Читать книгу Desde el suelo - Juan José Castillo Ruiz - Страница 11

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V

—Capu, está anocheciendo y hace frío. ¡Estás temblando! Ven, escóndete debajo de la manta. Voy a acercarme al bar, deséame suerte, a ver qué nos dan.

»Lo siento, pero no hay pavo. Tenemos albóndigas, pero yo te he comprado una lata de carne de esas que tanto te gustan, ¡está riquísima! A ver, ¿cómo estás? Aún no has entrado en calor. Bueno, ¡vamos a cenar como reyes!

»Hablando de reyes, para esa fecha me gustaría que estuviésemos alojados en otro lugar. ¿Qué te parece si nos vamos hacia la plaza Mayor, eh? Allí hay muchos soportales y más resguardados estaremos, ¿verdad? Bueno, ya veremos.

Galindo retiró su gorrilla de la acera, donde en su interior había más nieve que monedas, y arropándose con la manta junto a Capulino, continuó su relato…

Es curioso, ¿sabes?, porque me acuerdo de casi todo lo que te cuento, con detalles, incluso las frases que pronuncié. Recuerdo que cuando mi hermano detuvo su auto a pocos metros de nuestra casa, le dije:

—De todo lo que te he contado, por favor, te ruego que guardes un silencio absoluto, ¿de acuerdo?

Él no me respondió.

Como había supuesto, toda mi familia se encontraba allí reunida. Hubo distanciamiento y frialdad por parte de algún miembro cuando hice acto de presencia, pero no me causó malestar ni tampoco disgusto. Al contrario, fijé mi mirada en cada uno de ellos y por vez primera tuve la convicción de que la pieza que me faltaba para despejar y asegurar mis dudas encajó magistralmente: yo no formaba parte de aquel ambicioso enjambre.

Mi padre, en sus últimas voluntades, dejó mi nombre escrito en la repartición de bienes y heredé una parcela de terreno donde existía una casa deteriorada pero con buenos cimientos, justo a dos kilómetros fuera del pueblo dirección Logroño; le llamaban Las Molineras.

Mi estancia en Fuenmayor fue corta, deseaba regresar a casa, a mi casa. Mi madre encontró el momento oportuno para hablarme y de la mejor forma en que ella se pudo expresar, trató de convencerme para que regresara.

—Tengo familia, madre, y mi hogar está lejos de aquí.

—Lo sé, hijo mío, pero podrías estar cerca de mí. Los años pasan rápido…, desearía muchísimo conocer a tu esposa e hijo, y ahora tienes vivienda, piénsalo.

—No fue fácil alejarme de aquel lugar. No, no fue fácil, Capu… Oye, ¿se te ha pasado el frío? A ver que te toque… Sí, estás mejor, mucho mejor. ¡Vamos a dar un paseo corto ahora que ha dejado de nevar!

Ambos con sumo cuidado caminaron calle de la Flor Alta hacia arriba. Pasaban desapercibidos e iban en la penumbra; Galindo evitaba la luz. Desembocaron en calle Libreros y desde allí se dirigieron a Tudescos.

—¡Fíjate qué maravilla de escaparate!

Se refería al famoso horno de la confitería del mismo nombre, donde las ensaimadas, dulces y tartas, agujas y milhojas eran expuestas de una forma exquisita.

—Vamos a regresar, Capu, porque se nos va a abrir el apetito y ya sabes, poco podemos hacer… Anda, vámonos antes de que arrecie más este aire que congela los huesos.

Día veinticinco de diciembre. Hermoso día, lucía el sol, aunque el frío era intenso.

«¡Feliz Navidad!» era la felicitación más oída aquella mañana en los alrededores de nuestra esquina y a nosotros también nos felicitaron en varias ocasiones. Tuvimos la suerte de recibir algún aguinaldo, que nos vino de maravillas, porque pudimos almorzar tan bien como en cualquier humilde hogar.

—Estaba pensando en dejarme la barba. ¿A ti qué te parece, Capu? Es que a veces me cuesta afeitarme, ¿sabes? A ti también te haría falta un recorte de pelo.

»Mira, ahora que estamos satisfechos de comida y luce el sol, vamos a dar un paseo. Visitemos nuestro próximo domicilio, ¿te parece? A ver si podemos encontrar un lugar agradable y sin mucha algarabía.

La plaza Mayor estaba casi desierta. Muchos restaurantes permanecían cerrados por ser Navidad, y eso nos favoreció, porque pudimos —sin ser observados con descaro— escoger un lugar discreto debajo de los soportales, cerca de calle Bordadores.

—¿Qué te parece este lugar, Capu? Creo que, como te dije, para Reyes podríamos mudarnos.

Capulino se orinó en una esquina.

Regresaron por calle Mayor y desde Puerta del Sol caminaron por Preciados hacia su residencia.

—Bueno, Capu, ¡de vuelta a nuestro hogar! No creo que te haya gustado mucho la idea de movernos, ¿no? ¿Has visto?, esa señora, la de siempre, me ha regalado unos pantalones, ¿qué te parece? Son buenos, espero que me estén bien. Esta noche me los probaré. Como te venía contando…

La despedida no fue nada fácil, al revés. Sobre todo alejarme de mi madre me causó dolor y tristeza, ¿quizá no volvería a verla? Mi hermano Cristóbal quiso acompañarme a la estación de autobuses y le agradecí su silencio. No mencionó en ningún momento nada de cuanto él sabía de lo ocurrido en Málaga.

El recorrido de vuelta hasta la frontera se me hizo muy largo. Cuando me disponía a subir al tren que me llevaría a Burdeos, alguien pronunció mi nombre y cuál fue mi sorpresa al girarme y ver ante mis ojos a un señor vestido de oscuro acompañado de otro de igual vestimenta, mostrándome una placa identificando su identidad y autoridad como agente del cuerpo de policía fronteriza. Brevemente me leyeron mis derechos, a los que podía responder o mantenerme en silencio —opté por lo segundo—, y acto seguido me invitaron a que les acompañase a una sala, aún dentro de territorio español. Allí me informaron del motivo de mi detención: homicidio.

Apenas pasadas veinticuatro horas, durante las que estuve recluido en una habitación de aquel edificio, me condujeron a la ciudad de Málaga. Mi pregunta era, y aún es, ¿quién me delató? Porque eso nunca lo supe. Sospeché de mi hermano y también de Isabel… Créeme, Capu, fueron los días más horribles de mi vida. Las primeras horas de mi encarcelamiento, después de celebrarse un juicio en la ciudad malagueña, aún las recuerdo como si de una pesadilla se tratara: perder mi libertad, despojarme de mis objetos personales, la falta de luz y, sobre todo, estar alejado de mi familia, de mi amado hijo y mi esposa. Me trasladaron a la Prisión Provincial de Madrid en el distrito de Carabanchel y fueron quince años a los que me condenaron, de los cuales cumplí solo nueve, y eso fue debido a mi excelente comportamiento.

Tuve un compañero de celda que era poco hablador, aunque pasado algún tiempo supe que tenía conocimiento de mi idioma. Fue un día cuando, estando de recreo en el patio de aquel recinto, me preguntó:

—¿Cuál es el motivo por el que estás en la cárcel? Porque no me parece que tengas pinta de malhechor.

—Pues yo… Bueno, es una historia que…

—Sí, sí, todos tenemos historias que contar, pero algunas inventadas.

—La mía no es inventada, es real.

—¿Has asesinado a alguien?

—No… Bueno…

—Ya, no me lo cuentes. Nada cambiaría, ¿verdad?

—No, pero creo que si hablamos este tiempo que pasamos unidos se hace más llevadero. Y no tenemos que decirnos lo que no queremos recordar porque estamos aquí, podemos hablar de otras cosas. Por ejemplo, yo soy poeta, ¿y tú?

—¿Yo? Yo abro cajas.

—¿Cajas? ¿Qué tipo de cajas?

—Pues hay muchos tipos: cajas de hierro, de acero, de madera… Ya sabes, ¿no?

—Hombre, por abrir cajas no creo que tengas que cumplir una condena en la cárcel.

—¿Eres tonto o qué? Ya, eres poeta y vives en un mundo lleno de fantasía, ¿no? Son cajas fuertes, blindadas en bancos, viviendas, donde se guardan objetos de valor, ¿comprendes?

—Sí, y tú las abres y…

—Oye, ¿tú cómo te llamas?

—Jacobo, ¿y tú?

—Yo me llamo Ángel de Día, pero me apodan el Búho.

—Supongo que puedo hacerte una pregunta y no te molestarás, ¿verdad?

—A ver, dime.

—Verás, para abrir esos tipos de cajas tendrás unas llaves especiales, ¿no?

—Muy especiales.

—Y digo yo: ¿no se te ha ocurrido abrir esta cerradura? La de nuestra celda, ¿sabes?

En aquel momento sonó un silbato, que significaba el final del recreo. El Búho prefirió no responder y solo dijo:

—Anda, vámonos que nos llaman.

Ambos caminaron juntos hacia el edificio y, después de un riguroso registro por parte del celador de guardia, entraron en la celda, cerrándose tras de ellos automáticamente.

—¡Capu, te has quedado dormido! Yo creo que también me voy a dormir, porque la noche está muy fría. ¡Ah!, antes voy a probarme los pantalones. Seguro que me quedarán bien.

A la mañana siguiente, Galindo se despertó muy temprano y Capulino seguía durmiendo. No quiso despertarlo, y con sigilo se alejó de su esquina sin hacer ruido. Se acercó al bar y regresó con algo de alimento.

—Capu, ya te has despertado, ¿eh? Pues vamos a desayunar. Hoy hace menos frío que ayer, creo que debemos de salir a pasear ahora. Vámonos antes de que pase, ya sabes, la «brigadilla recogelotodo». Además, las calles hoy están casi solitarias, hay poca gente que transite por ellas, ¿sabes por qué? ¡Porque es sábado y ayer fue día de Navidad!, ¿comprendes? No importa, yo tampoco lo entiendo mucho, pero es así.

Despacito comenzaron a bajar por la Gran Vía.

—¿Sabes, Capu? Nos hicimos amigos, aunque no fue fácil. Te hablo del compañero que tuve en la celda, del que te hablé anoche y no te enteraste…

No teníamos nada en común, discrepábamos en muchas cosas y era eso precisamente lo que nos ayudaba a no entrar en un estado triste y depresivo. Las discusiones eran grandes y escandalosas. Él me consideraba un soñador, aunque siempre creí que llegó a tenerme cierto respeto y aprecio, al menos así lo quise entender. Todas las malas experiencias que sufrió siendo joven, sobre todo ser huérfano y estar confinado en un correccional, lo marcaron mucho y tuvo la debilidad de escoger el camino equivocado. Sus dos maestros de las malas artes, apodados el Pecho Lobo y el Gallina, fueron los que le enseñaron que había fórmulas de poder vivir sin trabajar, y siguiendo unas reglas de aprendizaje era cuestión de tiempo el hacerse profesional dentro de aquel mundo, en el que era fácil de alcanzar todo cuanto quisiera, sin ser visto, en silencio y solitario. ¡Qué mal aconsejado estuvo!

¿Sabes, Capu? Me dijo que su primer éxito como «abrecajas» fue en un supermercado situado en un pequeño pueblo cerca de Salamanca, donde amenazó a la cajera y pudo obtener todo el dinero que había dentro de la registradora sin ningún problema. Fue fácil y rápido y eso le animó. Allí comenzó su carrera como delincuente, pero según me fue contando, después de ejecutar tantos y tantos atracos, y desvalijar cajas fuertes en viviendas privadas e incluso intentarlo en una entidad bancaria, he llegado a creer que él, sumido en su mundo, ese espacio fuera de la ley, nunca se detuvo a pensar las graves consecuencias que le podía acarrear.

Estuvimos unidos mucho tiempo en aquel inolvidable espacio donde tantas historias quedaron flotando entre paredes sordas y mudas, nuestras y quién sabe de cuántos otros. Historias que nadie nunca sabrá ni los muros podrán contar. Al Búho lo indultaron antes que a mí y me quedé solo durante el resto de mi condena; nadie más ocupó aquella celda.

Desde el suelo

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