Читать книгу Desde el suelo - Juan José Castillo Ruiz - Страница 10

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IV

—Capu, ¿sabes lo que nos ha regalado don Basilio, el del bar? ¡Un paraguas! Según me dijo, alguien lo dejó olvidado hace tiempo y nadie lo ha reclamado. ¡De modo que nos viene de maravillas!, porque hoy creo que va a llover muchísimo. Fíjate en el cielo, esas nubes amenazan agua. Bueno, nosotros ya tenemos cobijo.

»Ah, París, Capu, París. ¡Qué maravilla de ciudad, qué armonía! Sus puentes y su río, sus calles y fuentes, su famoso arco y su grandiosa torre… ¡Ah! Capu, ¿sabes?, allí conocí a Marie Anne Favre, linda y culta mujer de procedencia suiza, nacida en Arles…

Fue una tarde que coincidimos admirando pinturas en un café a orillas del Sena donde se celebraba una exposición. Ella estudió Arte y uno de los pintores por el que sentía gran admiración era Claude Monet. Me contó que sus padres se trasladaron a Francia al comienzo de la Segunda Guerra Mundial y, según me dijo, los motivos fueron puramente comerciales. Pensaron que sus actividades como marchantes en obras de arte serían más lucrativas en zona francesa.

Lo de representar vinos en Normandía se alejaba por momentos, porque mi relación con Marie era muy buena y comenzamos a vernos con regularidad. Yo no disponía de mucho capital para continuar en París sin hacer nada, y mi madre creo que pudo haber sido sorprendida por mi padre y dejé de recibir ayuda monetaria, así lo quise entender en su última carta.

Nunca pude leer a los poetas franceses. Bueno, creo que fue porque como Marie Anne hablaba un poco de español, pues no sentí la necesidad de aprender francés. Con ella era muy feliz. Nuestra estancia en París fue corta. Decidimos casarnos en Notre Dame y así lo hicimos, aunque siempre creí que sus padres no me aceptaron como el marido ideal para su única hija.

Claro, yo no poseía fortuna, y aunque les hubiese referido la posición de mis padres en España, no hubiera significado nada, porque yo estaba desheredado. Pero lo que unió más a la familia fue el nacimiento de nuestro hijo Philippe. El pequeño fortaleció los lazos entre nosotros e incluso el padre de Marie llegó a ofrecerme un puesto en su empresa, lo que yo rechacé.

—Capu, está anocheciendo. Vamos a ir a dar un paseo, que nos hace falta a los dos. Tengo las piernas entumecidas, todo el día tirado en esta esquina como un mendigo. Bueno, en realidad es lo que soy, ¿no? Tú conmigo no tienes porvenir, ¿sabes? Te lo digo por si quieres irte con otro amo, ¿sabes? ¿Quieres irte? Anda, corre.

Capulino sentado alzaba una oreja, la otra se le quedaba floja, y apoyado en sus patas traseras, con las delanteras comenzaba a golpear el vientre de Galindo.

—Bueno, bueno, ya sé que no te gusta que te hable así, pero tú eres libre, ¿lo sabes, no? Hoy vamos a caminar por calle San Bernardo. No queremos que nos miren mal por la Gran Vía y por aquí hay menos gente.

Capu en la esquina de calle Minas no pudo resistir las ganas de desalojar su vejiga.

De regreso, Galindo se detuvo en el bar de don Basilio y discretamente asomó la cabeza por la puerta. Capulino quedó sentado en la acera por orden de su amo. Uno de los dependientes del bar le acercó una bolsa. Galindo le dio las gracias y ambos continuaron su camino de regreso a la esquina.

—¿Sabes, Capu? Hoy estrenamos cartones. Como yo digo: ¡cambiamos de sábanas! Vamos a ver lo que nos han dado. ¡Mira!, trozos de pizza. Para ti los de jamón; yo me tomo los de atún.

»Como te decía, no acepté la oferta de mi suegro y nos marchamos a Normandía, pero como había pasado mucho tiempo desde que me ofrecieron el trabajo, cuando llegamos ya se lo habían adjudicado a otra persona. Marie Anne, como era tan prudente, no hizo ningún comentario responsabilizándome de mi poca seriedad. «Lo sé, lo sé, es mi culpa», le dije. «No te preocupes», me respondió.

»¡Capu, has manchado los cartones nuevos! No saques la comida de tu plato. Toma, bebe agua. Para Reyes me gustaría que estrenásemos nuevo portal. Podemos escoger, no tenemos problemas de avisar al propietario de que desalojamos la vivienda, ¿verdad? Hoy no ha sido un buen día de recaudación. Bueno, mañana Dios dirá.

—Capu, hoy es víspera de Nochebuena. Hay que estar a la altura del día, quiero decir, con esperanza y con fe, ¿comprendes? Bueno, como ya han pasado los del riego, voy a ir un momento a ver si me puedo asear; llevo varios días sin afeitarme y también el resto de mi cuerpo necesita una limpieza. Tú también necesitas un buen lavado. Sé que no te gusta mucho el agua y ahora en invierno menos, pero apenas entre la primavera, tendrás que darte un buen baño, ¿sabes? ¿Quieres venir conmigo? Sí, claro. Vamos. Espérame en esta boca de metro. ¡No te muevas, eh!

»Me siento mejor. ¿Qué te parece si desayunamos? Y hoy algo especial. Sé que te gustan mucho las porras, ¿verdad? Vamos a comprar algunas, yo también las comeré con un café.

Ambos se sentaron en un banco de la plaza del Callao.

—Capu, ¿ves a aquel pequeño andando cogido de la mano de su madre? Pues esa edad tendría nuestro hijo Philippe cuando lo vi por última vez. Hoy estará rozando los veintitrés, creo yo. Espero que esté bien y la vida le sonría. Estoy seguro que sí, porque la familia de Marie Anne gozaba de una buena posición económica. Y tú podrías preguntarme: ¿por qué abandonaste a tu familia y todo cuanto te rodeaba? Pues bien, yo te lo voy a explicar, pero antes vámonos de aquí, porque corre un vientecillo muy desagradable y, además, este lugar se está llenando de gente. Sabes que algunos nos miran como si les molestase que estemos sentados donde ellos creen que no deberíamos estar.

»¿Sabes?, mañana a la hora de cenar las familias se reúnen en casa a disfrutar de suculentos manjares, grandes comilonas, esperando la venida del niño Jesús, y al día siguiente, ¡Navidad! Casi siempre, como tradición, consumen lo que sobró de la noche anterior. Pero tú no te preocupes, porque seguro que el señor Basilio tendrá algún detalle con nosotros y nos dará algo especial para comer.

No eran muchos los que arrojaban alguna moneda en la gorrilla de Galindo, pero el gesto de hacerlo era suficiente para que él mostrara su gratitud y sonrisa. No era precisamente la mejor noche para obtener buenas propinas, y los que circulaban por allí cruzaban las calles a paso ligero, sin apenas fijarse en ellos; eran aquellos que dejan para última hora comprar regalos navideños.

Comenzó a nevar suavemente y Galindo abrió el paraguas.

—Como te iba diciendo, nuestra estancia en París fue corta…

No podíamos permitirnos el coste de vida tan alto en aquella encantadora ciudad, de modo que pensé regresar a Burdeos, donde ya tuve algún contacto y, aun a pesar mío, sería en el entorno del mundo del vino donde quizá pudiese obtener algún puesto de trabajo. Lo consulté con Marie Anne y ella accedió a acompañarme con nuestro hijo, que apenas había cumplido tres meses.

En la Rue du Bon Pasteur, número 13, cerca de la estación de metro Saint Charles, alquilamos un pequeño apartamento. Nuevamente, informé a mi madre de nuestra dirección.

Al cabo de algún tiempo, y después de sufrir las pruebas necesarias, me aceptaron como controlador en la planta de embotellado en una empresa cuyos vinos eran de calidad media. Consumía mis días de trabajo sin ninguna satisfacción ni alegría, pero ya sabes, había que aportar algo a casa, aunque debo decir que Marie Anne también me ayudó muchísimo. Fueron unos años difíciles, pero Philippe fue el centro de nuestra felicidad.

Cierto día recibí una carta de mi madre en la que me informaba de que mi padre no se encontraba muy bien y deseaba verme. Yo deduje, por la forma en que ella se expresaba, que algo grave sucedía. La idea de regresar a España rondaba en mi cabeza y no dejaba de pensar en ello. Tenía muchas dudas y preguntas sin respuesta, estaba confuso. ¿Qué debía hacer?

—Capu, nos hemos quedado dormidos. Claro, anoche te hablé tanto que me dormí tardísimo. Es casi mediodía, vamos a tomar algo, ¿sí?

La nieve cubría el suelo madrileño; eran pocas las personas que transitaban por aquellos alrededores. Con dificultad, Galindo se dirigió al bar en la calle San Bernardo y pudo conseguir un poco de comida y café caliente.

—Me ha dicho el dependiente del bar que me acerque después, que nos dará algo especial por ser Nochebuena. ¡Mira que si es pavo! Pues sí, querido Capu, me armé de valor y planifiqué el viaje a España…

Dejar atrás a mi familia no fue fácil, sobre todo sin saber cuándo podría regresar. A mi esposa, Marie Anne, siempre le oculté mi pasado, y aunque en ocasiones demostró su curiosidad por saberlo, yo evadía la respuesta con excusas. Su prudencia era el cobijo de mi silencio. Rebotaba en mi mente con frecuencia aquella noche inolvidable, aquel encuentro que tuve tan desgraciado, que fue el causante de toda mi tristeza y desconsuelo. Ella desconocía por completo el amor profundo que sentí por Isabel y que aún hoy, cuando la pienso, hace vibrar algo dentro de mi ser.

El miedo me acompañó desde el momento que pisé el vagón del tren que me conduciría a la frontera franco-española. La compañía que tuve durante la noche no fue de mi agrado y no quise conciliar el sueño. Al amanecer, nos comunicaron que faltaban treinta minutos para llegar a la frontera. El temor y la desconfianza que reinaban en mí se hicieron realidad con la aparición en la puerta del compartimento de dos policías bien armados.

—Documentación, por favor.

Esas palabras calaron en mí como punzones, me hirieron el alma. Conteniendo mis temblores, les mostré mi documento. Me miraron fijamente y me lo devolvieron sin mediar palabra. Recobré la serenidad y con mis manos sudorosas sujeté fuertemente mi pequeña maleta. Me acerqué a la puerta de salida del vagón y puse pie en el andén. Me sellaron el pasaporte y desde Behobia tomé un autobús que hacía la ruta Pamplona-Logroño.

Mi hermano Cristóbal me esperaba en la terminal de las líneas de autobuses. Desde allí pusimos rumbo a Fuenmayor.

—¿Cómo se encuentra padre?

—Mal, desea hablarnos a todos. Como sabes, él siempre te quiso más que a ninguno de nosotros y aunque tu rebeldía y ausencia le han causado mucho daño, nunca dejó de mencionar tu nombre en todo este tiempo que has estado fuera de casa.

—Tú me conoces bien, Cristóbal, ¿o no? Yo hubiese sido muy infeliz sometiéndome a la voluntad de padre. Puedo entenderlo, pero ¿él me entiende a mí? Mis dudas tengo. Tú eres el mayor, te imponías como obligación cuidar de todos los hermanos según nuestra enseñanza en el seno familiar y, aunque te esforzabas en captar mis sentimientos, creo que nunca llegaste a comprenderme. He experimentado muchas cosas solo, sin apoyo, decisiones temerarias, soledad y angustia, ¿sabes? Voy a contarte algo que quizá te abra un poco el corazón y sepas realmente quién soy y cómo deseo vivir, pero me prometerás que nunca lo comentarás en casa, ¿me lo prometes?

—Supongo que sí. ¿Tan grave es?

—Puede ser, aunque ha pasado algún tiempo desde que ocurrió, pero…

—Pues vamos, cuéntamelo.

Cuando terminé mi relato, con todo detalle, de lo que me sucedió en Málaga, mi hermano se quedó durante unos minutos sin reaccionar, sin comentarios.

—Y bien, ¿qué me dices? Aún no te he dicho que estoy casado y tengo un hijo, ¿verdad?

Cristóbal no daba crédito a lo que estaba escuchando, pero rompió su silencio.

—Creo, Jacobo, que madre y padre deberían saberlo.

Desde el suelo

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