Читать книгу La ruta del Sastrugi - Juan José Brusasca - Страница 7
ОглавлениеCapítulo 1
La noticia
Flasou (ΦΛΑΣΟΥ) es un pequeño pueblo al oeste de la ciudad de Nicosia, capital de la República de Chipre en el Mar Mediterráneo, ubicado sobre la margen derecha de la ruta principal hacia el Monte Trodos y a 35 kilómetros del mismo, donde se encuentra la vía de acceso, que por tratarse de la más importante y una de las pocas asfaltadas del poblado vuelve a desembocar en la ruta unos kilómetros más arriba. Esta senda de ancho variable atraviesa zigzagueante el ondulado terreno que ofrece la cercanía a la cumbre y constituye un derrotero turístico excelente, ya que desde sus lomas puede verse casi la totalidad de la villa y aún más allá.
El caserío, en una desordenada urbanización, revela una amplia variedad de aspectos pero con un mismo estilo de grandes ambientes y patios con huerta en todos los casos, donde podemos encontrar desde construcciones de barro y paja (adobe) de más de cien años de antigüedad, todavía ocupadas, hasta modernas residencias de dos plantas con detalles decorativos de estilo clásico, que manifiesta la descendencia cultural de la población greco-chipriota.
Un admirable canal de riego, entre la calzada y la acera, baja desde lo alto de la isla y llega hasta los barrios más costeros, para suministrar agua al consumo local en sembradíos, plantaciones y animales, ya que la escasez del líquido elemento ha creado allí verdadera conciencia sobre su óptima utilización.
Toda porción de tierra es aprovechada. Abundan allí las plantas de olivo, que representa una importante actividad productiva, también es común ver en el fondo de cada vivienda naranjos y limoneros para consumo familiar. En las parcelas no cultivadas algunos granjeros crían cabras, casi como único ganado de la zona, con cuya leche se elaboran productos lácteos de exportación y carne para consumo interno.
Es frecuente encontrarse con modernos vehículos esperando el paso de un rebaño, para después continuar viaje hacia sus casas. Muchos comerciantes deciden conducir diariamente hacia sus trabajos en la capital, para luego regresar a la tranquilidad de la campiña, donde habitantes urbanos y rurales comparten en total armonía el pequeño terruño. Una atmósfera de cordialidad y sinceridad puede experimentarse en el contacto con esta gente que, si bien celosa de sus tradiciones, tiende su mano desinteresada al extranjero.
A solo kilómetro y medio de ese pequeño pueblo se encuentra el Campo San Martín, base de la Fuerza de Tarea Argentina, donde yo cumplía servicio bajo el mandato de la ONU desde enero de 1997 y donde vivía, junto a mi esposa Claudia, en una casa de alquiler disfrutando lo que era casi nuestra luna de miel a solo un año de nuestra boda.
Corría el mes de mayo de 1997 y una llamada telefónica desde Buenos Aires definiría la suerte y el rumbo de nuestras vidas para los próximos años. Era mi hermano Luis, quien me comentaría en esa oportunidad que el Comandante Antártico de Ejército, Coronel Miguel Ángel Perandones, se encontraba conformando —como ideólogo del plan— un equipo de hombres para llevar a cabo la segunda expedición argentina al Polo Sur geográfico por vía terrestre.
La misma se realizaría a fines de 1999 partiendo de Base Belgrano 2, estación antártica más austral de nuestro país y lugar en que había realizado mi primera invernada en el año 1995.
Para mi asombro y agrado, Luis confirmó que mi nombre se encontraba en la probable lista de candidatos a integrar la expedición, obedeciendo esto a que días antes de partir hacia la isla de Chipre había cursado mi solicitud de deseo voluntario para integrar futuras dotaciones en territorio antártico.
Mi hermano, viejo antártico para ese momento con tres invernadas en su mochila, conocía mi respuesta a la pregunta formulada, pero decidimos hablar al día siguiente ya que debía evaluar junto a mi esposa el aspecto familiar, cuestiones básicas fundamentales como riesgos, separación y desarraigo, planificación familiar, etc.
La aceptación de Claudia a mi deseo, esa tarde, fue lo más gratificante que había escuchado en mucho tiempo. Me sentí comprendido y apoyado por la que sería mi cómplice de importantes vivencias futuras para, llegado el momento, decir sí a la propuesta de formar parte de una aventura que de otra manera solo podía haber experimentado a través de un libro o un video.
Al día siguiente hablé nuevamente con mi hermano para confirmar mi aceptación y comencé a sentir cómo la experiencia más extraordinaria de mi vida se apoderaba de mi mente y mi cuerpo; una sensación que solo se extinguió tres años después cuando —ya cumplido el objetivo—, aunque feliz por el éxito, aprecié que mi extraña sensación de angustia era la ausencia de esa energía que me mantuvo activo durante este largo y complejo proceso.
Dos meses más tarde, en julio de 1997, transitaba el hall central del Edificio Libertador —actual sede del Ministerio de Defensa y del Estado Mayor General del Ejército, lugar donde prestaba servicios y a solo días de regresar de la comisión en la isla de Chipre— cuando casualmente me encontré con el Sargento Ayudante Ramón Celayes, técnico topógrafo que había participado en campañas de invierno en Base San Martín y Base Esperanza.
Celayes estaba destinado desde hacía ya algunos años al Comando Antártico de Ejército, lo conocía de mi paso por dicha unidad, durante los años 1994 y 1995 cuando realicé el curso preantártico para participar de la invernada en Base Belgrano 2. En ese accidental encuentro se acercó a mí, nos saludamos y me expresó en voz baja:
—¡Se está planificando una nueva expedición al Polo Sur, y estamos en la lista de probables integrantes!
—¿Yo también…? —consulté ingenuamente.
Luego intercambiamos datos e información que no hizo otra cosa que alentar mi optimismo, creo que ese fue el instante en que comenzó para mí la gran operación. Existía la posibilidad que las palabras de Celayes no estuvieran equivocadas y más allá de mis deseos personales, que no distaban de las ambiciones de cualquier conocedor de aquellas osadas exploraciones realizadas en los últimos dos siglos tanto en el Polo Norte como en el Polo Sur, quisiera vivificar aunque sea en sueños.
Otra situación favorable a mi posible elección era que del personal inscripto como postulantes de ese año para formar parte de las dotaciones destinadas a campaña de invierno 1999, había hombres con y sin experiencia en el territorio antártico, pero de los operadores de comunicaciones de esa lista de voluntarios yo era el único que tenía experiencia en Base Belgrano 2, lugar que sería el punto de partida de la expedición, con lo cual lógicamente mis posibilidades de ser designado se acrecentaban.
Ese sencillo análisis que mi lógica concebía en esos momentos era suficiente para sentirme optimista y comenzar a preparar, aunque sea muy vagamente, un bosquejo de los sistemas de comunicaciones que con el tiempo sería transformado y depurado tantas veces como fuera necesario hasta tener la total convicción de haber obtenido el sistema más propicio y conveniente para la expedición, ya que sería justamente esa mi misión primaria y para la cual sería convocado si se cumplía lo esperado.
Así es como, a partir de ese momento, empecé a repasar mi experiencia vivida en el continente antártico como responsable de las comunicaciones de la base, solo dos años atrás, la que sería fundamental a la hora de tomar decisiones.
En el mes de diciembre del mismo año, a solo cinco meses de aquella charla y habiéndose cumplido mis deseos, ya me encontraba en el Comando Antártico de Ejército como integrante de la nueva dotación de Base Belgrano 2, realizando los trabajos previos a la invernada y expedición que se desarrollarían durante el año 1999 y principios de 2000.