Читать книгу Desde el suelo - Juan José Castillo Ruiz - Страница 9

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III

—Capu, ¿tienes hambre? Ven, vamos a colocar los cartones en la acera, que ya está seca. Mira, ahí viene esa señora, la que siempre nos da algo… Buenos días, muchas gracias y le deseo que mañana tenga suerte. ¿Juega Vd. a la lotería?

—No, yo nunca juego.

Y diciendo esto, acarició a Capulino y cruzó la Gran Vía.

—¡Capu, nos ha dejado cien pesetas! ¡Vamos a desayunar de lujo! ¿Tienes sed? Espera, te voy a dar agua. Voy a comprar una garrafa.

»Don Basilio, el del bar, nos ha dado una pringá que está riquísima. Espera, hombre, no te pongas nervioso que la voy a dividir. Aquí tienes. No comas tan rápido, ya sabes que después te sienta mal.

»Caballero, muchas gracias. ¿Has visto?, la gorrilla se está llenando. Voy a retirar un poco de dinero de ella, ya sabes, por si acaso… ¿Has terminado?

Capulino se relamía con gusto y siempre esperaba algo más, pero…

Como te iba contando, no sabía si alguien había notado mi ausencia durante el tiempo que estuve fuera de la taberna, porque el jaleo y la fiesta continuaban.

Bien entrada la noche, Carlos apenas podía hablar, aunque se reía muchísimo; creo que había consumido más alcohol de lo normal. Los flamencos se marcharon con más pena que gloria y solo un pequeño grupo estaba canturreando bajito. Lucas, el camarero, fue el único que me preguntó

—¿Qué tal?, ¿cómo está?, ¿le ha sentado bien un poco de aire fresco?

—Pues sí —le respondí.

El tabernero decidió que ya era hora de cerrar y entre algunos amigos y yo ayudamos a Carlos a llevarlo a su casa. Aunque estaba cerca, fue difícil conseguir subir los escalones hasta dejarlo en su habitación.

Lo que quedaba del resto de la noche lo pasé en vela. No pude conciliar el sueño, era imposible alejar de mi pensamiento aquellos momentos tan horribles y angustiosos.

El cuerpo de aquel hombre fue descubierto a la mañana siguiente y el diario de la tarde publicó con detalles su identidad. Era un constructor de obras nacido en el pueblo de Casabermeja, estaba casado y con hijos, y residía en Málaga desde hacía algún tiempo debido a que tenía en construcción varias obras por la zona de Olletas. No daba detalles de la forma en que supuestamente pudo haber sido asesinado, solo que el motivo aparente de su muerte fue debido a un fuerte golpe que recibió en la cabeza. También mencionaba que hubo un testigo que vio correr a una persona por aquel paraje apenas entrada la noche, aunque no pudo distinguir si era hombre o mujer.

Marcharme de Málaga fue lo primero que pensé. Creí que era lo más prudente y necesario por mi seguridad y mi paz. Sentí pánico y no me concentraba en nada de lo que hacía, lo pensaba una y otra vez… Dejar atrás todos mis proyectos, mis poetas, la alegría de la gente, mis sueños… era algo que me haría mucho daño, pero si Isabel decidiese delatarme, el daño sería aún mayor. ¿Cómo demostraría mi inocencia? La respuesta a mis dudas fue ausentarme, aunque no de una forma inmediata, porque pensé que quizá podría despertar sospechas, de modo que lo haría después de la boda de Carlos.

Una de las pocas cartas que escribí a mi madre fue para decirle que me marchaba de España, aunque no le di detalles del motivo; creo que hice lo mejor para evitarle un sufrimiento añadido. Ella era la persona que me enviaba por correo postal sin fallar ni un mes suficiente dinero para poder sobrevivir, y siempre creí que lo hizo a espaldas de mi padre, el cual nunca preguntó por mí.

Hoy es un día grande, se juega la lotería navideña, el gordo.

—Capu, ¿comemos algo? Cuando oyes la palabra comer te despiertas, ¿eh? Espera, que vuelvo enseguida.

»Según comentan, el gordo ha caído en un pueblo de Barcelona o Badalona… Bueno, nosotros a lo nuestro. ¡Anda, qué hueso te he traído! Yo tengo un bocadillo de atún.

»Hoy ha sido un día de buen recaudo. La gente ha sido muy espléndida con nosotros y he dado mil gracias a todos cuantos nos han ayudado a llenar la gorrilla. Todo es gozo y alegría en las calles madrileñas.

»Ya lo sé, Capu, ya lo sé. ¿Y si fueras tú quien tratara de contarme algo? Pero con alguien tengo que hablar, ¿no? Además, estoy convencido de que tú de alguna forma me entiendes, ¿verdad? Es que como me miras tan fijo pues creo que me escuchas, ¿sabes? Te sigo contando…

Faltaban casi dos semanas para la ceremonia y aunque no era mucho el tiempo de que disponía, pude averiguar, entre otras cosas, que una cooperativa agrícola necesitaba a jóvenes para realizar la recogida de la uva en la vendimia al sur de Francia. ¡Qué ironía! Verme mezclado en vinícolas, labor que tanto desprecié en mi propia tierra y familia. Pero no podía permitirme esperar a elegir algo que fuese de mi gusto, de modo que me alisté y me escogieron. El permiso de trabajo, así como el documento de salida del país, me lo proporcionó la cooperativa. Unido a otros jornaleros, cruzamos la frontera un dos de septiembre con destino a Burdeos.

Durante el largo y aburrido viaje fui recordando con detalles todo lo vivido en tan poco tiempo en esa preciosa ciudad de Málaga que nunca olvidaré, y en mi mente no cesaban de retumbar las palabras de Isabel que tanto dolor me causaron. Yo seguía muy enamorado de ella, pero debía irme haciendo a la idea de que nunca más la volvería a ver.

Uno de los eventos, como bien prometí a doña Rosalía, fue asistir a la boda de su hijo. Decidieron celebrarla a finales de agosto a las doce del mediodía en San Felipe Neri. Las varas de nardos, rosas, margaritas y claveles blancos adornaban el altar de la iglesia, depositados con gracia y gusto exquisito, y un olor agradable inundaba el recinto. Doña Rosalía, emocionada junto a su hijo, esperaba la venida de la novia.

El coro cantaba acompañado del armonioso sonido del órgano, ejecutado con dulzura por un amable y veterano músico de cierta reputación en los eventos religiosos.

Josefina no aparecía. El sacerdote discretamente se acercó al novio preguntándole dónde estaba la novia. ¿A qué se debía el retraso?

Alguien dio el aviso de que una mujer vestida de blanco con un ramo de flores en la mano se acercaba a paso ligero hacia la iglesia, acompañada de un caballero vestido de oscuro, y en la pendiente de calle Parras se divisaba un auto parado envuelto en una gran nube de humo negro.

Entre tanto desconcierto, pensé que era el momento oportuno de marcharme y, a sabiendas de que todos los vecinos de la casa de calle San Bartolomé se encontraban en la iglesia, aproveché la ocasión para poder recoger mis pocas pertenencias y desaparecer sin dar más explicaciones. Nunca supe si se casaron.

La vendimia duró apenas nueve días y, como era obvio, yo no regresaría a España con el resto de los compañeros, de modo que estuve planificando mi estancia en Francia. Durante ese tiempo, conocí a una persona que captó mis conocimientos en el vasto mundo de los vinos y me ofreció la posibilidad de poder representar vinos franceses en la región de Normandía. No era precisamente lo que deseaba hacer, pero era el comienzo de una nueva etapa de mi vida y no podía rechazarlo. De modo que después de pensarlo acepté la propuesta de trabajo, pero antes decidí visitar París. Rondaba en mi mente desde que pisé suelo francés y ahora tenía la oportunidad de hacerlo.

Desde el suelo

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