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LAS CIUDADES DEL NORTE

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Al comenzar el siglo XIX La Serena y Copiapó no habían experimentado cambios mayores, y su escaso crecimiento demográfico exhibió leves oscilaciones a lo largo de la centuria. El reducido peso de esas ciudades queda reflejado en los resultados del censo de 1854, que arrojó para La Serena la cantidad de 11 mil 805 habitantes. Sin embargo, las dos principales ciudades del norte habían recibido de la minería un considerable impulso, y cabía esperar por ello un crecimiento mayor. El primer gran descubrimiento ocurrió en la sierra de Agua Amarga, al sureste de Vallenar, donde en 1811 se inició la explotación de un riquísimo venero de plata, que todavía se explotaba, aunque ya en decadencia, en 1869. Los descubrimientos del yacimiento de plata de Arqueros, próximo a La Serena, en 1825; el del mismo metal en Chañarcillo, al sur de Copiapó, en 1832, y el de Tres Puntas, al noreste de esa ciudad, en 1848, no solo modificaron radicalmente la forma de vida en la región —y en Chile central—, sino que estimularon la organización de nuevas empresas mineras y el surgimiento de otros asentamientos urbanos. El desenvolvimiento de Ovalle, en tanto, estuvo ligado al laboreo de los yacimientos de cobre de Panulcillo, que empezó a producir en 1832, y especialmente de Tamaya, explotado con enormes beneficios desde fines de 1849.

El auge de la minería se expresó en un explosivo crecimiento demográfico en Atacama, consecuencia del avecindamiento en Copiapó o en las localidades vecinas de numerosos empresarios, comerciantes, empleados, artesanos y operarios provenientes de variadas regiones chilenas y del extranjero, en especial de Argentina. Vallenar, que a un viajero le pareció en 1835 casi de igual tamaño que La Serena, “agradable y hermosa” y bien construida, había crecido en los últimos años y debía su prosperidad a los minerales de plata101. Es indispensable subrayar que en el Norte Chico, así como en la zona central y centro-sur, la vida urbana no solo se desarrolló en las capitales de provincia, sino también en pueblos menores o villas, como fue el caso de Caldera, Vallenar y Huasco, en la provincia de Atacama, y Coquimbo, Ovalle, Combarbalá e Illapel, en la de Coquimbo. A la existencia de yacimientos mineros se agregaba la de importantes propiedades agrícolas, que originaron demandas de variada naturaleza, en particular de servicios. La construcción de caminos, de vías férreas y de líneas telegráficas contribuyó a la consolidación de algunos centros urbanos menores.

En 1854 el departamento de Copiapó tenía 30 mil habitantes, un tercio de los cuales vivía en la ciudad, de trazado de damero, con una gran plaza y con las dependencias de la Intendencia, el cuartel y la cárcel frente a ella. Contaba también con un teatro que atrajo a connotados artistas. Las casas eran en su mayoría de adobes y los techos eran de juncos amarrados y cubiertos con capas de barro. Con pocas ventanas y pintadas de blanco, la modestia de los exteriores era compensada, al menos en las casas de la elite, por la ostentación en el interior, en la que abundaban los utensilios y los adornos de plata102.

Junto al crecimiento de la ciudad y de sus habitantes surgieron nuevas necesidades, y para satisfacerlas se radicaron en Copiapó numerosos artesanos chilenos y extranjeros, como carpinteros, herreros, sastres, plateros, zapateros y albañiles103.

Ya en el decenio de 1820 se instaló en Copiapó la compañía inglesa Chilean Mining Association, en la que estuvo empleado, en calidad de ensayador, el alsaciano naturalizado inglés Charles St. Lambert, conocido en Chile como Carlos Lambert, quien tuvo más tarde decisiva influencia en el desarrollo de la minería del cobre en el país. La empresa trajo, incluso, algunos operarios desde Cornwall. También los establecimientos mineros del colombiano Bernardino Codecido, en Copiapó, contaron con mineros ingleses104. La compañía británica fue uno de los pocos adquirentes, tanto en Copiapó como en La Serena, de los bienes raíces eclesiásticos objetos de la desamortización llevada a cabo durante el gobierno de Freire.

La traza urbana de Copiapó exhibió, frente a la ciudad “civilizada”, una contrapartida pobre y popular, como el barrio de la Chimba o la calle Yerbas Buenas, en que muchas de las modestas chozas que allí había funcionaban como chinganas o lugares de esparcimiento para los trabajadores, donde estos jugaban y bebían, y que fueron sometidas al pago de patente y reguladas a partir de 1854105. Y muy próximo a la ciudad, a tres kilómetros hacia el Este y en la misma margen del río, estaba el pueblo de indios de San Fernando.

No deja de llamar la atención que el crecimiento económico de la provincia de Coquimbo no se reflejara en un incremento demográfico de su capital, La Serena. En efecto, los 11 mil 805 habitantes que arrojó el censo de 1854 subieron a 13 mil 550 en 1865, si bien descendieron a 12 mil 293 en 1875, para remontar 10 años después. Con todo, se originó una expansión del área urbana, que se produjo hacia el este, con el barrio de Santa Lucía, y hacia el sureste, con el barrio Quinta, que empezó a formarse después de 1852106. Un sector de este barrio pertenecía a la extensa zona situada al sur de la ciudad conocida como La Pampa, asiento de numerosas quintas. La apertura, en 1833, de la calle de la Pampa, permitió la instalación de nuevos vecinos y la construcción del convento del Buen Pastor y de la iglesia de San Isidro107. Al igual que ocurrió en buena parte de las ciudades chilenas, en La Serena las tierras “de propios”, es decir, del municipio, fueron paulatinamente ocupadas por los sectores pobres, ya bajo la modalidad de arrendamiento, ya en forma ilegal, para dedicarlas a actividades hortícolas108.

Las transformaciones arquitectónicas de la ciudad, con las nuevas construcciones de la elite y de los grupos medios, que se abordan más adelante, cambiaron la fisonomía de sus calles principales. Los sectores de escasos recursos vivían dentro de la ciudad, donde hasta bien avanzado el siglo XIX abundaban los sitios eriazos —consecuencia del incendio de la ciudad por los piratas en 1680, clara muestra de la larga parálisis urbana provocada por aquel—, pero también lo hacían en sus bordes: en las proximidades del sector pantanoso denominado La Vega, en los márgenes del barrio de Santa Lucía y en las cercanías del río Elqui.

El desarrollo del puerto de Coquimbo fue consecuencia de la actividad minera y del crecimiento de La Serena. Ya en los años iniciales de la república empezó a adquirir importancia, y en 1819 el convento de San Francisco vendió “la estancia y sitios del puerto”, con una bodega que poseía allí, a Charles William Wooster109. Pablo Garriga, como apoderado de Wooster, vendió a su turno los terrenos, en 1823, a Antonio Pizarro, reservándose el vendedor y Garriga algunos retazos110. En el decenio de 1830 no exhibió mayor crecimiento, como se deduce de la descripción hecha por el cirujano de la Marina norteamericana William Ruschenberger:

“El puerto”, según la denominación que se le da para distinguirlo de la ciudad [de La Serena], consiste en una docena de ranchos, igual número de ramadas, la aduana y un edificio de dos pisos, que ocupa hoy día el capitán del puerto y que fue construido por una de aquellas entusiastas y mal manejadas compañías mineras organizadas en Inglaterra, quebrada mucho ha111.

El puerto fue asiento del establecimiento de fundición de cobre de Joaquín Edwards Ossandón, alzado en terrenos que pertenecían a sus suegros Pablo Garriga y Buenaventura Argandoña. La fundición ocupaba tres cuadras de extensión, contaba con siete hornos y tres calcinadores y elaboraba los minerales provenientes de Tambillos, Ovalle y del norte de La Serena. Al morir Joaquín Edwards, el establecimiento fue comprado a la testamentaría por dos de sus hijos, Joaquín y Jorge Edwards Garriga. Pero en torno a él habían comenzado a surgir, espontáneamente, construcciones de variada índole, y el Fisco promovió un juicio contra los herederos de Garriga. El pleito concluyó en una transacción, de fecha 8 de enero de 1846, en cuya virtud se cedieron al Fisco los terrenos necesarios para calles, plazas y edificios públicos, comisionándose al francés Juan Herbage para que, previo al levantamiento de un plano y con el acuerdo de la Intendencia de Coquimbo, hiciera las correspondientes demarcaciones. El plano fue aprobado por el Gobierno por decreto de 13 de agosto de 1850112. Los terrenos que quedaron en poder de la sucesión Edwards Garriga fueron aportados a una sociedad, que el 10 de febrero de 1851 procedió a sortear entre sus integrantes los lotes o sitios fijados en un plano elaborado por Eduardo Wering113.

La Serena y Coquimbo estuvieron unidas primero por un camino y a continuación, desde abril de 1862, por la vía férrea. En tanto, en la caleta de Guayacán, inmediatamente al sur de Coquimbo, y en la protegida bahía de la Herradura, se alzó en 1852 el importante establecimiento de fundición de cobre de Urmeneta y Errázuriz, que llegó a contar con 35 hornos. Guayacán, unido más adelante a Ovalle por una línea férrea, adquirió en 1858 la categoría de puerto menor114.

El desenvolvimiento de Ovalle estuvo ligado, como se ha indicado, al laboreo de los yacimientos de cobre de Tamaya y Panulcillo. El pequeño puerto de Tongoy sirvió desde 1840 para la exportación de los minerales traído del interior, y en 1850 y 1851 quedó más marcada su vocación minera con la construcción de hornos de fundición de cobre115. Tongoy se unió a Ovalle y a Tamaya mediante un camino y, más tarde, por una línea férrea. También un camino unía a Ovalle con Coquimbo, al que se agregó a continuación el ferrocarril, inaugurado en 1862, cuya línea férrea atravesaba al puerto a todo su largo hasta llegar al muelle, y mejoró la conectividad de la ciudad del Limarí. La construcción de un camino hacia el este permitió ofrecer las producciones de la zona a los consumidores de los centros mineros116.

La multiplicación de las actividades en torno a la extracción del cobre ante la sostenida demanda proveniente de Europa y los Estados Unidos, unida a la difusión de nuevas técnicas metalúrgicas y a la constitución de numerosas sociedades mineras, convirtieron a Ovalle, La Serena y Coquimbo en polos de atracción de emigrantes, tanto chilenos como extranjeros. En torno a la plata de Arqueros y al cobre de Brillador, Tamaya y otros yacimientos se dieron cita comerciantes de metales, habilitadores, mecánicos, fundidores, constructores, comerciantes minoristas, contratistas, intermediarios de mano de obra y toda la extensa y multifacética gama de personas vinculadas a la minería. No puede olvidarse, por ejemplo, la necesidad de servirse de especialistas extranjeros para las labores de fundición en Panulcillo, en Tongoy y en Guayacán, en su mayoría ingleses, norteamericanos, alemanes y franceses117. Muchos de estos migrantes, chilenos o extranjeros, contrajeron matrimonio con naturales de la región, y los que ocupaban cargos de responsabilidad lo hicieron en general con mujeres pertenecientes a la elite local. El incremento demográfico en Tamaya fue de tal envergadura que la autoridad eclesiástica se vio en la necesidad de establecer allí una viceparroquia que atendiera la alta demanda de servicios religiosos118.

La formación de empresas comerciales, muchas de ellas con sede en Valparaíso, que se encargaban de habilitar a los mineros y adquirirles la producción, constituyó otro incentivo para la constante presencia de empresas extranjeras, en especial inglesas, cuyos principales empleados eran también foráneos119. Cabía esperar, por tanto, la construcción de extensas redes comerciales y mineras de extranjeros, preferentemente británicos, cuyos principales centros eran Copiapó, La Serena, Valparaíso y Concepción. Aunque carecemos de estudios sobre esas empresas, conviene tener presente que no solo estaban ligadas a sus lugares de origen y a las redes locales, sino también a Buenos Aires y a Lima. En el decenio de 1830 se debe recordar, entre otras, a Thomas Kendall, Britain Waddington y Cía., Waddington, Templeman y Cía., Taylor y Cía., Barclay y Cía., Sewell y Patrickson y Wylie Miller y Cía. Con el establecimiento de la Chilean Mining Association llegaron a La Serena Alexander Caldcleugh, minero y fundidor, y bien conocido por sus aportes a la botánica, Carlos Lambert y Thomas Chadwick, este último con larga descendencia. La Asociación de Minas Chilena y Peruana trajo a Thomas M. Raynolds, Thomas Maxwell Bagnolds y Ricardo D. Cummings120.

Como ya se subrayó en el tomo I de esta obra, al contraer los inmigrantes matrimonios con hijas de familias de la elite, adquirían de inmediato el nivel de estas —fenómeno constante desde el periodo monárquico y que habla del papel fundamental de la mujer en la ampliación y consolidación de los sectores altos—, y al mismo tiempo pasaban a sumarse a la red social a la que ellas pertenecían. Y es muy posible que el aspecto físico del extranjero, el hecho de ser “blanco”, constituyera un elemento importante en el imaginario social de la elite121. Pero la calidad de extranjeros, que los vinculaba a otros de su misma condición, facilitó la rápida integración de estos a la elite por la vía del matrimonio. Y, por cierto, dentro de ese conjunto se reproducían las prácticas endogámicas. El sueco Bladh dio una explicación, que parece convincente, acerca del éxito de los extranjeros en su inclusión dentro de la sociedad chilena:

Casi todos los matrimonios que han contraído extranjeros con chilenas han sido felices, cuando el esposo ha sido prudente. Este ha sido el caso de los ingleses, y dada [la] facilidad natural para amoldarse de las chilenas a los gustos del marido, aquellos han logrado, poco tiempo después de la boda, inculcarles el comportamiento y el delicado tacto de una “lady” inglesa.

El cariñoso comportamiento de los extranjeros, sobre todo de los ingleses, para con sus esposas, y su costumbre de pasar todos los ratos libres exclusivamente en el hogar, no puede dejar de parecer agradabilísimo a las chilenas, sobre todo cuando compara[n] este trato con el que dan sus propios compatriotas a sus esposas. Los extranjeros gozan así de una gran consideración entre las damas chilenas122.

Tal vez lo más llamativo de Copiapó y La Serena, y en parte producto de su reducido peso demográfico, fue la fácil inserción de los migrantes en las estructuras sociales existentes, lo que, además de contribuir a renovarlas, introdujo elementos más complejos a las cada vez más extensas redes de relaciones y parentescos, en que la endogamia continuó teniendo un peso relevante.

Es muy sugerente el examen del grupo fundado a comienzos del siglo XIX por un extranjero en matrimonio con una integrante de la familia Iribarren, de La Serena. El médico inglés Jorge Edwards Brown, radicado en esa ciudad, casó en 1807 con la serenense Isabel Ossandón Iribarren, hija de Diego Ossandón de la Vega y de María del Rosario Iribarren Niño de Cepeda. Los hijos de Jorge Edwards se dedicaron a los menesteres comerciales y mineros, en tanto que las hijas casaron con extranjeros también volcados a los negocios mineros. Así, Teresa Edwards Ossandón contrajo matrimonio en 1824 con el norteamericano natural de Filadelfia Washington Stewart, y al enviudar de este contrajo en 1826 nuevo matrimonio con el también norteamericano natural de Nueva York Pablo Délano, con numerosa sucesión. Carmen Edwards Ossandón casó con el escocés David Ross, dedicado a la habilitación y al comercio de metales123, y la hija de estos, Juana Ross Edwards, lo hizo con su tío Agustín Edwards Ossandón. Jacoba Edwards Ossandón casó con el norteamericano Thomas F. Smith, de Boston, también comerciante de minerales, con sucesión124. Pero lo más interesante es que otras dos hermanas Ossandón Iribarren, cuñadas de Jorge Edwards, contrajeron matrimonio, una, con el norteamericano Daniel W. Frost y la otra, con su sobrino Samuel Frost Haviland125.

La familia Edwards Ossandón se vinculó con la fundada por Pablo Garriga Martínez, natural de Mollet, en Cataluña. Había casado este en 1812 con Ventura Argandoña Subercaseaux, la cual, viuda de Garriga, contrajo segundo matrimonio con Jorge Edwards Brown, viudo a su vez de Isabel Ossandón Iribarren126. De los siete hijos Garriga Argandoña, Paula casó con el norteamericano Felix Fineas Lovejoy y viuda, con el argentino Gabriel Meollo y Gorbea, sin sucesión; Rafaela Dolores casó con el escocés Paulino Campbell; Ramón Jesús, con su prima hermana Peta Argandoña O’Shee; Margarita del Socorro con Joaquín Edwards Ossandón, y Jesús, con Santiago Edwards Ossandón, ambas con extensísima sucesión. Otra Argandoña O’Shee, Josefa, contrajo matrimonio con Juan Bautista Edwards Ossandón, con larga descendencia.

Hacia 1828 pasaron a América los hermanos Juan y Edmundo Eastman para atender los intereses del padre de ambos. Juan se radicó en Buenos Aires, en tanto que Edmundo viajó a Chile para dedicarse a las actividades mineras. El mismo año 1828 aparece formando parte del comercio de La Serena127. En 1832 casó en Sotaquí con Tomasa Quiroga y Darrigrande, y fueron padres de ocho hijos, con familias en La Serena, Valparaíso, Santiago y Ecuador128. Ese matrimonio le permitió vincularse a la familia Urmeneta, pues José Tomás había casado con Carmen Quiroga Darrigrande.

A ellos es posible agregar otros extranjeros que formaron familia en la región, como el norteamericano Amadeo Gundelach129, el inglés natural de la isla de Madera Guillermo Canningham, los hermanos Juan y Guillermo Carter, naturales de Escocia, el canadiense Luis Tondreau, los alemanes Juan Clausen, Juan Federico Flotow (Floto), y Guillermo Schreiber (Escríbar), el francés Agustín Fontaine y varios más.

Pero no solo se radicaron en La Serena ingleses, norteamericanos, alemanes y franceses. También lo hicieron de otras nacionalidades, como españoles —los gallegos Juan Bautista Carneiro e Higinio Ripamonti, el carmonense Antonio Galeno, el gaditano Isidoro Cuadrado y Angulo, el catalán José Coromina y Tolosa—, y otros provenientes de países americanos. Así, por ejemplo, cuando en 1829 el escocés David Ross contrajo matrimonio con Carmen Edwards, le sirvieron de testigos los peruanos naturales de Lima Ventura y José Piñera, vinculado este último a la actividad minera en Arqueros130. José Piñera, abogado y funcionario en su patria, se radicó en La Serena entre 1824 y 1826, y casó en 1827 con Mercedes Aguirre y Carvallo131. También del Perú llegó a radicarse a La Serena Mariano Daza.

Entre los chilenos establecidos en La Serena en la primera mitad del siglo XIX hubo varios provenientes de Santiago, atraídos por la minería. Se reprodujo en esta ocasión el modelo ya analizado con anterioridad: una o más familias de prestigio sirvieron de eje en torno al cual se fueron insertando los migrantes, lo que, a su vez, facilitó el desarrollo de prácticas endogámicas. En el periodo examinado cabe recordar a dos hermanos Ruiz-Tagle Lecaros radicados en La Serena: Nicanor, casado con Carolina Salcedo Iribarren y Carlos, con Salustia Solar Vicuña.

De Valparaíso llegó a La Serena Pedro Nolasco Valdés Muñoz, quien fue uno de los suscriptores de la compañía minera que se formó para explotar una pertenencia en el mineral de plata de Arqueros en 1825132. Cinco años más tarde Valdés era socio de Rodríguez, Cea y Cía., sociedad que se formó en Vallenar con un capital de 281 mil pesos, y que en 1831 y 1833 tenía intereses en el valle de Aconcagua133. En 1839 Valdés se asoció en Copiapó con Juan Sewell, de quien era apoderado Roberto Walker. Pedro Nolasco Valdés contrajo matrimonio en 1822 en La Serena con Rosario Munizaga Barrios, hija del rico minero, armador, comerciante y terrateniente Juan Miguel Munizaga y Trujillo134. Ya en 1829 aparece Valdés como propietario de Titón, importante predio rústico del valle de Elqui135. Una hija de Pedro Nolasco Valdés, Juana, contrajo matrimonio con Eduardo Abbott de Fleury, miembro de una familia inglesa de comerciantes con al menos tres generaciones en el Medio Oriente, concretamente en Damasco, nacido, sin embargo, en Calcuta, y radicado en La Serena, desde donde intervino activamente en el comercio del cobre, quienes dieron origen a una extensa y vinculada descendencia136.

Un caso muy peculiar fue el de los hermanos serenenses Isidoro y Manuel Antonio Cordovez del Caso, radicados ambos en Colombia y casados con las colombianas Agustina y Javiera Fernández de Moure, con extensa sucesión en ese país y en Ecuador. Simón Cordovez Moure, hijo de Manuel Antonio y Javiera, emigró a Chile y se casó en La Serena en 1854 con Carolina Aguirre y Rivera, con muchos descendientes, entre ellos el obispo de Rancagua Eduardo Larraín Cordovez137.

En la zona de Ovalle trabajaron José Tomás de Urmeneta García y el santiaguino Ramón Lecaros Alcalde, exitosos empresarios en Tamaya138. El segundo, propietario de varios fundos en el departamento de Ovalle y de numerosas pertenencias mineras, casó primero con la serenenses Rita Guerrero Varas, hija de Juan Antonio Guerrero Gayón de Celis y de Francisca Varas Noriega, con una hija que no tuvo sucesión. Casado en segundas nupcias con su pariente Juana Vicuña Alcalde, tuvo descendencia139.

El establecimiento de mineros y habilitadores en Atacama, en general del centro del país y también del extranjero, originó cambios profundos en la sociedad local, hasta entonces muy ligada a la de La Serena. Entre los ingleses que impulsaron el desarrollo minero debe mencionarse a los hermanos Walker. Dos de ellos, Juan y Alejandro, contrajeron matrimonio con las hermanas Mercedes y Teresa Martínez Martínez, naturales de Copiapó, en tanto que Roberto Walker, que no era pariente de aquéllos, casó con Custodia Martínez Martínez, hermana de las anteriores, dejando extensas y vinculadas descendencias en la región y en Santiago. El norteamericano Juan Melitón van Buren, contratado para la construcción del ferrocarril de Caldera a Copiapó, se radicó en esa ciudad y allí contrajo matrimonio con Damiana Vallejo y Vallejo en 1856, con sucesión en Valparaíso140. El francés Constante Quesney casó en Copiapó hacia 1830 con María Dolores Ossa Cerda, con sucesión en Santiago.

A partir del decenio de 1830, las luchas políticas argentinas, por una parte, y el auge minero en Atacama y Coquimbo, por otra, impulsaron una considerable migración transandina. Junto a los numerosísimos que llegaron a prestar sus servicios como peones, peluqueros, sastres, plateros, pintores, herreros y carpinteros, debe agregarse a quienes, por contar con medios de fortuna, se incorporaron a los negocios mineros, sin perjuicio de que no siempre perdían la esperanza de realizar alguna intentona contra el gobierno de Rosas, como fue el caso de Domingo Francisco García, acusado de introducir armas al país vecino. También realizó actividades mineras en Copiapó el ex director del Banco de Buenos Aires, Mariano Fragueiro, cuyas ideas en una materia desconocida en Chile sirvieron para difundir, a partir de 1844 y por medio de El Progreso de Santiago, “los conocimientos necesario sobre la naturaleza de los bancos”141. En La Serena se radicaron Francisco Iñiguez-Pérez y Zeballos, de Mendoza; Bernardo Videla, casado hacia 1850 con la serenense Mercedes Aracena; Gabriel Meollo y Gorbea, de Catamarca; Mariano González Bulnes, de Córdoba, con larga sucesión en la capital de Coquimbo; los hermanos Félix, Jacinto y Octaviano Pulido y Moreno, de la Rioja, con extensa descendencia142; José María Castro y Albarracín, que formó familia en el valle de Elqui, y Lino Castro, de Buenos Aires. El mendocino Juan José Cobo Sáez, con parientes instalados en Chile desde fines del siglo XVIII, casó en La Serena con Tránsito Valdés Munizaga, y se avecindó en Copiapó en 1834 para trabajar en Chañarcillo143. Juan de Dios Arias, Eugenio Balbastro, Alejandro del Carril, Pastor Castro, Salvador Escola, Manuel Antonio García Villacorta, Carlos Lynch Sabaleta, Pablo Mendoza y Dávila, Francisco Solano Quiroga, Gabriel Real de Azúa y Cires, Manuel Rizo-Patrón y Vera, Juan Gualberto Rodríguez y Varas, Diómedes Ruiz y Echegaray, Pedro Isaías Salazar y Villafañe y Roque San Román y Gordillo son algunos argentinos que formaron familia en Copiapó. Se advierte, asimismo, la presencia de numerosas mujeres argentinas que contrajeron matrimonio con chilenos o con extranjeros residentes en la provincia.

Debe aludirse, por último, a numerosos inmigrantes provenientes de otras regiones americanas, que fundaron familias tanto en Copiapó como en La Serena. Conviene recordar al peruano Félix María Bazo y Riesco, hijo de un oidor de la Audiencia de Chile huido a Lima y de una chilena; a Bernardino Codecido, colombiano establecido en 1835 en Copiapó; a Emilio Beéche y Arana, salteño que provenía de Sucre, Bolivia; a José María Boyle, de Montevideo; a Pedro Pineda y Castillejo, de Lima144; a José Gregorio Benítez Méndez, natural de Guayaquil, casado en 1823 con la serenense Marcelina Guzmán Espinoza145; a Manuel María Moure y Sánchez, natural de Popayán, Colombia146; a Antonio Escobar y Arce, de Panamá, casado con Manuela Ossa y Varas; a Diego Sutil, de Curazao y casado con venezolana, que se avecindó hacia 1850 en Copiapó y cuya hija Clara Rosa Sutil Borges contrajo matrimonio en la misma ciudad con el serenense Santiago Marcial Edwards Garriga. También se instalaron en esa época en La Serena algunos italianos como Lorenzo Gertosio147.

La presencia de argentinos en el Norte Chico, a la que se aludió más arriba, se comprende no solo como consecuencia de los problemas políticos existentes en el país vecino, sino también por la natural complementación de las respectivas economías. Tras la caída de Rosas se intensificó el comercio con Chile, y en él intervinieron activamente los argentinos. El abastecimiento de ganado, por ejemplo, generó un interesante intercambio con los territorios transandinos, en particular Catamarca, La Rioja y San Juan, transportándose desde Caldera y por la vía de Copiapó mercaderías europeas hacia ellos148. Al terminar el periodo no había comercio de ganado hacia Atacama, pero por Rivadavia, en Elqui, ingresaban casi cinco mil cabezas al año149.

Si bien la minería interesó de preferencia a los extranjeros, el comercio al menudeo fue también un incentivo para su instalación en la región. En Copiapó, por ejemplo, la oferta de alimentos, de materiales para el laboreo de las minas y de artículos de lujo estaba en manos de argentinos150. Otras actividades, como la herrería, la ebanistería y la construcción, permitieron la inserción de los inmigrantes en el Norte Chico. El francés Juan Allard se dedicó exitosamente al transporte marítimo, y casó con serenense. El canadiense Valin y el norteamericano Cuthbert abordaron la construcción de carruajes.

El dinamismo de la sociedad copiapina, muy propio de una ciudad minera y fronteriza, no era demasiado diferente del exhibido por La Serena. Con todo, muchos mineros y habilitadores enriquecidos en las ciudades del norte, como Agustín Edwards, Matías Cousiño, Francisco Ignacio Ossa o José Tomás de Urmeneta, pronto se trasladaron a escenarios mayores, es decir, a Valparaíso o a Santiago151. Este proceso fue descrito para el periodo comprendido entre 1860 y 1870 por Ramón Subercaseaux Vicuña:

En ocupaciones de minas y un poco de agricultura empleaba su tiempo la gente de La Serena; pero el que por esa vía hacía fortuna se podía tener por casi seguro que iría a emplearla en Santiago, comprando casa y hacienda. […] No había, pues, que extrañarse del aire moroso de toda la ciudad [de La Serena], que parecía no haber salido del periodo español152.

El incremento de la población en las provincias septentrionales como consecuencia de los requerimientos de mano de obra supuso un estímulo tanto para las actividades comerciales como para las agrícolas en Chile. Las primeras estuvieron dirigidas, en primer término, a suplir las necesidades de bienes básicos de la minería. La cal proveniente de Coquimbo, por ejemplo, tenía una segura demanda en Talcahuano153. En materia de alimentación se estableció un fluido intercambio con Tomé y Talcahuano para el abastecimiento de harinas, en tanto que las necesidades de charqui, grasa, legumbres, fruta seca y alcohol eran satisfechas por los valles de Atacama y Coquimbo.

El comercio al menudeo exhibió también un notorio repunte, como producto de una demanda en alza, aunque su desarrollo estuvo muy a menudo limitado por la carencia de circulante. El desarrollo de variados sistemas de crédito y la emisión de vales y fichas permitieron, en parte, suplir esas deficiencias. Era habitual la circulación de vales en los minerales, como ocurría en Condoriaco, mineral de plata próximo a Arqueros154, y en Quitana155.

Estos rápidos y notables cambios experimentados en Atacama y Coquimbo impulsaron modificaciones en la propiedad de la tierra y en los cultivos. En efecto, numerosos mineros y mercaderes, enriquecidos en la extracción y comercialización de la plata y del cobre, diversificaron sus inversiones y adquirieron tierras, ya sea en los valles de la región o, de preferencia, en la zona central156.

Debe advertirse que la necesidad de garantizar un adecuado abastecimiento a los yacimientos también impulsó el ingreso de los empresarios mineros a la actividad agrícola, la que, obligada a satisfacer las demandas de cientos y a veces de miles de operarios, llevó a la construcción de canales de regadío y de caminos, indispensables los primeros para aumentar y asegurar la producción y estos para extraer los frutos. Es posible que tal razón indujera a Miguel Gallo Vergara en 1828, antes de convertirse en el riquísimo minero de Chañarcillo, a adquirir el fundo Apacheta, en el curso superior del río Copiapó157. La compra de tierras en la zona central fue una tendencia sostenida de los mineros de las provincias del norte. Así, la familia Gallo adquirió en 1841 la hacienda Requínoa y, más adelante, las haciendas Gultro y Pichiguao, en la zona de Rancagua158. Todavía en 1880 un miembro de esa familia, Manuel Gallo Montt, adquiría las tierras de Manquehue, al oriente de Santiago159. José Santos García Sierra, natural de Combarbalá y minero de cobre y fundidor en Catemu, compró Vichiculén, en el valle del Aconcagua, y en 1875, al morir su cónyuge, heredó la hacienda un sobrino, José Letelier Sierra, también minero160. Este y su hermano Wenceslao compraron Aculeo a Patricio Larraín Gandarillas con el fin de aprovechar el bosque nativo para abastecer de combustible a una fundición de cobre161. Francisco Ignacio de Ossa Mercado, minero de Chañarcillo, fue dueño de las haciendas de Calleuque, Codao y Almahue, en Colchagua162. Ramón Subercaseaux Mercado, uno de los afortunados mineros de Arqueros, adquirió la hacienda de Pirque o Santa Rita, dividida tras su muerte en 1859 en seis hijuelas, más una chacra en el Llano de Maipo163. Hacia 1860 la hacienda de Machalí, en Rancagua, era propiedad del minero copiapino José Ramón Ossa Mercado.

Las modificaciones en la composición de las elites de Copiapó y La Serena fueron paralelas a otras protagonizadas por el bajo pueblo, de mucha mayor envergadura cuantitativa estas, pues significó el desplazamientos de grandes masas humanas hacia los establecimientos mineros, en torno a los cuales se improvisaron centros habitados, que desaparecían con el término de las faenas. Es lo que ocurrió con Arqueros, primero, y más adelante con Chañarcillo y Tamaya.

La imperiosa necesidad de contar con abundante mano de obra, base de una extracción minera muy primitiva y carente de elementos mecánicos que le asegurara mayor eficiencia, impulsó un vasto movimiento de trabajadores hacia los yacimientos de la provincia. Empleados como barreteros y apires, sus remuneraciones, aunque bajas, parecen haber sido superiores a las pagadas en el resto del país. Esto lo justificaba, por cierto, el durísimo trabajo físico que realizaban, en especial los apires. No está de más indicar que en 1866 se contabilizaron en Atacama 199 minas de cobre y 177 de plata en explotación164.

La escasez de operarios que se advertía a comienzos del decenio de 1850 obligó a la Junta de Minería de Atacama a poner en práctica una campaña para atraer a los posibles interesados, con el ofrecimiento de buenos salarios, puntualidad en el pago, alimentación y condiciones de estabilidad y seguridad. La Junta contó con agencias para enganchar a peones en Coquimbo, Valparaíso, Constitución, Talcahuano y Chiloé165. Pero el problema principal radicó no tanto en contratar trabajadores como en retenerlos166. Hay indicios de haberse practicado modalidades de retención de los trabajadores mediante las deudas en las pulperías167.

Sobre la forma de vida de los trabajadores los antecedentes disponibles indican, por una parte, la existencia de elevados salarios, como medio de atraer a la mano de obra, junto a deficiencias en materia de alojamiento y alimentación. Las malas condiciones sanitarias, agravadas por constantes epidemias de viruelas, que, por ejemplo, afectaron a la zona de Ovalle en 1839, 1863-1864, 1871, 1873, 1877-1878 y 1882, eran paliadas en algunos minerales con el establecimiento de lazaretos. Las enfermedades más habituales eran la difteria, la disentería y los cólicos, pero los mayores estragos obedecían a la tuberculosis168. Los accidentes del trabajo parecen haber sido numerosos, aunque se carece de información cuantitativa al respecto169. En los yacimientos coquimbanos los operarios ganaban, en promedio, 30 pesos al mes, con una ración consistente en una telera de pan, frejoles e higos secos. Cada tres o cuatro días el minero pedía un vale de dos o tres pesos para adquirir mercaderías en la pulpería del establecimiento. Cuando recibía su remuneración se dirigía a la placilla, “donde los salones llenos de vistosas damiselas, vestidas con trajes de diversos colores y con blanqueo o coloretes en la cara, esperan a los parroquianos, los que llegan pidiendo un vaso de ponche para refrescarse, y este vaso generalmente es un potrillo”170.

Sin embargo, el broceo de las minas o la reducción del precio de los minerales llevaba a la cesantía a los obreros, a quienes se les abrían pocas opciones: el retorno a sus lugares de origen, la emigración a los países vecinos o, simplemente, el vagabundaje. Son numerosas las denuncias de bandidaje en Atacama en el decenio de 1880, cuando ya habían concluido los ciclos de la plata y del cobre. En enero de 1886 el intendente de Atacama solicitaba al Ministerio del Interior fondos para establecer una patrulla rural en la zona de Freirina, por haber “muchos vagos en los caminos, lo que ha traído desconfianza de la gente para transitar por ellos”171. Y otra petición de auxilio extraordinario aludía con más detalle al problema: “La criminalidad en este Departamento [Copiapó] es extraordinaria, debido en primer término a la decadencia de la industria minera, que deja sin colocación [a] centenares de brazos que, no teniendo centros de trabajo donde ganar la vida, se dedican al pillaje y al asesinato”172. No puede extrañar, en consecuencia, que a los minerales que aún seguían en explotación llegaran personas “más interesadas en ejercer sus perversos instintos”. Este cuadro de la ciudad y de su región es expresivo de la situación que vivía como consecuencia de la crisis de la minería del cobre y de la plata. Una situación parecida se repetía en Coquimbo. El intendente José Velásquez informaba en noviembre de 1886 que en el mineral de Condoriaco se iba formando “no una población ordenada e industriosa, sino un agrupamiento de individuos de costumbres licenciosas, dispuestos a cometer toda clase de desmanes, especulando con el robo de minerales, denominado vulgarmente cangalleo”173.

Historia de la República de Chile

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