia la trascendencia que la existencia auténtica lleva como vocación esencial. Ella se manifiesta en el deseo de comunicarnos, por encima de cualquier contenido particular, como invitación honda del sí a conectarse con los demás. Esta intuición la sostuvo incluso en sus estudios sobre los métodos diagnósticos en psiquiatría. La importancia concedida a la biografía personal marcó su concepción del diagnóstico psiquiátrico, pero también su filosofía.

Para Jaspers, el acto de pensar el mundo se da a priori y por encima de cualquier mirada fría, objetivadora. Pensar es nuestra forma de existir en el mundo. Vivir es pensar. Y pensar invita a comunicar el pensamiento, mucho más que a verificarlo científicamente. Es un pensar vivenciante, lleno de contradicciones en el interior del ser humano mismo, pues nunca se agota en una comunicación específica. Más aun, lo inagotable de la comunicación refleja lo inagotable de la persona. En la comunicación emergen dos invitaciones: al devenir consciente del sí y a la contemplación como “doctrina valorativa” (Jaspers, 1967: 480). Si la persona no se sumerge en la experiencia ambigua y plurisémica de un mundo abierto, se empobrece y queda sin problemas, pero también sin avances, sin nada que comunicar, y sin intereses genuinos para investigar que no estén ya determinados por la formalidad del derecho o del poder.

En la perspectiva viviente, por el contrario, dejamos que nuestro propio yo se ensanche, se deshaga y se reúna de nuevo en sí. Es una vida pulsante de extenderse y recogerse, de autoentrega y propia conservación, de amor y soledad, de unión y de lucha, de seguridad, contradicción y reconstrucción (Jaspers, 1967: 27).

Esta perspectiva muestra que para Jaspers la vivencia está constituida de polaridades en tensión, ambas necesitadas de afirmación en el mismo momento en que se afirma lo otro, solo que no factible de ser focalizadas al unísono sino, parafraseando el sentido gestáltico, en un juego de fondo y figura. Cuando vivimos una experiencia de amor, la soledad está en el fondo, como tácita amenaza del límite, que exacerba los ánimos de prolongar el amor, pero al mismo tiempo, como la necesaria salvación que evitará una experiencia agobiante para el individuo en la subsunción de su subjetividad en la del otro. El amor demandará, para poder volver a ser motorizado por la fuerza del deseo y por la búsqueda de la trascendencia en la comunicación, el retorno a la soledad en un permanente juego de fondo y figura donde cada polo recorta en su propia emergencia la silueta de su opuesto. Para el caso del amor, la soledad representa esa distancia de evitación donde es posible el retorno del sí en su singularidad más potente, la que evita la pérdida en el otro, y sin embargo, la que reclamará por su reconocimiento amable en el encuentro y la comunicación con el distinto.

Esa pugna por la emergencia de cada polo en su momento es lo que Jaspers designó el “combate” o “lucha amorosa” (Jaspers, 1967: 172-173), como medio para el amor, sin el cual este se vería diluido en mera asistencia o formalidad. Por ello la experiencia que nos constituye no es solo la propia, sino que también lo es la experiencia configurada por la oposición y la comunicación con los demás. Esta dimensión la podemos reflexionar igualmente en otras binas de elementos contrapuestos en mutualidad interconstitutiva: seguridad-contradicción; autodonación-conservación de sí; unidad-separatidad, etc.

Ahora bien, tal tensión constituye el movimiento real del sí o del nosotros, cual experiencia originaria, genérica e indeterminada. Tomada en sentido amplio, es la tensión de la realidad vivencial que se expone como protofenómeno (Jaspers, 1967: 44). En ella se manifiesta la oposición entre sujeto y objeto, de la cual surge toda diversidad. Por eso es lo más concreto, la fuente de toda concreción, aun cuando su denominación (como “realidad vivencial”) sea lo más abstracto o vacío, según el autor.

Al respecto reflexionó Ricœur: “En vertu même de son premier geste, la philosophie de Jaspers sera la philosophie des grands paradoxes” (MJ, 1947: 25. Itálicas en el original del autor). (30)

Al abrevar en estas aguas, Ricœur asumió dicha perspectiva en su carácter “paradojal”. En ese combate amoroso no hay vencedores ni vencidos, no es un criterio de éxito con un punto de llegada definido, no hay violencia sino un proceso sin fin, de interconstitución en la verdad epistemológica de la pluralidad existencial.

Peut-être l’extrême du paradoxe est-il atteint dans l’expression de ‘combat amoureux’, dans laquelle K. Jaspers résume la communication. En effet, le paradoxe de la création mutuelle, qui naît comme de rien, se double du paradoxe d’une lutte créatrice qui est en même temps un amour (MJ, 1947: 202) (31).

Se trata de comprender así que una dialéctica lineal y determinista no es posible en una existencia abierta donde la tensión intersubjetiva, y aun la que vive cualquier sujeto en relación con su medio, presenta facetas que no se definen sino en el mismo momento de su vivencia. Es posible que la realidad nos invite a afirmar aspectos contradictorios y hasta antagónicos, donde ambos sean necesarios y se demanden inevitablemente.

Este tipo de racionalidad que intenta dar cuenta del surgimiento original de la existencia, se completa en la comunicación y en la historicidad. Sólo allí alcanza su verdad, pues, como el mismo autor lo explicitó, la verdad está en el todo del proceso global infinito, en el sentido hegeliano (Jaspers, 1967: 475). Ello no justifica la indefinición de una metahistoria que no se concreta en opciones, sino que significa precisamente que la libertad de negación es la condición de toda afirmación, y que el poder de acertar o de errar está en la condición misma del sujeto que surge a la existencia, donde solo por la concreción de estas opciones el sujeto está seguro de ser existente, cierto de sí, aun en su equivocación o en la angustia. Por ello Ricœur considera que esta certeza del sí que “surge” originalmente para sí en la concreción de su libertad, por la que él mismo historiza su libertad, es el equivalente jasperiano del Cogito cartesiano, como certitud de una conciencia autopuesta (MJ, 1947: 24-25).

Ricœur encuentra en Jaspers una clave teórica muy potente para comprender el vínculo entre la acción voluntaria y su tensión con lo involuntario, que inclusive podríamos ampliar al vínculo entre el sujeto libre y su situacionalidad medioambiental.

Tanto es así, que el valor epistemológico de lo paradojal influyó largamente en toda su producción filosófica como planteo inicial, constatación diagnóstica y elucidante del “desde dónde” emerge toda preocupación por comprender el fenómeno humano.

Y también ocurre algo similar con la lectura que nuestro autor hace de E. Husserl. Precisamente y como lo mencionamos anteriormente, la simpatía de Ricœur por la obra tardía del fenomenólogo alemán manifiesta una inclinación mayor hacia un abordaje que no olvide el mundo de la vida (Lebenswelt), que asuma la historicidad del sujeto y que recupere las paradojas de la existencia desde una ontología abierta. Ciertamente estos rasgos son más propios del Husserl de Ideas II o de Krisis, que del de Meditaciones Cartesianas o Investigaciones Lógicas.

En un estudio al respecto, Rosemary Rizo-Patrón analiza esta inclinación mostrando cómo nuestro autor recupera con Husserl le pregunta cartesiana por el sujeto trascendental, procurando, al modo fenomenológico, una auto captación de la conciencia, independiente de la mediación tanto del otro como del mundo (Rizo-Patrón 2007: 3). En torno a la conciencia, expresó Ricœur en Finitud y culpabilidad I. El hombre falible (1969), que en cuanto abarca fenómenos enigmáticos, involuntarios y ambiguos, el ser humano solo puede alcanzar profundidad y expresarse en el lenguaje simbólico de las analogías, con el consabido rodeo hermenéutico que este reclama. Y a la vez, en El conflicto de las interpretaciones (1969), manifiesta que incluso cuando los problemas de interpretación procuren hacer blanco en el quid de algún texto (aquello en vista de lo cual ha sido escrito), el mismo solo expresa sentido en función de la comunidad lingüística, de la comunidad de interpretación, en el seno de cuya tradición fue concebido. Insiste Ricœur en que esa plataforma sociohermenéutica representa un pensamiento vivo, tal y como antes lo vimos en Jaspers. Por eso mismo, mucho más que el esfuerzo de explicación, lo que se hace necesario es adentrarnos en el lenguaje de la confesión, donde el símbolo puede manifestar fenomenológicamente su riqueza oculta. Recordemos qué entiende por Ricœur por tal:

Llamo símbolo a toda estructura de significación en que un sentido directo, primario, literal, designa por exceso otro sentido indirecto, secundario, figurado, que no puede ser aprehendido más que a través del primero. Esta circunscripción de las expresiones de doble sentido constituye propiamente el campo de la hermenéutica (CI, 1975a: 17).

Por ende, será la hermenéutica la encargada de corregir los esfuerzos de la fenomenología, aun cuando ésta haya procurado muy exitosamente un nuevo método, o mejor, una nueva actitud para la filosofía, en función del objetivo prefijado: constituir a la fenomenología en el nuevo nombre de la filosofía, en tanto que restaura el carácter de “ciencia estricta”, en búsqueda de sus raíces primarias.

Desde sus primeros comienzos la filosofía pretendió ser una ciencia estricta, más aun, la ciencia que satisficiera las necesidades teóricas más profundas e hiciera posible, desde el punto de vista ético-religioso, una vida regida por normas puramente racionales. (...) En ningún momento de su desarrollo pudo la filosofía cumplir esta exigencia de ciencia estricta, ni siquiera en los tiempos modernos (...).

Todas las ciencias, inclusive las ciencias exactas, tan admiradas, son incompletas. Por una parte son incompletas en razón del horizonte infinito de problemas sin solución, que jamás dejarán en descanso el conocimiento; por otra, tienen no pocas deficiencias en su contenido doctrinario ya desarrollado; el orden sistemático de las pruebas y de las teorías se resiente a veces por su falta de claridad o por sus imperfecciones (...).

Pero la imperfección de la filosofía es muy distinta de la de todas las ciencias. En ella absolutamente todo es discutible (Husserl, 1962: 7-9).

La filosofía debe ser, entonces, esencialmente un arte crítico, epistemológicamente crítico, cuya función ha de ser complementaria de la tarea de los científicos especializados, movidos por la ars inventiva. Juntas, ambas dimensiones epistemológicas abarcan las relaciones esenciales del conocimiento humano.

En línea con esta preocupación, Ricœur hace suyas la crítica husserliana del desarrollo concreto de las ciencias europeas, así como también la mirada acerca del sentido de la historia, en el período posterior a Ideas I hasta su muerte.

El problema no es teórico ni ontológico. Lo que ha generado la crisis es un problema histórico: la tragedia de una situación política y social amparada científicamente por una manera de ver la vida que ignoró y hasta fue adversa a sus condiciones de posibilidad. Tal planteo resulta de una irracionalidad solo sostenida por un sistema tan violento como ciego. Esto es lo que el nazismo representa a los ojos de Husserl. Pero además es lo que el filósofo descubre por debajo de posiciones científicas que dejan de preguntarse por lo esencial y lo cambian por una suerte de zoología de los pueblos, criterios naturalistas paralelos a los criterios psicologistas con los que Husserl ya se había enfrentado en los comienzos de su producción filosófica.

Dos artículos de Ricœur avanzan en este sentido: “Husserl et le sens de l’histoire” (1949) y “L’originaire et la question-en-retour dans la Krisis de Husserl” (1980). En ellos nuestro autor reconoce el cambio de perspectiva en Husserl: ha pasado de una preocupación por el Cogito trascendental, a una preocupación por la filosofía de la historia. Pero no le resulta contradictorio, dado que no se puede pensar en una ontología a espaldas del devenir concreto del ser humano. No se puede pensar en una naturaleza a contrapelo de la conciencia. Aunque es de destacar que Ricœur advierte en torno al sentido de la historia cuatro oposiciones que se dan entre el Husserl de la fenomenología estática o trascendental y el Husserl de la fenomenología genética o histórica (32), todas ellas referidas al cruce entre las diferentes posiciones expuestas desde Investigaciones Lógicas a Meditaciones Cartesianas, entre otras. Ahí se evidencia la dificultad de pensar en un ego trascendental a la manera de un “yo puro” kantiano y de una atemporalidad del sentido objetivo (primer Husserl), con una génesis de la constitución del sentido de la historia en dicha conciencia trascendental (último Husserl).

A pesar de ello, nuestro autor reconoce que la historia husserliana es una función de la razón, y que por ende los criterios biológicos de organización social y política impuestos por la barbarie nazi resultan irracionales y contrarios el mismo espíritu de Europa, cuya caracterización señalaba el padre de la fenomenología como la entelequia innata del viejo continente en busca de una teleología que manifieste el sentido de lo humano. Es decir, si el desafío filosófico de Europa, nacido en Grecia en el siglo VI a.C. según esta interpretación, ha sido el desciframiento del sentido de lo humano, hay allí una pretensión de universalidad e infinito, en la que la razón se identifica con la búsqueda auténtica del saber de las ciencias europeas, aun en su crisis. ¿Y qué hay de ‘paradojal’ en esta posición? ¿Qué leyó Ricœur? Precisamente, que

Si telle est l’humanité européene —signifiante par l’idée de philosophie—, la crise de l’Europe ne peut être qu’une détresse méthodologique, qui affecte le connaitre, non dans ses réalisations partielles, mais dans son intention centrale: il n’y a pas de crise de la physique, des mathématiques, etc., mais une crise du projet même de savoir, de l’idée directrice qui fait la ‘scientificité’ de la science. Cette crise, c’est l’objectivisme, la réduction de la tâche infinie du savoir au savoir mathématico-physique qui en a été la réalisation la plus brillante (EPh, 1986 a: 292. Itálicas del original) (33).

Ahora bien, este saber universal que avanza hacia la esencia de lo humano representa una suerte de presentimiento filosófico que supera, como dijimos, toda zoología social; y sin embargo, no puede hacerse a contrapelo de un sujeto desencarnado, sin naturaleza, tanto en la objetividad del Arca originaria (la Tierra), como de su propia corporalidad. Pero además, ninguna pretensión de reflexividad acerca de la razón puede hacerse reduciéndola a simple crítica del conocimiento. Se trata de reconocer la dignidad de la existencia humana unida al sentido del mundo en el cual la historia se desarrolla y en el cual la razón hace camino hacia sí misma y se aclara a sí misma. Hay aquí una suerte de paralelismo entre la reflexión sostenida en la interioridad del yo trascendental y las consideraciones históricas hechas en la dimensión colectiva. En ambos casos el movimiento de uno u otro plano, el personal y el social, constituyen el mismo movimiento del espíritu que accede a su sentido.

La paradoja permite precisamente este tipo de abordaje que, indeterminado en su origen, ofrece la ocasión para iniciar un proceso histórico de determinación y conciliación. En algún sentido, encontramos que la paradoja es al discurso fenomenológico, la eidética y la narrativa, lo que el principio de incertidumbre ha sido para la física. Este principio descubierto por Heisenberg en 1927 propuso que la determinación simultánea de posición y velocidad es imposible de ser confirmada porque ambas son perspectivas sobre un objeto que no pueden existir al mismo tiempo, (34) porque al medirse uno de los valores, el otro se hace impredecible. Pero esta indeterminación, lejos de constituir un escollo para la ciencia, se transforma en su nueva fortaleza: el reconocimiento de la naturaleza dual de la materia, y la posibilidad de trabajar desde ella hacia enfoques diferentes, propios de los intereses particulares de una u otra rama de la investigación científica.

Es decir, se trata de reconocer que encontraremos aquellas respuestas que se adecuen a las preguntas que nos hacemos, y por lo tanto, encontramos mucho de verdad en la conclusión del mismo Heisenberg acerca de que por primera vez el ser humano comienza a reconocer que no encuentra ante sí más que a sí mismo ante el Universo. (35)Un anticipo físico del planteo husserliano de reducción egológica y la vuelta al sujeto trascendental. Ello tira por la borda la división taxativa y excluyente, o simplemente complementaria entre sujeto y objeto, entre naturaleza y conciencia, o hasta entre cuerpo y alma.

La paradoja propone iniciar la búsqueda a partir de una conciencia de continuidad entre un polo y el otro. El objeto de toda eidética no es entonces la naturaleza en sí, sino ésta sometida a los interrogantes de los observadores interesados, que se prolongan en ella, como ella en el sujeto. En cierto sentido, en nosotros la naturaleza se interroga a sí misma, porque somos esa misma naturaleza.

La indeterminación es esa dosis de incertidumbre que nos previene de la ambición absolutista de la predictibilidad, la que felizmente hace del universo un escenario abierto, un camino que se va haciendo al andar (Llamazares, 2011: 251. Itálicas del original).

Ameritaría aquí profundizar la cuestión de la vida, el “mundo de la vida”, como elemento central del último período de Husserl, pero dado el carácter propedéutico de este momento dejaremos tal análisis para el próximo capítulo y concluiremos que para Ricœur este legado metodológico husserliano representa un complemento de la filosofía de las paradojas en Jaspers.

La question-en-retour (pregunta retrospectiva de Husserl sobre las evidencias en que se fundan las ciencias) plantea todo un enredo paradojal. Por eso Ricœur la analiza detenidamente en el mencionado artículo (en español: Lo originario y la pregunta retrospectiva en la Krisis de Husserl):

- El mundo de la vida es un todo supuesto en cualquier acción humana. Es lo ya dado, pero que nunca puede ser alcanzado absolutamente por una pretendida racionalidad universal, pues solo lo es por vía de las creaciones particulares de la cultura;

- ese ‘todo ya dado’ nos llega como un mundo de la vida, de los sentidos experienciables sensiblemente, pero es a su vez un mundo que ya nos viene atravesado de interpretaciones ofrecidas por ese plano colectivo en el cual emergemos (lo dicho sobre la incertidumbre y la indeterminación);

- dado que la reflexión de la filosofía posee un grado de imperfección, en ella absolutamente todo es pasible de duda cartesiana. Sin embargo, esta función epistemológica que cumple la reflexión filosófica sobre el mundo de la vida se contradice con la función ontológica por la cual este como totalidad predada se resiste a ser alcanzado por una conciencia separada de dicho mundo.

Estas paradojas, no siempre resueltas en la producción husserliana, abren paso a la dinámica reflexiva de nuestro autor como lector de paradojas que busca en sus elementos antitéticos las relaciones de dependencia y contraste que, en algunas ocasiones, encontrarán solución por vía de la dialéctica.

Tal es el ‘desde dónde’ Ricœur se propone discernir la relación entre el sujeto consciente y capaz, sujeto que viaja hacia sí en el desarrollo de su voluntad libre, pero que se encuentra enredado en el laberinto de sus pasiones, su inconsciente y su carnalidad; inmerso, en definitiva, en la tensión entre lo voluntario y lo involuntario. El reconocimiento de la indeterminación del sujeto no es, sin embargo, un motivo de descrédito o abatimiento de la conciencia, sino una invitación a “decir más”, como en la relación simbólica clásica en nuestro autor.

Sin embargo esta posición epistemológica presenta varias limitaciones al situarse como complemento fenomenológico de comprensión del vínculo citado. Al comenzar su tesis doctoral, dos años después de haber editado sus reflexiones sobre Jaspers, Ricœur reconoció algunas dificultades que este planteo manifiesta como propuesta científica. Tres son los problemas concretos que identifica para una teoría integral de este vínculo. El primer problema lo constituye la oposición entre descripción y explicación; el segundo es el de la objetividad científica en relación a la fenomenología; y el tercero es el problema del estatuto mistérico de la existencia carnal. Analicemos cada una de estas limitantes.

2. 2. El método descriptivo y sus límites

2. 2. 1. Describir y explicar

Para Ricœur era menester tomar cierta distancia del deseo de explicar (propio de las ciencias naturales) entendido como llevar lo complejo a lo simple, y dejar de pensar al ser humano como edificio que se construye en un sentido unidireccional, desde los cimientos de lo orgánico hacia el techo de la conciencia libre y lúcida. Esta ya debe suponerse incorporada (ecosistémicamente) en la comprensión de lo involuntario. “Sólo es inteligible la relación de lo voluntario y lo involuntario” (VI, 1986: 17 (36)). Lo involuntario aisladamente, tiene una inteligibilidad parcial: por el principio de reciprocidad que une voluntario-involuntario.

Pero además existe para nuestro autor una primacía del principio rector de la voluntad sobre lo involuntario a quien otorga sentido: “para la explicación, lo simple es la razón de lo complejo; para la descripción y la comprensión, lo uno es la razón de lo múltiple” (VI, 1986: 17). Lo complejo precede a lo simple. El querer es lo uno que ordena lo múltiple de lo involuntario. Esta es la primera conquista de la filosofía (por ello Ricœur empieza por describir el deseo y luego las estructuras corporales que se requieren). En su opción metodológica, la comprensión abarca ambos momentos en tensión: una descripción de la acción en la que acontece el Cogito encarnado, pero que requiere también una explicación de sus estructuras y vínculos objetivables.

De las posibles consecuencias de esta opción Ricœur adelanta dos: a) los elementos de la vida mental no resultan inteligibles por sí; b) lo patológico tampoco. Esto significa que lo pasible de ser inteligido deviene tal por constituir una totalidad de significado. No hay inteligibilidad de trozos de la realidad sino del todo. Incluso cuando no conozcamos “todo”, lo que conocemos es todo para nosotros, y desde esta complejidad sistémica que totalizamos obtenemos el sentido de comprensión de cada parte interviniente.

Para la comprensión de esta relación compleja Paul Ricœur recupera el principio fenomenológico de comprender la conciencia según el tipo de objeto al cual se traspasa (se intenciona), por lo cual desagrega el acto volitivo en tres momentos pasibles de razonamiento:

I) yo decido: el proyecto contiene el sentido de mi acción y puedo esclarecerlo en función de la relación entre las motivaciones (razones orgánicas) y el centro de perspectiva (el yo del Cogito);

II) yo me muevo: el proyecto se inscribe en un cuerpo que encarna dicha dirección y lo esclarecemos en función de la relación entre querer y poderes corporales;

III) yo consiento: la necesidad impone límites al involuntario de nuestro cuerpo, y solo podemos doblegarnos a ello. Este momento se esclarece en la conciencia de sus tres figuras: el carácter, el inconsciente y la organización vital.

Tenemos entonces que lo involuntario presenta tres aspectos que ofrecen un cierto tipo de vinculación con las decisiones volitivas conscientes. Puede esquematizarse así:


En cada uno de estos momentos del vínculo voluntario-involuntario, Ricœur dedica un apartado a la descripción pura del acontecimiento peculiar (de las motivaciones que nos intencionan, de la moción voluntaria y del libre consentimiento cuasipasivo), para confrontarla después con una explicación de los aspectos más conflictivos de dicho momento: la decisión (en relación a los motivos), el esfuerzo (en relación a la moción corporal) y la libertad (en relación al consentimiento). Se concilian así los límites de la fenomenología.

2. 2. 2. El problema de la objetividad científica

Con lo voluntario entra en escena el cuerpo, dejado de lado por el abordaje cartesiano que planteó un Cogito quebrado por el entendimiento y separó la comprensión de res cogitans y res extensa. Por ello nuestro autor reconoce el límite de la fenomenología a este respecto, la cual parte del mismo supuesto cartesiano: si la conciencia “se comprende por el tipo de objeto en el cual dicha conciencia se traspasa” (VI, 1986: 18) el tipo de objeto definido por la fenomenología derivará en un tipo particular de sujeto.

¿Puede el cuerpo reducirse a mero objeto de la conciencia? Las ciencias naturales ofrecen una rápida solución. Evidentemente, si tomamos la posición de un médico que necesita curar una enfermedad, los datos empíricos, objetivables, sirven de diagnóstico indispensable para reconocer el problema y darle una solución efectiva. Por esto debemos reconocer, por un lado, que el cuerpo está del lado del objeto. Pero por otro, también es cierto que los síntomas pueden ‘engañar’ al terapeuta. ¿Qué significa este engaño? No se refiere a que los signos conduzcan al equívoco, sino que los parámetros de interpretación no garantizan su éxito por la simple vía de la coincidencia factual. Es menester, como dijimos más arriba, incorporar la cuestión relacional, dinámica, sistémica, del todo en su dinamismo. Y allí los resultados pueden ser distintos a la mera suma de datos.

Por otra parte, aunque la fenomenología sostiene otra concepción de objetividad, la crítica de Ricœur reconoce el problema de la idealización noemática o de los tipos empíricos de Husserl. El cuerpo orgánico no puede ser objeto distante, ante el cual un sujeto reflexivo solo acceda por representación. Entonces, ¿cuál es el estatuto de lo corporal en tanto correlato de la conciencia práctica? Tal es la cuestión que plantea Ricœur a la Fenomenología. La vivencia más simple de la existencia encarnada parece quedar inaccesible al proceso de reflexión. De hecho, ya para Descartes, el único lugar a salvo de este dualismo era la experiencia cotidiana y el lenguaje ordinario donde la intuición parecía captar integral y confusamente todo. Las ciencias objetivaron la dimensión de lo involuntario reduciéndolo a índices empíricos de hechos psíquicos y estructuras geométricas, como cosas en las que la voluntad se desvanece. El sujeto teórico quedó enfrentado al cuerpo empírico. Pero la conciencia quedaba intacta e innegablemente constituida tanto por la intencionalidad dirigida al mundo natural como por la referencialidad al yo.

De esta forma, ante la inefectividad del naturalismo y el idealismo, Ricœur se planteó la reconquista del Cogito como parte abstraída de ese todo mayor que es el sujeto, reivindicando ambos aspectos desde su dimensión corporal y cotidiana, en primera persona. Con ello ya suponemos que jamás el cuerpo podrá ser una totalidad objetiva, empíricamente separable del sujeto que lo vivencia, sino que la humanidad debe entenderse como integridad compuesta de dimensiones naturales o corporales, pero también volitivas y reflexivas. Tampoco el Cogito podrá entenderse sino como conciencia autoreferencial y autoreflexiva de un sujeto encarnado: “La experiencia integral del Cogito envuelve el yo deseo, yo puedo, yo me oriento y, de una manera general, la existencia como cuerpo” (VI, 1986: 21).

Esta experiencia integral, sin embargo, se encuentra mediada por el aprendizaje. Con ello introducimos el elemento cultural como mediador práctico de la forma en que el Cogito asume su corporalidad y el cuerpo propio adquiere conciencia de su carnadura.

Los aprendizajes sobre nuestra forma de movernos, de consentir, de llevar un proyecto adelante, poseen una matriz común a todos los humanos, más allá de la diversidad cultural. De esta base universal es de la que la eidética procura distinguir sus significaciones fundamentales, en pos de elucidar los nexos de la conciencia con su mundo y su naturaleza (37). La descripción eidética, de carácter definidamente diagnóstico, reconcilia así en el discurso lo que las teorías naturalistas y cartesianas rompieron. A su vez, el discurso reintegra en la subjetividad la relación entre el cuerpo propio y el yo del querer (que conduce a la adscripción de un sujeto responsable).

La reducción empirista a ‘hechos’ (anónimos y homogéneos), impide reconocer los dos polos corporales en tensión dialéctica (cuerpo propio/sujeto y cuerpo objeto) salvo aisladamente. Ello no indica una mera cuestión de orientación conceptual (cuerpo-sujeto = mí mismo; cuerpo-objeto = los demás), sino una cuestión más compleja de actitudes hacia un sujeto dual (que es al mismo tiempo yo y tú) y que debería ser abordado, según P. Ricœur, por una introspección naturalizada (la naturaleza que soy) o por una extrospección (de hechos) personalizada.

En ambos casos, la acumulación de experiencias que conducen a la recurrencia de la conciencia de otro sobre mi conciencia coopera en constituir una idea integral de subjetividad. En tanto me reflexiono corporalmente, mejor me dispongo hacia las alteridades corporales —en los demás y del mundo— que me rodean, y viceversa.

El conocimiento empírico y la descripción fenomenológica deben sostener una dialéctica estrecha que permita poner a prueba las descripciones finas de la eidética del involuntario. Se trata de una “conversión de la mirada” (VI, 1986: 25) donde los índices objetivos pueden servir para una correlación diagnóstica de momentos del Cogito.

Ricœur advierte, sin embargo, que los datos empíricos, necesarios por cierto, no guardan correlación de coincidencia sino de referencia a un Cogito experiencialmente íntegro, uno, pero comprensivamente dual, intencionado hacia una naturaleza, un mundo y un tú que lo trascienden a la vez que lo configuran.

De esta manera se recuperan aspectos no comprendidos en la objetividad científica, como la libertad humana, el esfuerzo y la adscripción a un proyecto subjetivo. Y no se deja de lado el punto de vista naturalista, sino que éste aporta grados de objetividad que sirven como diagnóstico: índices empíricos del cuerpo objeto entendidos como correlatos de índices subjetivos del cuerpo sujeto.

2. 2. 3. El estatuto del misterio

En referencia el tercer problema, Ricœur se basó en el doble éxodo conceptual propuesto por G. Marcel al pasar de la búsqueda de “objetividad” a la recuperación de la “existencia”, y de la consideración de la encarnación como “problema” a su valoración como “misterio”.

Desde este movimiento teórico, Ricœur hizo una segunda crítica al planteo husserliano, denunciando una “inteligibilidad sin misterio” (el primero fue la ausencia de una honda consideración del cuerpo en la psicología fenomenológica). Toda descripción de las estructuras de lo voluntario-involuntario solo triunfa en la distinción, no en la ilación, por lo tanto “fracasa en los confines de una invencible confusión” (VI, 1986: 26).

El Cogito cartesiano se encuentra encerrado en un círculo estéril sobre sí que lo escinde de las figuras de la alteridad: el mundo/naturaleza, los demás y el propio cuerpo. Resulta entonces un Cogito fracturado internamente entre su conciencia y su cuerpo. Pero es una fractura de entendimiento, dado que existencialmente dicho quiebre solo se consuma en la omnipotencia, siempre estéril, del dominio de dichas alteridades. Por eso fracasa permanentemente en su intento. No es lo mismo el deseo que la decisión; el movimiento que la idea; la necesidad que la voluntad. La objetivación fenomenológica es “objetividad de nociones observadas y dominadas” (VI, 1986: 27), es decir, objetivación de lenguaje. Esto implica una disminución de ser, tanto del lado del objeto (pérdida de presencia) como del sujeto (exilio al infinito del mundo real). “Mi cuerpo no está constituido en el sentido de la objetividad, ni es constituyente en el sentido del sujeto trascendental; escapa a esa pareja de contrarios. Es yo existente” (VI, 1986: 29).

Por ello, al perder la existencia del mundo, pierde la de su cuerpo, y finalmente, su índice en primera persona. Es menester “que yo participe activamente de mi encarnación con misterio” (VI, 1986: 27. Itálicas del original).

Por eso puede salvarse el intento al valorar el dualismo de entendimiento como espacio de distinción que permite la comprensión precisa de las estructuras subjetivas de lo voluntario-involuntario. Con ello se responde a las exigencias del pensamiento filosófico: dar claridad (para el sentido de las distinciones) y profundidad a la conciencia (para el sentido de la comunión íntima con la carne). Pero dicho entendimiento deberá sostenerse en relación dialéctica con una acción integradora del sentido global del misterio de una existencia corporal. Se pasa de lo intelectual (con su objetividad conceptual) a lo experiencial (donde el fenómeno permanece intacto aún). La filosofía no deja por esto de buscar esclarecer el fenómeno vital de una conciencia encarnada; pero en tensión viviente reconoce que la vida, manifiesta en la existencia corporal, escapa al dominio absoluto del entendimiento divisor.

Por ello, tras el momento diagnóstico, esclarecedor, de la mediación eidética y de su confrontación con las ciencias naturales, la unidad del ser humano en sus estructuras prácticas reclama el reencuentro del ‘yo’ con su misterio, requiere que el sujeto coincida con su carne y que —en última instancia— celebre tal comunión. La unidad no debe entenderse sino celebrarse, y ello acontece en la intimidad de su praxis cotidiana, tanto consigo como con los demás y con el mundo. De allí la importancia que la mediación del arte y la narrativa irán adquiriendo para Ricœur en relación al desciframiento del sí como tensión permanente e inconclusa hasta la muerte.

2. 2. 4. La apuesta, la paradoja y la conciliación

Pretender una conciencia transparente, total, absolutamente autopuesta, es expulsar(nos) del cuerpo y del mundo. Lo dicho pone a la filosofía ante el ritmo interior del drama: “el acontecimiento de la conciencia es siempre en cierto grado la quiebra de una consonancia íntima” (VI, 1986: 30). Es la conciencia de una vinculación polémica con el cuerpo que vivo, sufro y gobierno. Por lo tanto, pasamos de un dualismo de entendimiento a un dualismo de existencia. La realidad del cuerpo y de las cosas va siempre más allá que la voluntad y mucho más allá que la conciencia. Se rompe el pacto original entre naturaleza (con su lógica del equilibrio), cuerpo (con su lógica del movimiento) y conciencia (con su lógica del entendimiento), dando a luz la vinculación dramática entre necesidad, esperanza y libertad. Por eso puede afirmarse que el yo participa íntima y reconciliadamente de la acogida y el diálogo con sus propias condiciones de enraizamiento, más allá de lo que alcance a comprender por su razón. Restaurar una conciencia lúcida del pacto original que la confunde con su cuerpo y su mundo, es el objetivo final de este estudio ricœuriano.

Ahora bien, pensar las estructuras de lo voluntario-involuntario encierra una dimensión tanto de ruptura como de vinculación, de naturaleza (lo involuntario) como de libertad (lo voluntario), sin que exista una lógica lineal que haga proceder una por delante de la otra. Con ello se habilita una necesaria reflexión sobre dicha condición ambivalente, fluctuante y tremendamente compleja: la paradoja, como característica epistémica y matricial de un Cogito que desea pensar su existencia desde el misterio de su encarnación.

La paradoja es una forma de pensamiento que la racionalidad científica despreció como forma sólida y objetivamente inteligible de concebir la realidad. Sin embargo, para nuestro autor significó no solo una constatación metaempírica sino una condición de posibilidad de una reflexión filosófica pertinente a una visión integral de la persona humana.

Aceptar la paradoja en el nivel de la subjetividad es equivalente a aceptar el dualismo en el nivel de la objetividad. Ambos son ineludibles y solo se consuman por la comunión o la separación final de la muerte. De hecho, la paradoja puede resultar una trampa destructiva que anula la libertad y deja perpleja a la conciencia si no se la asume desde la ya anunciada convicción de la vivencia secreta y cotidiana de la reconciliación del ser en sus vínculos vitales.

Ya el mismo Husserl lo había anticipado en su Krisis: aun los científicos dan por supuesto el mundo de la vida cuando lo investigan. Vivimos la conciliación cuerpo-mente sin pensarlo. Damos por supuesta nuestra capacidad motriz cuando inconscientemente movilizamos una larga serie de músculos para recoger unos papeles. Esos vínculos son los que nutren la paradoja existencial y el ‘desde dónde’ se aborda toda articulación entre libertad y naturaleza. Para esta intuición Ricœur recibió inspiración de los trabajos ya mencionados de K. Jaspers y G. Marcel, sistematizados en su ya citada obra Philosophie du mystère et Philosophie du paradoxe (1947).

La conciencia se encuentra “quebrada” por la mediación del lenguaje entre el misterio del sí y el misterio del mundo. Esa es nuestra pobreza más radical, y al mismo tiempo nuestra posibilidad trascendental más prometedora. Esta conciencia nunca podrá ser transparente pues ello significaría expulsarnos del cuerpo y del mundo. De allí que la voluntad, que resulta tan sencilla de vivenciar, resulte “no-luntad” (nolonté) para la conciencia que pretende desentrañarla. Ante ella, el Cogito solo podrá consentir, como veremos más adelante.

Es decir, lo paradojal es el punto de partida de la reflexión del Cogito que aspira a consumarlo en un utópico sujeto total, en un tiempo por-venir donde se apacigua toda esperanza y se anula toda ambigüedad. Mientras tanto, en el aquí y ahora, debemos partir de lo que el filósofo llama “ontología paradojal”, en el lenguaje quebrado de la subjetividad con que se describen sus estructuras básicas de lo voluntario-involuntario. La ontología reconciliada será la utopía de un orden consumado, donde no es menester ninguna mediación descriptiva.

Lo que Ricœur reclama es reconocer que el cuerpo propio es el cuerpo de alguien, el cuerpo de un ser humano, ‘mi cuerpo’, ‘tu cuerpo’.

La subjetividad es por tanto “interna” y “externa”. Es la función sujeto de los actos de alguien. Por la comunicación con otro, tengo otra relación con el cuerpo, una relación que ni está envuelta en la apercepción de mi propio cuerpo, ni inserta en un conocimiento empírico del mundo. Descubro el cuerpo en segunda persona, el cuerpo como motivo, órgano y naturaleza de otra persona (...) entonces, reconocerme a mi mismo es anticipar mi expresión para un tú. Por otra parte, el conocimiento de mi mismo es siempre en cierto grado una guía en el desciframiento del otro (VI, 1986: 23).

Vemos entonces que aparecen varios juegos de polaridades: la del cuerpo objeto y el cuerpo sujeto; la de mi existencia corporal frente al cuerpo del otro; y otros pares para los cuales será menester procurar un abordaje diverso.

Desde un esquema triádico de organización se aborda lo que nuestro filósofo llamó el “pacto original” (VI, 1986: 31); pacto paradojal, por cierto, de la conciencia confusa (opaca) con su cuerpo y con el mundo. Lo original es paradojal y por ello comprende dos polaridades del sujeto encarnado mediadas por un tercer término. Cada una de ellas posee un tipo de lógica diversa en su desarrollo, presidida por una categoría particularmente adecuada a su configuración. Podemos representarlo así:


No basta entonces con permitir que existan dos tipos de miradas: una orientada al cuerpo-objeto (por las ciencias) y otra al cuerpo-sujeto (en la experiencia cotidiana). No son dos miradas orientadas en diversas direcciones. Entender al Cogito en primera persona es afrontar dos actitudes distintas ante lo complejo, que pueden recurrir a la introspección o a la extrospección, a partir de dos diversos tipos de mentalidades.

En el mapa de la obra ricœuriana podemos distinguir que el tratamiento de la relación compleja entre Naturaleza y Cuerpo (o entre necesidad y esperanza) se realiza en el texto que nos ocupa, su programático VI, mientras que el abordaje de la relación Cuerpo-Conciencia (o esperanza y libertad), tiene lugar en una de sus más grandes obras posteriores, la ya citada SA.

No nos extraña entonces que en un interesante estudio sobre el rol de la paradoja en relación a la carne, Jean-Marie Tiaha (2009) concentrase su análisis en ambas obras como fuentes fundamentales de esta epistémica ricœuriana. Nosotros nos focalizaremos en un análisis pormenorizado de VI, donde creemos que se hace el mayor aporte sobre el tema de las paradojas.

Las paradojas restauran la posibilidad de pensar tanto una verdad militante (según la expresión de Ricœur en CI), como una poética del yo (de acuerdo a la propuesta de SA). No es la paradoja existencial, en tanto afirmación de dos polaridades contradictorias y hasta dramáticas de nuestra realidad carnal-espiritual, constatación irreconciliable, de clausura (en la búsqueda de un reconocimiento propio de cada dimensión en diálogo con su alteridad). Tampoco es un punto de llegada que nos impida avanzar. En Ricœur, como dijimos, la paradoja es más bien un diagnóstico, una situación inicial. No se puede hacer ciencia o filosofía desde lo paradojal sin la ya mencionada convicción de que la vivencia cotidiana y carnal de la conciencia se vive de manera integral en el vínculo viviente del misterio humano.

La paradoja nos invita al diálogo, a interpretar más, como el símbolo. Igualmente, por ello, lo paradojal peticiona la esperanza o la utopía. Toda disyunción del entendimiento que considere las paradojas de las estructuras descriptivas (de la conciencia quebrada), solo puede sostenerse a partir de la profunda fe en una reconciliación final del sujeto y la naturaleza acontecida en su corporalidad concreta.

La vinculación paradojal de estas polaridades le permitió a Ricœur hacer distinciones fértiles, sin sucumbir en polarizaciones excluyentes, donde la riqueza de las tramas humanas en la diversidad de sus escenarios cognitivos lo conectaron con el mundo desde una perspectiva ética, estética y epistemológica mucho más justa, fecunda y tolerante. Por ejemplo, la de reconocer el valor de ciertos dualismos, aunque se afirmen al mismo tiempo un sinnúmero de oposiciones intermedias. Lo mismo ocurre con la revalorización de la pretensión teórica de universalidad de cualquier explicación científica, aun cuando se declara lo inevitable de los contextos históricos y geográficos en su influencia cultural. En definitiva, se trata de reconocer que a una verdad profunda no se le opone una mentira o un error sino otra verdad profunda. Por lo cual, la afirmación de una no implica la negación de la otra.

Sin embargo, es menester reconocer con nuestro autor que dicha reflexión se encuentra permanentemente amenazada de ruptura e invitada a la traición. Esto nos conduce a definir dos tipos de dualismo que la obra ricœuriana distingue con precisión: la dualidad existencial de inicio, condición de posibilidad en la que hace pie una filosofía encarnada; y el dualismo de clausura, como ruptura y pantano donde se pierden las ontologías clásicas, reificantes, en las que la verdad cerrada e inmóvil pierde su fuerza transformadora y solo corresponde la adecuación de la realidad a aquella, con toda la violencia que ello pueda entrañar.

La propuesta ricœuriana es una invitación a reflexionar sobre la existencia paradojal, en sus estructuras tanto de ruptura como de vinculación, para esclarecer sus relaciones y comprender el misterio de su existencia

Como reconciliación, es decir, como restauración, a nivel de la conciencia más lúcida, del pacto original de la conciencia confusa con el cuerpo y con el mundo. En tal sentido, la teoría de lo voluntario y lo involuntario no sólo describe y comprende, sino que también restaura (VI, 1986: 31).

En el dualismo clásico de la Modernidad, la objetividad final no se alcanza sino por la anulación de la tensión sujeto-mundo/cuerpo, en la supremacía del primero, desencarnadamente sobre el segundo. Igualmente, en quienes parten de la paradoja, la tentación de una reconciliación final abriría camino a la anulación de la tensión sujeto/cuerpo en la comunión indiferenciada de ambos polos. Pero estos son extremos, que resultan inalcanzables intrahistóricamente.

Valorar lo paradojal implica superar la tentación de abolir en el orden histórico la tensión de lo diferente y opuesto. El orden de este mundo es lugar de tensión, acción y esperanza. Mantener tal tensión en el nivel del dualismo, implica el esfuerzo de la reflexión filosófica para dar pruebas claras y distintas de las diversas estructuras del mundo y del yo, elucidando el sentido de las relaciones sujeto/mundo.

En el orden de la paradoja, la confianza en el triunfo de la reconciliación final (utopía siempre inacabada) y su vivencia secreta en lo cotidiano, ayudan a sostener la libertad como espacio de desarrollo del yo. Esto significa pasar de una ontología paradojal (del aquí y ahora) hacia una ontología conciliada (del pasado arquetípico y de la utopía). La ontología paradojal representa la dimensión histórica en la cual el sujeto se dirime contextualmente. Por eso es punto de partida para una reflexión situada, compleja, hasta conflictiva y ambivalente. Pero que asumida desde la vía larga de la epistemología de la comprensión resulta muy fructífera a la hora de alcanzar un conocimiento de la realidad más justo con los polos en tensión y más amplio en su inclusión de los elementos que componen la realidad. También significa una dinámica dialógica no-violenta en su abordaje, por cuanto no existe una pretensión utilitarista de reconocer lo diferente solo para afirmar lo propio sino un genuino deseo de mantener el movimiento comunicativo y la acción como claves en el despliegue de los diferentes sujetos históricos.

En definitiva, la paradoja se propone como ‘problema’ solamente desde dos posiciones. La primera, cuando se procura superarla definitivamente sin mediación histórica, es decir, por el simple ejercicio matemático o racional. La paradoja demanda respeto por los procesos y una actitud abierta para aceptar una solución unilateral definitiva. Intrahistóricamente, la paradoja es siempre insalvable, aunque sí pueda resolverse parcial y limitadamente en metas concretas, prácticas y puntuales. La segunda posición es la de quienes pretenden la transparencia de una conciencia total y única. La perspectiva paradojal admite la pluralidad de conciencias y la necesaria opacidad del sujeto, para el cual resulta imposible captar el todo, aunque reconozca que lo que capta sea ‘todo’ para ese sujeto.

En Ricœur la opción fue siempre por la vía larga de la epistemología hermenéutica, epistemología de la interpretación (CI, 1975 a: 10), en lugar de la vía corta de la ontología de la comprensión como en el caso de Heidegger. No tematizar la mediación metodológica del tipo de conocimiento y la lógica simbólica que condiciona nuestra comprensión de la realidad (de una determinada manera), y al mismo tiempo abrazar el problema del ser directamente, puede resultar en una violencia de tipo naturalista.

Entendemos en este sentido su opción metodológica en El conflicto de las interpretaciones, donde plantea la necesidad de una vía larga (CI, 1975 a: 10-15). Ella hace justicia al deseo central de Dilthey: recuperar la vida como concepto mayor, y asumir que las expresiones de la vida no son una nueva teoría de la naturaleza sino el sustrato desde el cual el ser humano conoce e interpreta su relación con el cosmos y con la historia. Por ello Ricœur concluyó en la necesidad de profundizar en el conocimiento científico para lograr una vinculación del ser histórico con el conjunto del ser, es decir, una apuesta por el ser en relación, que interpreta su devenir personal en la urdimbre de la vida que lo sostiene. Esta propuesta supera una relación cognitiva reducida meramente a la cuestión sujeto-objeto.

Comprender el lugar de una persona o comunidad, su identidad, su sentido, significa nutrirse de sus relaciones con el ambiente e igualmente de sus relaciones históricas, culturales, motivacionales. Por ello se percibió en solidaridad con el último Husserl, el de Krisis, donde criticaba la pretensión objetivista, tanto de las ciencias naturales como de unas pretendidas ciencias sociales que fuesen en el mismo camino de aquellas.

El mundo de la vida peticiona por el reconocimiento complejo de un doble campo de intencionalidades: el que proviene del sujeto y el que proviene del mundo. Esta situación paradojal no puede ocultarse tras una falsa armonía conceptual. Hay una ruptura epistemológica que se obra en el seno del yo cerrado sobre sí mismo; y esa ruptura se realiza, como veremos más adelante, por vía del cuerpo. El mismo texto de su tesis doctoral lo declara al pretender que la fecundidad de una “analogía de la paradoja” renueve los debates entre la libertad humana y los determinismos (VI, 1986: 46), porque

Es posible restaurar el sentido de la libertad comprendida como diálogo con la naturaleza; esta abstracción resultaba necesaria para comprender, en la medida de lo posible, la paradoja y el misterio de una libertad encarnada (VI, 1986: 47).

Tal libertad encarnada es la que se representa en el símbolo. El símbolo, como expresión de la vida, es paradojal. Con una particularidad: el símbolo es una estructura donde un sentido indirecto o secundario se figura en un sentido directo o primario que invita a la tarea de interpretarlo con el fin de descifrar su significado oculto del aparente (CI, 1975 a: 16). Lo paradojal, por otra parte, es más amplio que lo simbólico. La realidad es simbólica, ciertamente, pero lo es dado que su base material, su asiento en la naturaleza, es paradojal, es decir, permite e invita a una doble lectura. Y en sus múltiples lecturas, ninguno de los polos de significación queda anulado, ni la naturaleza ni las figuraciones de sentido histórico-cultural. No es preciso descubrir un sentido figurado detrás de uno aparente. En ambos polos hay significados verdaderos, sólidos, primarios: tanto en la naturaleza como en la cultura, y cualquiera es punto de inicio para abrirse a su opuesto.

Esta es la enorme relevancia filosófica que posee para nosotros una epistemología paradojal, por su valor diagnóstico, fundamental, originante, y a su vez irrecusable para una filosofía que asuma al Cogito en su misterio encarnacional, y al cuerpo en su dimensión de mundo abierto a la conciencia. Lo paradojal no conduce entonces a la perplejidad paralizante, sino que moviliza a la confrontación y al debate que restaura el dinamismo existencial de toda ciencia al servicio de la vida. Lo paradojal restaura el movimiento a nivel epistémico, porque restaura la tensión de búsqueda de una fenomenología abierta a la historia, y con ello restaura la verdad de la existencia en su sentido más hondo. Asimismo, lo paradojal invita al reconocimiento del límite propio de cualquier saber, y por ello a la asunción de la opacidad de todo conocimiento objetivo.

La naturaleza humana resulta así una suerte de ambivalente cohabitación entre los extremos de una libertad absoluta del Cogito que se autoimpone desde una inocencia mítica y desde la esclavitud total de la naturaleza cósmica que impele a la degradación del sí, y la culpabilidad empírica de su atadura al reino de la necesidad. Aunque resulte difícil y paradojal, valga la redundancia, Ricœur concluyó que es menester “pensar en una suerte de sobreimpresión en la naturaleza fundamental de la libertad y su esclavitud” (VI, 1986: 39).

No plantea con ello que el mito de la inocencia y la libertad perdidas carezca de sentido. Muy por el contrario, ese mito ofrece la experiencia del horizonte fantástico-esperanzador que insta al coraje de la reconciliación posible, pero dentro del misterio corporal de nuestro ser-en-el-mundo. Por eso los mitos de la inocencia están “paradojalmente ligados a los mitos escatológicos” (VI, 1986: 42), e impelen a la vivencia dramática del presente controversial del cuerpo, en el sentido del “combate amoroso” ya aludido de K. Jaspers (MJ, 1947: 201).

Esta expresión paradojal (combate-amoroso) representa uno de los aspectos clásicos de la filosofía ricœuriana: su asunción de la conflictividad radical de la existencia. El conflicto no es solo de las interpretaciones sino, más hondo aun, de la propia vivencia del misterio. Pero la conflictividad de abordajes debe ser asumida con amabilidad, so pena de que la tensión devenga intolerable y conduzca a una ruptura. Si no se asume armoniosamente el conflicto de la existencia, se sucumbe en la ruptura del sí porque se anulan las condiciones de realización, que —como ya señalamos— son paradojales.

Todo proyecto de vida se decide no solo por la voluntad que es modo del pensamiento (entendida desde su lado menos reflexivo como orientación hacia lo otro), sino en la voluntad que es fuerza corporal de incidencia para la ejecución del proyecto. Si este nivel de factibilidad queda ausente, un sujeto idealizado se ahogaría en el mero deseo de manipular sus condiciones de ejecución (VI, 1986: 51-54). Ante ello, o se ejerce efectivamente la violencia fáctica y epistémica imponiendo al mundo los intereses propios como único sentido de su ser, o se abre una brecha infranqueable de incomunicabilidad entre el sujeto y el mundo, incapaz de toda creatividad y mutualidad.

La opción violenta es la que podríamos caricaturizar, en una generalización meramente ilustrativa, con el mundo pragmático del neoliberalismo salvaje; mientras que la segunda estaría representada por la alternativa minoritaria de espiritualismos gnósticos o extremismos ecologistas. La opción de Ricœur se centró en la restitución de una epistemología dinámica, donde la eidética provea la elucidación de los significados para descubrir el sentido, en procura de un proyecto de realización humana, sin ocultar la realidad bajo grandes abstracciones esencialistas que distraigan del camino hacia la libertad.

Digamos finalmente que en la propia experiencia, aceptar y partir de lo paradojal de la existencia es ocasión para dialogar con perspectivas opuestas a las propias, pudiendo enriquecer notablemente nuestra conciencia y aun madurar la propia percepción desde instancias críticas (alternativas). Las polaridades pueden dialogar así en tensión dialéctica y militancia edificante en tono pacífico. Este es el secreto que sostuvo a nuestro autor epistémica y metodológicamente abierto al diálogo con un amplio espectro de temas y disciplinas, sin por ello perder el hilo conductor de su pensamiento. Por eso puede constatarse en su obra que junto a su preocupación por el diálogo entre cristianismo y socialismo, hubo también una clara opción por la no-violencia como criterio de validación metodológica.

Notamos en Ricœur un optimismo antropológico moderado, en la conciencia de que la marca irreversible de la falibilidad no permite abrazar una confianza inocente en el triunfo de la ética o del acuerdo lingüístico sin la mediación de la política, y en ésta, de la economía y la pedagogía social. Ricœur advirtió que no procuraba una eidética virginal de estados ontológicos, eidética de la inocencia, la cual hubiera supuesto la situación mítica de un ‘paraíso perdido’. Lo que buscaba era una eidética de las estructuras posibilitantes de la naturaleza humana tanto en dirección de la inevitable posibilidad del error, el fracaso o la caída, como de la reconciliación y la inocencia. En medio de los extremos de culpabilidad e inocencia se encuentra nuestra naturaleza. Una breve forma de comprender su planteo es este esquema:

Culpabilidad ‹—› Estructuras de la Naturaleza Humana ‹—› Inocencia

La idea de una cierta reconciliación original en el ser humano, cuya pérdida provocó el anhelo de su recuperación, invita a abrirle la puerta a una reflexión que tematice los pormenores de este devenir histórico. Ese fue el tema en relación a la faute y la trascendance, dimensiones que si bien pertenecen de manera visceral al conflicto de la subjetividad real, para Ricœur ya suponían el ámbito de la conciencia y la voluntad, dado que incluso en casos en los que las pasiones toman las riendas de las decisiones, llegan a confundirse como figuras de la voluntad: “la pasión encuentra su tentación y su órgano en lo involuntario, pero el vértigo procede del alma. En ese preciso sentido las pasiones son la voluntad misma” (VI, 1986: 33).

Falta (38) y trascendencia, precisamente por su talante paradojal, mostraron para Ricœur un valor intrínseco a la relación con lo voluntario, con la conciencia y con el proyecto mismo de la voluntad sobre el mundo. Pero estos eran aspectos a poner entre paréntesis en la obra que nos ocupa, tal como lo explicitó su autor, como función metodológica. Detengámonos brevemente en dicho planteo.

2. 3. Falibilidad y trascendencia como paradojas

Faute et trascendance, dice Ricœur, representan aspectos fundamentales del sí como lo son la capacidad únicamente humana de equivocarse, de errar, de ir incluso contra sus propios principios, algo que inevitablemente peticiona por su comprensión en relación a ideas vinculadas a lo trascendente, aspecto al que Ricœur se refirió como “lenguaje de la confesión” (CI, 1975 a: 17): valores, principios o proyectos existenciales expresados siempre simbólicamente (39). A su vez, tal trascendencia implica la intención humana de orientarse por una teleología convocante y motivante que devuelve a la persona más allá de sus ideales hacia la realidad histórico-contextual que la patentiza como sujeto necesitado de proceso, de realización, y con una intuición férrea en potencialidades que abren un despliegue a futuro.

Estos aspectos antropológicos fueron motivo de sucesivos estudios de nuestro autor, pero debieron ser dejados momentáneamente de lado (una epojé circunstancial) en VI para dar paso a la eidética del vínculo entre el sujeto y su “naturaleza encarnacional”. De ellos solo nos interesa mostrar brevemente que su presencia corresponde a dicha naturaleza encarnacional y que, por lo mismo, reafirman la realidad paradojal desde la cual el ser humano conoce y comprende su ambiente, sus circunstancias y su identidad. Estos dos aspectos del sujeto encarnado deberán ser abordados por una bioética que asuma con realismo sus desafíos históricos, aunque parta de comprender su origen y su destino con la misma esperanza antropológica con la que Ricœur lo hizo.

Valga un ejemplo del tema que nos preocupa. Algunos sectores que valoran con lucidez la ecología llegan a idealizar una pretendida relación naturalmente cándida con el ambiente, como si pudiera ser un criterio de valoración suprahistórico de aplicación homogénea y universal. Mientras que otros sectores, más instrumentalistas del medio ambiente, se inclinan por naturalizar la externalización de los impactos antropogénicos, bajo la especie de un mal inevitable, en pos del progreso humano. En ambos casos hay naturalizaciones polarizantes que perjudican la reflexión de posibilidades intermedias, que sin embargo son las que movilizan permanentemente a quienes padecemos la única y misma consecuencia de ambas posiciones: la inacción para el cambio.

En los procesos históricos aparece la falibilidad, no solo como una posibilidad sino como factum de nuestra constitución. Y cuando la falibilidad se consuma libremente en la falta, es también ocasión para una conciencia mayor, una imputación y un aprendizaje. No existe acción humana sin efectos colaterales en nuestro medio, desde la propia carne hasta el ambiente. Ello nos demanda reordenar nuestras acciones para no transformar tan radicalmente nuestro medio que —siguiendo y prolongando las advertencias de Hannah Arendt (1958) (40)— acabemos con las condiciones de posibilidad de la vida, y especialmente de la vida humana.

Los problemas bioéticos, que son los que motivan desde lejos este estudio sobre Ricœur, afirman que hoy existen pasiones que obnubilan la voluntad humana y conducen al error; y existen leyes que procuran subsanar por vía de la coartación de dicha voluntad la negación de ciertos valores. Las pasiones son una complicación del querer porque se apoderan de la totalidad humana alienándola. Son, por ello, la devastación de la naturaleza del sujeto. En el otro extremo de la falta, la ley es la cara opuesta de las pasiones y significa el lado negativo de lo que consideramos un valor. Esto es así porque cohesiona desde fuera al yo, en una imposición hostil, es decir, como norma dura, que condena. Por lo mismo, tanto las pasiones como la ley impelen al sujeto a orientarse por un atractivo que va más allá de las necesidades reales de su vida. Le imponen una fuerza que coarta su libertad y desacredita su voluntad.

La pasión y la ley proyectan sobre un ideal imaginario un sosiego inalcanzable en la carne propia. En el caso de la Modernidad se trata del ideal de progreso, que cual luz poderosa enceguece la visión de muchas personas conduciéndolas a la muerte o la destrucción de las condiciones de posibilidad de ese progreso, como ideal pírrico que finalmente sólo muestra ser una obsesión por la nada y el absurdo. Por eso constituyen una puerta abierta al fracaso y la decepción. Son la atracción por la nada. Y si bien ésta se define como ausencia, carencia, vacío, no puede asimilarse a la necesidades, como el hambre, que es una especie de “verdad del cuerpo” (VI, 1986: 36). La nada es vanidad. La nada es mentira y vacío, mientras que el hambre es realidad y verdad.

Aquí, en la posibilidad de desear la nada, es donde surge la profunda tentación del mal infinito. Porque la nada es infinita, desearla es sumergirse en una desmesurada divinización del querer humano, pretendidamente capaz de alcanzar el infinito deseado. Este es el eslabón más hondo de la falta: el absurdo de una naturaleza humana sin límites. Pero como el ser humano los necesita, la desmesura solo resulta en un atractivo fugaz, con lo cual se acelera el proceso de desencanto y la necesidad del engaño. Esta es la raíz más profunda de nuestra ruptura con la naturaleza; naturaleza con la cual debemos volver a dialogar en aras de un discernimiento concienzudo de nuestra realidad más crucial.

Ahora bien, no puede vivirse genuinamente en la mentira y la autofrustración. Algo empuja al sujeto más allá de los límites de su falibilidad, de sus pasiones y del absurdo de perseguir vientos. El ser humano se percibe escindido en su manera de conocer y reconocer el mundo. Por un lado padece los límites de su carnalidad humillados por lo infinito del deseo, y al mismo tiempo anhela más allá de estos un estado de libertad que lo hace celoso de su capacidad de realización por sobre las vicisitudes de su historia.

En la antropología que desarrolla Ricœur, el ser humano no gobierna ingenuamente el deseo por encima de la naturaleza. Ello implica una posesión de sí que la naturaleza real nos impide sostener. En la pasión propia de la carne, el cuerpo grita su verdad, como en el hambre; o como suele suceder también en relación a la muerte y a la sexualidad. Entonces la falta se eleva como posibilidad siempre humillante pero a la vez salvífica. Una conciencia cerrada sobre sí y tentada por la omnipotencia de considerar como real lo que apenas alcanza con su juicio, es conmovida por la pasión que reclama en la carne. Esta conmoción es un desgarro corporal que la falta parece recuperar como auténtico escenario para que la libertad se restaure en diálogo con la propia naturaleza.

Atadura a la carne, conciencia de finitud y hambre de infinito se debaten sin definiciones en el escenario del interior humano. Este se siente desbordado por sí mismo. Es la ontología de la desproporción. Hay una suerte de (41) (hybris, desmesura) que desnuda su existencia paradojal, y debe evitarse como motivación fundamental, por cuanto conduce a la trampa que nos hace caer en el infortunio (1960). Dicha trampa invita al sujeto a introducirse en la vía de una autonomía exacerbada, con lo cual lo que consigue es romper la religación más profunda con sí mismo, con los demás y con el mundo (podría agregarse, también con Dios).

Digamos por otra parte que esta desmesura no es trágica por sí misma dado que incluso puede posibilitar la superación de una cierta inadecuación de la naturaleza humana al medio ambiente en que vivimos. La hybris obra en cierta medida como motivadora paradojal, como atractivo extraño. Mientras cautiva por un lado, genera cierto temor y extrañeza por otro. Se plantea como lo prohibido que es deseado. Por ello la objeción ricœuriana a tomar la desmesura como motivación radical. Ello podría significar que el deseo solo se moviliza en función de lo prohibido, o que todo lo extraño resulte la única motivación para sentirnos atraídos.

En cambio, la trascendencia es una invitación a reconocer la limitación de la naturaleza humana y a asumir a la vez una vocación de infinito que desafía a la conciencia desde dentro de sus límites encarnacionales. Esto hace más admirable el salto de la libertad hacia una acción responsable, que tiene su correlato discursivo en la poética o pneumatológica de la voluntad. Nada puede subyugar el pequeño pero poderosamente constitutivo grado de libertad que le es inherente al ser humano, aun en su condición de encarnado. “Es necesario, ante todo, aprender a pensar el cuerpo como yo, es decir, como recíproco de un querer que yo soy” (VI, 1986: 43).

2. 4. Nuestra hybris paradojal

Desde el punto de vista epistemológico, las paradojas surgen de sistemas autoreferenciales, es decir, de sistemas que hacen un giro sobre sí mismos y consiguen observarse sin romper la continuidad con su proceso de desarrollo. Pero ello no constituye un problema en sí, a menos que se pretenda anular definitivamente dichas paradojas, o explicarlas solo por variables intrínsecas al mismo sistema de pensamiento, sin referencia a las relaciones ambientales desde las cuales poseen sentido. Una autoreferencialidad entendida de esa manera, resultaría narcisista y solo conduciría a exacerbar la hybris. Que es, justamente, lo que señalamos en referencia al abordaje del cuerpo en el pensamiento de la Modernidad. Si bien no hay unanimidad que pueda aducirse como la visión propiamente ‘moderna’ del cuerpo y la naturaleza, es ampliamente admitido en el mundo de las ciencias sociales que la idea de “cuerpo máquina” y “naturaleza como recurso” es el eje de las concepciones eurohegemónicas denominadas “modernas”. Controlar el cuerpo, domesticarlo, incluso poseerlo y manipularlo a gusto de una conciencia que no siente ‘ser’ un cuerpo sino ‘tener’ un cuerpo a la manera de un instrumento, es el nudo gordiano de la filosofía del cuerpo en la Modernidad clásica. De la misma manera, “torturar” a la naturaleza —al decir de Bacon— hasta extraerle sus secretos y pretender desarrollarnos infinitamente sin arreglo a la finitud de la existencia material de las cosas, parece ser la cuestión central a resolver en la idea de naturaleza presente en nuestros modelos de desarrollo, producción y consumo. De allí todos los problemas de manipulación del medio ambiente, escisión de mente y cuerpo, desatención a las necesidades, explotación irracional de recursos tanto corporales como ambientales. Una profunda desmesura del sí con sí mismo y con su medio. Esta hybris resulta tremendamente peligrosa no solo para quienes la ostentan como su ambición personal, sino para todo el eco-socio-sistema, pues los efectos del abuso a cuerpo y naturaleza desatan consecuencias expansivas más allá de las intenciones de sus efectores, hacia sectores, especies y ámbitos vulnerables a los cambios ambientales por los lazos de complejidad en que se configura su existencia. Entonces, las víctimas de la desmesura no siempre son quienes la desatan. Y eso es lo que nos lleva a tener que tomar una posición bioética que esté a la altura de las circunstancias.

Ahora bien, de la misma manera que para Ricœur la paradoja es siempre una invitación a tomar posición, es además un estímulo para reconocer el valor de la tensión a partir de observar el proceso desde un punto de vista o referencia externa al sistema en cuestión. Por las paradojas de la existencia, cada sujeto se determina hacia una forma concreta de resolver su vida. Sabemos que no desarrollamos todo el potencial disponible en nosotros, pero aún así celebramos eso que nos ha constituido con una identidad histórica determinada. Es decir, incluimos nuestra falibilidad y superamos nuestras faltas sólo por comprenderlas desde la paradoja existencial de nuestra tensión histórica con una utopía que nos invita a trascender.

Para volver al ejemplo al que antes aludimos, el cambio en el patrón de producción y consumo del sistema capitalista, siempre basado en los deseos exacerbados y no en las necesidades reales, implica cambios de modelo en muchos aspectos: tecnológicos, agropecuarios, económicos, educativos, médicos, etc. Pero ninguno de ellos se realizará con éxito sin imbricarse con los otros aspectos. Una agricultura menos violenta y más ecosustentable debe ir de la mano de una economía que no se oriente por el deseo de un desarrollo infinito del capital financiero. Un sistema alimenticio más saludable debe estar unido a una medicina más preventiva e integral, etc. Pero ninguno de tales cambios puede pensarse como la panacea de la realización humana y el modelo definitivo de justicia o de paradigma ético. Ni podrá ser alcanzado sin atención a procesos paulatinos de eficacia que no usen mecanismos tan violentos y dogmáticos como los que se quieren combatir. La última palabra no puede ni debe pretenderse desde ningún estrado, por crítico que éste se considere. De allí la importancia que le damos al hecho de partir de la paradoja para una reflexión bioética que sepa cumplir con la misión de tender puentes sin destruir los mismos una vez cruzados. Se trata de caminos a recorrer permanentemente en los dos sentidos, de unir dos orillas y no de alejarlas.

Por eso Ricœur planteó la paradoja como reconocimiento inicial, diagnóstico, peticionante de una definición temporal y de una conciliación parcial al final de cada etapa. La conciliación final solo adviene con la muerte del sujeto, más aun, tras la muerte, cuando ya no hay más paradojas por resolver. Quedarse en la paradoja es no avanzar. Abolirlas es clausurar la fuente que origina la tensión de búsqueda. Pero es menester —y aquí aparece el nuevo valor de la epistemología ricœuriana— introducir el elemento de una referencia externa, de una alteridad en cuestión que posibilitará explicar la paradoja desde un sistema mayor o distinto del propio. En el caso de Ricœur, para la existencia humana las figuras de la alteridad incluyeron tres configuraciones particulares que invitan al Cogito a una reflexión abierta a lo indómito: el cuerpo propio o carne, la conciencia y los otros. Que también son figuras de la trascendencia e implican un desgarro en la homogeneidad de un sujeto cerrado y explicado por sí mismo.

He aquí el signo paradojal de la existencia humana que adjetiva la antropología ricœuriana. Hay una suerte de “desgarramiento” (brisure), concepto que nuestro autor toma del ámbito médico, que historiza toda pretensión de adecuación directa de cualquier interés humano a nuestras condiciones de posibilidad. El sujeto queda como “embarrado” en su tiempo, confundido entre las figuras de su alteridad, arrojado directamente en medio de las tensiones propias de una conciencia quebrada entre sus deseos libertarios y su naturaleza carnal. De allí la paradoja de la trascendencia entendida como una invitación originaria y gratuita, y al mismo tiempo, como una respuesta hacia “nuestra integridad recobrada”. Es que “la cautividad y la redención de la libertad son el único y mismo drama” (VI, 1986: 42).

Precisamente porque la autoposición de sí, es decir, la radicalización de la autonomía, es una realidad engañosa (es la falta per se), hacer abstracción de ella —así como de la trascendencia que salva por reintegrar— reclama ser recuperada en una nueva doctrina de la subjetividad que Ricœur considera asentada sobre una ontología cuyo fin será la liberación del sujeto. Dicha ontología no apelaría a una eidética sino a una poética del yo que exorcice el desorden de la creación alterado por la falta y recupere la motivación para la acción. Tanto en la praxis como en el arte el sujeto se vivencia a sí mismo unitivamente. En cambio, en la objetividad del conocimiento científico y la descripción empírica el sujeto se vivencia dualmente.

Por eso, desde nuestro interés particular por las repercusiones bioéticas, sentimos el reclamo por una tematización de la idea de persona, aspecto que abordaremos más adelante como posible muerte a la ilusión de autoposición y resurrección al “don de ser” (VI, 1986: 43), esto es, a la gratuidad de existir creaturalmente. En definitiva, reconocemos aquí la necesidad de una bioética que no sea simplemente techné, ni mera aplicación deontológica de acuerdos formales, sino el consenso de fines mínimos, pero celebrados y actuados colectivamente, en el reconocimiento fundamental de nuestra existencia quebrada y paradojalmente tentada de hybris al mismo tiempo que de trascendencia y comunión.

Ricœur afirma con perspicacia que la relación entre trascendencia y libertad es igualmente paradojal, como lo es la relación entre libertad y naturaleza. Ello significa que para afirmar un polo es necesario afirmar o reconocer al otro simultáneamente. A su vez, representa la clausura definitiva de toda pretensión de síntesis final intrahistórica, y la reivindicación de la necesaria tensión de búsqueda como motor de la historia del sujeto. En esta reivindicación de la mutualidad se denuncia cualquier falsa armonía conceptual que sacrifique uno de los polos en pos de la supremacía del otro. Ricœur espera así mostrar la “fecundidad de una ‘analogía de la paradoja’ para renovar los viejos debates sobre la libertad y la gracia”. Este es, según el filósofo francés, “el único medio de plantear correctamente el problema y de hacer presentir que servidumbre y exención son cosas que le acontecen a una libertad” (VI, 1986: 46).

En ese escenario paradojal el yo debe decidir su historia y actualizar las potencias de su capacidad de acción en el ejercicio del diálogo entre naturaleza y libertad, bajo el arbitraje poco imparcial del cuerpo propio, tan hambriento de utopía como de paciencia debido a su “inquebrantable condición carnal” (VI, 1986: 47). Esto es lo que hizo a Ricœur reconocer al cuerpo como si estuviese empapado, contaminado o “enfermo” de trascendencia.

Pero al mismo tiempo, la condición carnal es invitación a una paciencia histórica que también de manera paradójica nos deposita en la tensión de aventurarnos a la acción como ejercicio de poder que promete superar toda falta de completud e inadecuación humana a nuestro entorno (empírica del sí, como ser deseante, sufriente y actuante), y al mismo tiempo dejarnos atrapar o abandonarnos pasivamente a una vocación de trascendencia que nos declara a priori inocentes y agraciadamente íntegros, invitándonos a descansar, celebrar y dar por definida nuestra dignidad existencial, como si ya no tuviésemos nada más que hacer (poética del sí, como celebración del reconocimiento, narración de historias, relatos y simbolizaciones en las que el sí o el nosotros se reconcilian). En esta tensión se desarrolla el vínculo de lo voluntario y lo involuntario.

Tal es la lucha que nuestro autor reconoce en la condición humana gracias a la influencia que ejercieron en su pensamiento los estudios sobre Karl Jaspers, los cuales afirmaron esta profunda valoración del estatuto paradojal de una historia esencial y exclusivamente humana, sin solución de continuidad predeterminada.

30- “En virtud de su primer gesto, la filosofía de Jaspers será una filosofía de las grandes paradojas” (traducción propia).

31- “Posiblemente el extremo de la paradoja se alcanza en la expresión “combate amoroso”, en la cual K. Jaspers resume la comunicación. En efecto, la paradoja de la creación mutua, que nace como de nada, se duplica de la paradoja de una lucha creadora que es al mismo tiempo un amor” (traducción propia).

32- Al respecto puede verse una síntesis del tema en RIZO-PATRÓN, R. (2007). “Paul Ricœur, lector de Husserl: En las fronteras de la fenomenología”, en: Actas de las Terceras Jornadas de Fenomenología y Hermenéutica, pp. 8-9.

33- “Si tal es la humanidad europea, significativa para la idea de filosofía, la crisis de Europa no puede ser sino un trastorno metodológico, que afecta no sus realizaciones parciales sino su intención central: no se trata de una crisis de la física, ni de las matemáticas, etc. sino una crisis del proyecto de saber, de la idea directriz que constituye el ‘carácter científico’ de la ciencia. Esta crisis es la del objetismo, la reducción de la tarea infinita del saber al conocimiento físico-matemático, que fue su realización más brillante” (traducción propia)

34- . Al respecto puede consultarse CAPRA, F. (1987). El Tao de la física. Una exploración de los paralelos entre la física moderna y el misticismo oriental. Madrid: Luis Cárcamo Ed.

35- HEISENBERG, W. (1994). La imagen de la naturaleza en la física actual. Madrid: Planeta-Agostini.

36- Si bien el año coincide con otras publicaciones del autor, nos remitiremos a ‘1986’ —sin suborden de letras— para referirnos a la versión española de Lo voluntario y lo involuntario I. La segunda parte será referida igualmente por su edición española de 1988.

37- En el Prefacio a Del texto a la acción, Ricœur reconoce que “la hermenéutica nunca ha terminado de explicarse mediante la fenomenología husserliana; parte de ésta, en el doble sentido del término, es el lugar de donde proviene y también el lugar que abandonó” (RICŒUR, 2000:11). Por lo mismo, en dicho texto declara que “conjuga con sus ascendencia husserliana” a personajes como Schleiermacher, quien veía en el sentimiento y la intuición los mejores caminos para relacionarse con lo trascendental. Ambos aspectos aparecen reflejados en el vínculo que Ricœur propone con la paradoja de nuestra encarnación.

38- Entendemos la ‘falta’ como consumación histórica que realiza la condición falible del ser humano. Como tal, implica un acto no solo volitivo sino libre, y de allí que en el lenguaje religioso se hable de ‘pecado’. No es un mero ‘error’ sino una elección, aunque equivocada, por un sentido perjudicial y contraproducente de la acción.

39- Dicho sintéticamente, cualquier animal puede equivocarse; pero ‘estar en falta’ es algo que sólo puede vivenciar el ser humano. La ‘falta’ pone de manifiesto una conciencia de algo que debió hacerse de otra forma o con una orientación distinta; e indica, por lo tanto, la conciencia de un sentido. A nadie le falta algo, ni falla en algo, sin la idea de que eso existe, o de que se debería ir en dicha dirección. Por ello, la falta y la trascendencia son ideas que van correlativas. Superar la falta es reconciliarse con la trascendencia.

40- Es justo decir que encontramos muchas similitudes entre las reflexiones de esta autora (sobre todo de su obra The Human Condition) y nuestro filósofo, en esta etapa y en sus posteriores estudios sobre la semántica de la acción.

41- Esta desmesura es tratada por Ricœur en relación a la mitología helénica sobre el origen del mal como parte de la visión trágica de la existencia. Puede verse al respecto Finitud y culpabilidad II: la simbólica del mal, cap. 2.

Una bioética personal y material en Paul Ricoeur

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