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LA CRÍTICA DE JUAN CHABÁS SOBRE POESÍA Y PROSA DE LA VANGUARDIA
Оглавление…Ojalá que cada día la crítica atienda más al principal derecho del hombre: la razón. Derecho espiritual, noble, que debe ser respetado por todo quien en su mano tome una pluma, que por ella misma, o por el lugar donde escriba, tenga una responsabilidad.
Este derecho a la razón impone muy hondas obligaciones. Ante todo, cultura. No llamemos crítico a quien sólo sea un articulista de periódico. Luego, sensibilidad, gusto. Saber apreciar y discernir un no sé qué, expresión feijoniana de la belleza, que constituye la esencia del Arte.
Y luego, pasión. Pasión serena. Pasión de la mente y del espíritu. La crítica es un arte difícil. Pidamos al crítico virtudes de oscilación y de firmeza, como quería ese joven y pulcro escritor castellano: Antonio Marichalar. Pidamos en él virtudes de palma. Erguido y alto su impulso. Fino, sensible al aire al menor temblor del viento, su espíritu. Doctrina y ángel, para llamar a la gracia con nombre andaluz. Estas son las verdaderas cualidades del crítico. Para tenerlas se necesita gran amor. El amor es verdadera fuente de compensación. El crítico modelo sería aquel que, con todas esas cualidades, pensara como nuestro gran Ortega y Gasset: «a ser juez de las cosas voy prefiriendo ser su amante». Ser amante de la obra leída o contemplada, u oída con amor de la inteligencia y del corazón, es el mejor modo de ser un buen crítico.
J. CHABÁS
«Curso nuevo», Diario de Barcelona, 1 de octubre de 1929
QUIENES CORTEJARON de cerca su afecto escribieron que tenía muy pobladas las cejas, enormes pestañas a lo María Félix y ojos, negros y lucientes, como culata de revólver cruzando indiferentes al pasmo de señoras acomodadas y al de todas las niñeras. Su mirada, escudriñadora, nunca desatenta, agrandaba su atractivo —guapo, según el capricho de las damas—, un don afirmado en la simpatía y en el trato afable de un devoto de la amistad, en la conversación amena y en aquella voz tostada suya, con cierta inclinación al engolamiento de los barítonos, pero sin afectación alguna, desde luego nada petulante, tan imantadamente provechosa cuando había razón de amores. Hablaba apoyando su palabra en los giros de las manos y, acaso, en algún aspaviento sobrevenido por descontento, pero sin contravenir nunca la recta educación y la cortesía. Quienes frecuentaron su juventud le recordaban como un tipo fuerte, de mediana estatura, incluso más bien bajo, muy mediterráneo, con unos aires de labrador valenciano que intentaba suavizar atildadamente cierta postura provinciana, de tez morena en deuda con mediodías y brisas de levante, peinando hacia atrás su cabello negro, alzado sobre su elegancia, sobria, a veces un tanto descuidada en el porte más que en el atuendo: chaqueta cruzada y pantalón de talle alto, raramente fiel al chaleco, casi siempre con un fedora borsalino piamontés de pelo de conejo y corbata o corbatín. Tenía un sugestivo encanto, era un tipo propenso a la bondad, a las mujeres de carácter y a la escritura. Por entonces corrían locos los primeros años veinte.
Hay constancia de que Juan Chabás y Martí urdió una sólida formación —madrileña, francesa y europea—, merced a su empeño y a los cómodos recursos familiares (don Juan Chabás Bordehore, su padre, ejercía de notario). Llegado a Madrid desde la alicantina Denia con la misma edad que el siglo (había nacido el 19 de septiembre de 1900), de inmediato se le fue escapando la adolescencia, primero en las aulas del colegio de la Alianza Francesa de la calle Marqués de la Ensenada y, luego, en las facultades de Letras y de Derecho de la Universidad Central. Fueron tiempos determinantes para su instrucción humanística y para el aprendizaje de escritor. En el viejo caserón de San Bernardo asistió al magisterio de Emilia Pardo Bazán, de los filósofos Manuel García Morente y José Ortega y Gasset, de los filólogos Ramón Menéndez Pidal y Julio Cejador, de los políticos socialistas Andrés Ovejero y Julián Besteiro. Entre sus amigos y compañeros universitarios, Xavier Zubiri, Francisco Bores, Ernesto Giménez Caballero, Gerardo Diego, Dámaso Alonso… En los descansos estudiantiles regresaba a la Marina Alta alicantina para acercarse, por admiración y paisanaje, a su maestro Gabriel Miró y a cultivar en Valencia las afecciones de sus más allegados amigos, del pintor Genaro Lahuerta y del escritor Max Aub, junto a algunos más. Pronto determinó aplicarse al diálogo con la Literatura. Fue lector tempranero de autores renacentistas y barrocos e, infatigable, de páginas decimonónicas y noventayochistas de excelencia; y extremadamente curioso por todo lo nuevo, tanto dentro de las letras españolas como extranjeras, espoleado por un interés de matices europeístas hacia el arte y la cultura y por una preocupación constante por conocer la obra de sus contemporáneos. De tal modo, por una parte, fue compilando conocimientos literarios de vasta amplitud, que dieron fundamento a su formación intelectual y, por otra, convirtiéndose en un espectador laborioso que desde una fila preferente asiste al progreso del periodo histórico-literario sin duda más importante de la contemporaneidad —la acertadamente llamada Vanguardia histórica— para juzgar descriptivamente con ecuanimidad y mesurado espíritu crítico sus contornos y calibres cualitativos, sus valores y miserias o, en sus propias palabras, el mineral digno y la ganga desechable a la cual va adherido; para analizarla, desde una posición de juez y parte, a través de las personalidades que en ella alcanzaron relieve suficiente, cierta notoriedad o el más calificado renombre…, y hacerlo elegantemente, mediante certeras observaciones, sin vanidades, de las que pudo andar sobrado en las primeras juventudes.
Pero antes quiso tentar la suerte a la escritura en verso y prosa artística, aderezándola con los aliños estéticos del momento. Alcanzaría sólo un valor secundario, irrelevante, en lides poéticas; sin embargo, sí supo imprimir a su literatura narrativa un alto grado de eficacia y nobleza estética con intenciones de lograr la propia personalidad y la virtud artísticas que contribuyeran a dignificar la novela de la época, por entonces en plena crisis y decadencia galopante.