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EL PAISAJE
ОглавлениеEl paisaje del territorio chileno de la emancipación y de los decenios iniciales de la república, que corresponde a la región de clima mediterráneo de Chile, con predominio del tipo forestal esclerófilo, es decir, de especies de hojas duras, no difería demasiado del existente en los siglos anteriores. Así, las descripciones de Jerónimo de Vivar de la zona de Atacama y Coquimbo en el siglo XVI, con los sorprendentes “árboles extraños de ver, sin hojas”, las cactáceas columnares, son muy semejantes a las de Gay o de Domeyko en el siglo XIX. Sin embargo, en dicho siglo se produjeron cambios dignos de considerarse.
Continuando un proceso que en el norte del país se había iniciado ya durante la monarquía, aumentó el ritmo de la eliminación de la flora nativa, tanto por la acción de los mineros como por la de los agricultores. La Ordenanza de Minería de Nueva España, que comenzó a regir en Chile en 1785 y se aplicó hasta 1874, cuando entró en vigencia el Código de Minería, consultaba el “denuncio de bosques”, que permitía al minero asegurarse judicialmente la tala de los árboles para obtener madera y combustibles en beneficio del yacimiento y de la fundición de los metales. Tal regulación, más los contratos de abastecimiento de leña suscritos entre los terratenientes y los mineros, contribuyeron a la veloz reducción de árboles y arbustos. Así, el algarrobo (Prosopis chilensis), que predominaba hasta avanzado el siglo XIX y se encontraba incluso en el sector norte de Santiago, fue cortado para su uso como combustible y para enmaderar los piques en las minas. Otro tanto ocurrió con el espino (Acacia caven)1. Extensos espinales existían desde el río Copiapó hasta Concepción, en particular en el valle central y en los faldeos de las cordilleras de los Andes y de la costa, ocupando, por su gran adaptabilidad, los suelos semiáridos característicos del clima mediterráneo de Chile. Los viajeros extranjeros del decenio de 1820 fueron unánimes en subrayar la ausencia de otros árboles que no fueran algarrobos y espinos en Coquimbo —que entonces comprendía también a Atacama—y en los alrededores de Santiago2. Aunque el espino fue ampliamente utilizado en el norte en la minería, y en la fabricación de carbón vegetal en el centro del país, en que crece en topografía plana y en las colinas, su capacidad de rebrote y su elevadísima tasa de germinación le permitió subsistir en todas aquellas áreas que no fueron destinadas a la explotación agrícola. Cuando se las dedicaba a esta actividad se procedía a talar los espinos, a arar la tierra, a sembrar trigo durante un año y a dejar después el lugar para pastoreo. Otras especies alimentaron también los hornos de fundición o debieron ceder ante la agricultura, como el chañar (Geoffrey decorticans); el molle (Schinus latifolius), el olivillo (Aextoxicon punctatum), el guayacán (Porliera chilensis) y el pimiento (Schinus molle). En el norte, el aprovechamiento de la resina extraída de la brea (Thessaria absinthioides) para calafatear embarcaciones llevó a la virtual extinción de ese arbusto en los primeros decenios del siglo XIX3.
En las terrazas marinas costeras de la zona central la vegetación original de arbustos esclerófilos fue desplazada en el siglo XIX por el intenso cultivo de trigo, avena y legumbres, lo que originó un proceso de erosión que se hizo especialmente visible en el siglo siguiente. También en la cordillera de la costa, en especial en su vertiente occidental, la vegetación esclerófila de arbustos altos y de árboles pequeños fue talada para producir leña y carbón, y para el uso de la tierra en el pastoreo de cabras y ovejas y en la agricultura de secano4. En el extenso sector comprendido entre los cerros El Roble y La Campana en la cordillera de la costa entre Santiago y Valparaíso y la cordillera andina de Colchagua, por el norte, y los ríos Ñuble, en el sector andino, e Itata, en el sector costero, por el sur, abundaba el roble maulino o hualo (Nothofagus glauca)5. Muy pronto la tala para la obtención de madera, leña y carbón o para destinar los terrenos a labores agrícolas de tipo migratorio, a lo que deben agregarse los incendios forestales, llevaron a la virtual desaparición de los bosques de hualo en la cordillera de la costa. Revela la magnitud de este proceso el hecho de que entre 1819 y 1836 los barcos que salían del río Maule con productos del bosque destinados al norte o a Valparaíso eran el 56 por ciento del total del movimiento marítimo de Constitución6. Sin embargo, el elevado costo a que llegaba la madera a los yacimientos mineros por la ausencia de un adecuado sistema de transporte terrestre impulsó el traslado de las fundiciones a la costa de la zona central y, en especial, al golfo de Arauco7.
Entre los ríos Choapa e Itata la aridez de la depresión intermedia contrastaba con la mayor humedad de las dos cordilleras, donde se encontraban tupidos bosques. Pero el sostenido proceso de construcción de canales, el aprovechamiento de las nuevas tierras bajo riego y las facilidades para el transporte gracias al ferrocarril cambiaron durante el siglo XIX la fisonomía del paisaje de la depresión intermedia y de sus valles de suelos más profundos. Después del terremoto de 1822 comenzaron a regarse los áridos llanos del Maipo gracias al canal de San Carlos, lo que provocó una impresionante alza del valor del suelo entre la capital y Rancagua, y una expansión de la superficie agrícola8. Hasta Curicó se extendía en 1874 la zona cultivada, y al sur de esa localidad la vegetación natural cubría las riberas de los ríos y las quebradas, donde aún se veían cactáceas9. Tanto el cultivo de nuevas tierras como la necesidad de proveer de combustible al ferrocarril —que utilizó la leña hasta después de la guerra del Pacífico10— conspiraron para eliminar las masas boscosas de bellotos (Beilschmiedia berteroana)11, de bellotos del norte (Beilschmiedia miersii), de lingue (Persea lingue), de quillay (Quillaja saponaria), de pataguas (Crinodendron patagua), de peumos (Cryptocarya alba); de boldos (Peumus boldus); de litres (Lithraea caustica) y de muchas especies más, cuyas poblaciones encontraron refugio formando bosquetes en quebradas y en las laderas de ambas cordilleras.
El transporte de cabotaje y el ferrocarril permitieron en la segunda mitad del siglo XIX un continuado abastecimiento de madera y de leña a los centros urbanos, en especial a Santiago, lo que constituyó un importante factor en la reducción de los bosques. Además, la ampliación de la red ferroviaria originó una demanda de durmientes, que provenían generalmente de los robles12. Así, por ejemplo, Ángel Custodio Gallo, minero de Copiapó y accionista, con su familia, del ferrocarril de Valparaíso a Santiago, tuvo una flota de siete veleros destinados exclusivamente al transporte de durmientes desde Constitución, Curanipe y Llico para la mencionada vía férrea13.
Los campos que iban quedando despejados en las terrazas marinas costeras de la zona central fueron utilizados para cultivos de secano de cereales y legumbres, pero los terrenos que no tenían aptitud para ellos se destinaron a la explotación ganadera extensiva, con énfasis en la ovejería14.
También desaparecieron de la zona central algunas herbáceas como el pangue (Gunnera tinctoria), utilizado durante la colonia y parte de la república para curtir los cueros, hasta que fue reemplazado para ese fin por la corteza del lingue. De la abundancia del pangue, en especial en las quebradas y en los sectores húmedos, da prueba la toponimia.
Se acepta como verdad inconcusa que a la llegada de los conquistadores se extendían espesísimos y a menudo infranqueables bosques desde el sur del río Laja hasta el extremo austral del país. En verdad, ellos se encontraban en las laderas de los cerros y en los piedemontes andino y de la cordillera de la costa, en tanto que los sectores llanos estaban en general despejados, lo que ocurría en la zona de Concepción, en Arauco, en la región entre los ríos Itata y Toltén, al sur del cual había un espeso bosque, en el río Cautín, y al sur de Valdivia, territorio dotado de extensísimos llanos15. Todos los testimonios indican que muy pronto, junto a la ocupación de las tierras planas, se inició el aprovechamiento del bosque para la obtención de madera. Pero parece evidente que de esa labor no se siguió la desaparición del bosque nativo. Un extranjero, Edmond Reuel Smith, que recorrió la zona araucana a mediados del siglo XIX desde Negrete a Quepe, tenía la convicción, probablemente exagerada, de que la costumbre de los indígenas de “quemar todos los años los pastos estaba destruyendo rápidamente las selvas del sur de Chile”16. Es muy posible que al desaparecer la presencia de los españoles en la Araucanía después del alzamiento de 1598, muchos de los terrenos despejados que en algún momento se destinaron al cultivo desarrollaran renovales, con la consiguiente reconstitución de los bosques. Pero es innegable que en la región austral coexistieron bosques y extensos llanos, como para el sector de Osorno y La Unión lo subrayaron, entre otros, Charles Darwin y Vicente Pérez Rosales17.
La progresiva ocupación de la Frontera implicó un desarrollo del cultivo del trigo en el siglo XVIII, aunque, por los problemas del transporte, solo se hacía en sectores próximos a los puertos. En la segunda mitad del siglo XIX la demanda por dicho cereal le proporcionó un enorme impulso a su cultivo. Esa actividad, realizada con maquinarias modernas, suponía una previa preparación de los terrenos. Esta consistía, en primer lugar, en el “floreo” de los bosques, es decir, el aprovechamiento de las especies maderables, y a continuación, mediante la acción del fuego —los “roces”—, se procedía a la limpieza de los potreros. Una larga labor posterior de destronque, con la consiguiente desaparición de la flora nativa, dejaba el suelo en disposición de ser arado y sembrado. Un cuadro parecido se produjo con la ocupación de las tierras al sur de Los Llanos hasta Puerto Montt, en la que los incendios forestales desempeñaron un papel fundamental, como lo relató detalladamente Vicente Pérez Rosales18. Por cierto que no todas las labores de despeje se tradujeron en ganancias para los cultivos agrícolas, como quedó de manifiesto en el sector entre Puerto Varas y Puerto Montt, por no ser las tierras aptas para los cultivos, o en grandes sectores de la cordillera de la costa, que muy pronto fueron víctimas de la erosión19. Tan grave como lo anterior fue que la tala de los bosques favoreció la invasión de la franja costera por las dunas, según al concluir el siglo XIX el naturalista alemán Federico Albert lo puso de relieve respecto del departamento de Chanco20. Y no deja de sorprender que la preocupación que existía en el siglo XVIII en las autoridades ante la corta de la palma chilena para la obtención de miel no se reprodujera en el siglo XIX frente a la paulatina eliminación del bosque nativo. Cabe sospechar que semejante actitud fuera otra muestra del ansia por el progreso: sustituir la selva hostil, enmarañada y peligrosa por potreros ordenados, bien sembrados o con empastadas que alimentaran a grandes masas de ganados.
Coincidió con ese proceso de reducción de la flora nativa la introducción de especies vegetales nuevas, como el álamo, que por su adaptación a los suelos y al clima del país y por el fácil trabajo de su madera se difundió desde la emancipación con extraordinaria rapidez. Fue, según se ha afirmado, el provincial de los franciscanos, fray José Javier Guzmán, quien incorporó dicha especie a Chile en 1805 al recibir 20 ejemplares que había encargado a Mendoza, que plantó en su convento y repartió entre algunos vecinos21. Se utilizó para el diseño de alamedas en las ciudades, con Santiago como ejemplo, pero fue su empleo en el deslinde de propiedades rurales y de potreros y en dar sombra a los caminos lo que lo convirtió en uno de los elementos más característicos del paisaje, en especial en la zona central.
A fines del decenio de 1830 llegaron a Chile semillas de diversas especies arbóreas, y en 1841 se realizaron ensayos para introducir el pino marítimo de Francia en Copiapó22. El sauce llorón (Salix babylonica), bastante diferente del sauce chileno (Salix chilensis), se propagó con gran rapidez en el campo por su notable capacidad para controlar los cursos de agua, con la sombra para el ganado como beneficio adicional.
A lo anterior se debe agregar, según se examina en otro capítulo, la sostenida política llevada oficialmente desde el gobierno de Manuel Bulnes por la Quinta Normal de Agricultura para introducir nuevas especies vegetales desde Europa y los Estados Unidos. Así, palmeras de innumerables variedades, robles, castaños, pinos, arces, encinas, olmos, fresnos, acebos, hayas, alisos, tuliperos y muchos más se hicieron comunes en los parques de los fundos, en las plazas y en los caminos. En 1857 Matías Cousiño plantó eucaliptus (Eucaliptus globulus) con el propósito de enmaderar los piques mineros23, si bien según Abdón Cifuentes fue Manuel José Irarrázaval quien lo introdujo en el decenio de 1860.
Antes de la generalización de los alambrados para cercar los potreros se utilizaron algunas especies vegetales foráneas con tal objeto, como la zarzamora o murra (Rubus ulmifolius Schott.) y el espinillo (Ulex europaeus), ambas llegadas a mediados del siglo XIX y que se convirtieron en agresivas invasoras. Se afirma que la primera fue traída por los colonos alemanes24, en tanto que la segunda lo fue probablemente por la Quinta Normal, en cuyo conservatorio había en 1853 varias macetas con ese arbusto25.