Читать книгу Desde el suelo - Juan José Castillo Ruiz - Страница 8

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II

—¿Oyes, Capu? Buen chico, veo que te has despertado. Pues bien, vamos a tratar de comer algo. Tú espérame aquí que voy a ver qué consigo.

Galindo nunca dejaba a su fiel Capulino solo por mucho tiempo, y ese era el motivo por el cual siempre se acercaba al bar donde le conocían en la calle San Bernardo, que estaba situado a unos cincuenta metros desde su esquina. Con la recogida de dinero de la mañana pudo comprar una pizza y una buena lata de Pal, comida que le encantaba a Capulino. Almorzaron con apetito y en silencio. Comenzó a llover y la gente que pasaba lo hacía a paso ligero, sin apenas fijarse en aquellos dos seres diminutos que, al parecer, ellos, no estaban incluidos ni pertenecían al resto de la sociedad.

Galindo a toda prisa recogió sus cartones y se refugiaron en un portal que permanecía cerrado y que en su día fue un establecimiento dedicado a mercería y quincalla.

—Espero que la lluvia no continúe durante toda la tarde, porque en ese caso a ver qué vamos a cenar. Bueno, Capu, no te preocupes que algo haremos. De momento vamos a ver si dormimos una siesta, ¿sí?

Ambos se unieron y cubrieron con una manta descolorida. Galindo comentaba en voz baja:

—¿Has visto, Capu? Desde el suelo se ve a la gente como gigantes, y a nosotros casi nadie nos mira. Es como si no existiéramos. Somos incluso, diría yo, algo contagiosos e insignificantes, ¿verdad?

Cuando despertaron, las luces de la Gran Vía estaban encendidas. La lluvia había cesado y una gran multitud circulaba de un lado para otro con paquetes, bolsas, maletas y todo tipo de cajas con regalos y obsequios con vista a las Navidades, que ya estaban cerca.

Volvieron a su esquina y de nuevo extendió Galindo sus cartones, con la esperanza de obtener suficiente para una cena caliente.

—¿Sabes, Capu? Isabel fue el gran amor de mi vida. La pasión y los celos recorrían mi cuerpo hasta llegar a lo más profundo de mi alma, y sin darme cuenta mi capacidad y voluntad en el orden, disciplina y dedicación a los estudios iban desapareciendo sin poder controlarlos.

»Nunca supe la edad que tenía, no quería saberlo; además, no era cortés preguntar, aunque creo que aún no había cumplido los veinte años. Nuestras citas eran siempre a escondidas, en lugares distantes de nuestro barrio; no quería ser vista conmigo en público y yo me encontraba incómodo, pero era tanto el deseo de estar junto a ella que no preguntaba el porqué. Un buen día no acudió a nuestra cita. Anduve merodeando los alrededores de su casa, pero nada, ni rastro. Yo estaba inquieto y nervioso. También dejó de asistir a los recitales y conciertos del conservatorio. Pasé unas semanas llenas de angustia y temor, sin saber nada, y no me concentraba en mis estudios. Una tarde, cuando el sol descendía por detrás del monte coronado, me encontraba dando uno de mis paseos solitarios entre las pequeñas huertas justo detrás del río Guadalmedina, cuando me pareció ver a Isabel justo en la parte opuesta del paredón de este río seco, y no iba sola, le acompañaba un hombre que por su forma de andar y su figura supuse que sería su padre o algún familiar. El primer impulso que tuve fue dar un grito y pronunciar su nombre, pero me detuve y, por el contrario, aceleré mi paso y traté de cruzar el río para alcanzarles y asegurarme de que era ella, pero cuando me encontré en el lugar donde creí verles, habían desaparecido.

»Creo, Capu, que va siendo hora de que nos digamos buenas noches, porque se te cierran los ojos y no me estás escuchando, ¿verdad? Has comido bien, ¿sí? Yo no me quejo después de esta suculenta fabada de lata, ¡estaba exquisita! El viento arrecia y son casi las doce, y, como ves, poca gente queda por aquí. Todos se habrán ido a sus hogares calientes y dormirán en buenos colchones, pero ¿sabes una cosa? Aunque no lo creas, siempre hay alguien que está peor que nosotros.

Amaneció muy nublado, pero no llovía. Veintiuno de diciembre, ¡víspera del sorteo de la lotería de Navidad, el gordo! ¡Qué ilusión! Galindo casi podía ver la gran fila de gente que esperaba a que abriese la administración de loterías de Doña Manolita.

—Capu, voy al bar y vuelvo enseguida. Ya sabes, no te muevas.

Ambos se sentaron y consumieron lo que les dio aquel buen hombre del bar. Galindo abrió un periódico usado y comentaba en voz alta:

—Fíjate, Capu, las cosas que pasan en el mundo, ¡hay que ver! Para qué te voy a contar. ¿Te encuentras bien, Capu? Es que no te veo muy alegre. Ya sé, quieres que demos un paseo, ¿sí? Bueno, pues espera a que pasen los del riego. Ya sabes que como vean que no estamos, se llevan los cartones, y eso no puede ser.

Galindo y Capulino comenzaron a caminar con dirección a calle Princesa y, al llegar a la plaza de España, Galindo se sentó en uno de los bancos cerca de la fuente. Allí Capulino disfrutaba corriendo y saltando sin alejarse de su amo, en un arbusto alzó la pata y orinó.

Las horas que elegía Galindo para pasear a su perro siempre eran al amanecer o bien entrada la noche; la presencia de ambos por donde quiera que pasaban molestaba y de eso era consciente Galindo, por eso evitaba la multitud.

—¡Ay, mi querido Capu, con qué poco te conformas y qué feliz eres! Te veo saltar y brincar y me contagias. Ven a mi lado, ven. Siéntate un rato que estás asfixiado. ¿Sabes que he recuperado parte de mi felicidad desde que estoy contigo? Pues sí, porque la perdí hace mucho tiempo, como perdí tantas otras cosas en el camino que recorrí. Que, por cierto, cuando anoche te hablaba de Isabel, en aquellos días, y ahora viene al caso de seguir contándotelo, yo andaba completamente enamorado y quizá algo desquiciado, pero era tan grande mi ceguera que no podía ver la realidad. Cuando descubrí el peligroso juego en el que Isabel estaba inmersa y disfrutaba, inconsciente del daño que causaba, ya era tarde para retroceder. Capu, vamos a volver porque hoy es buen día de recaudo. Mañana, como sabes, se juega la gran lotería navideña y presiento que nos va a ir muy bien.

Recorrieron de nuevo el camino hacia arriba por la Gran Vía y en el trayecto percibieron un agradable olor a chacinas que procedía de una estupenda tienda de ultramarinos. Se detuvieron un instante ante el escaparate admirando aquellos jamones colgados del techo. Uno de los dependientes los observaba desde el interior del establecimiento con descaro y, haciendo un gesto insolente, les indicó que se alejaran.

—¿Ves, Capu, cómo nos tratan? Y eso que estábamos mirando, ¡figúrate si nos da por entrar! ¿Te acuerdas de lo que te hablaba cuando vivía en aquella casa de Málaga? Pues verás, ahora que veo pasar ese auto engalanado con lazos blancos y flores en el interior, que seguramente va a recoger a una novia, te voy a contar lo que sucedió cuando Carlos, el hijo de Rosalía, decidió por fin casarse…

Contraerían matrimonio en la iglesia de San Felipe Neri en calle Parras, cerca de donde vivíamos. Carlos decidió celebrar la despedida de soltero en pleno mes de agosto. Si mal no recuerdo, era el día 15 en la taberna Los Palomitos, justo al lado de la casa de Isabel en calle Alderete. Yo fui invitado. La fecha de la boda la ajustaron para finales de ese mes y el banquete tendría lugar en la casa de calle San Bartolomé. Todos los vecinos se esmeraron en adornarla con farolillos y cadenetas, y en el patio donde se encontraban los lebrillos comunes, Manolo, el carpintero, extendió un tablón que se utilizaría como mesa nupcial. Carlota, una beata que habitaba en la parte superior de la casa, prestó su pick up y una placa de La verbena de la Paloma. En el corredor colgaron mantones de colores y abanicos de papel; en los alambres de tender la ropa, banderitas del Tío Pepe y el Biscúter se ofreció a llevar a la novia a la iglesia.

—Bueno, Capu, ya estamos aquí. Esperaremos a que se seque un poco la acera, porque si sacamos ahora los cartones, se van a mojar, ¿te parece? Pero vamos a poner la gorrilla, que algo caerá. Vamos a sentarnos en el escalón. ¿Sabes? Nos encontrábamos celebrando la despedida de soltero de Carlos en aquella taberna cuando aparecieron dos individuos: uno apodado el Camaleón, con la guitarra en mano, y otro que respondía con el nombre del Peluso, el cantaor. Ambos dieron las buenas tardes y después de felicitar a Carlos se sentaron en una esquina. El camarero les llevó una botella de vino blanco y comenzaron a cantar, según me dijeron por bulerías. No sabía si lo interpretaban bien o mal, porque yo esos cantes no los conocía, aunque me sonaba un poco desafinado.

Sobre las nueve y media de la noche, la fiesta estaba muy animada y más de uno ya comenzaba a exteriorizar los efectos del alcohol. Se unieron en grupo cantando con los flamencos, y eso empeoró la actuación del dúo de una forma considerable, siendo insoportable el ruido tan espantoso. Yo también había consumido algunas copas de vino y estaba alegre, y con un fino en la mano me acerqué a la puerta de entrada a respirar un poco de aire fresco. No habían pasado ni cinco minutos cuando decidí entrar de nuevo y unirme a la reunión, pero cuál fue mi sorpresa al ver pasar a Isabel. Caminaba sola, ella no me vio. Me temblaron las manos derramando un poco de vino, no daba crédito a mis ojos, pero ¡era ella! Deposité mi copa en el mostrador. Lucas, el camarero, me preguntó:

—¿Se marcha?

—No, solo voy a dar una vuelta para despejarme.

Salí de la taberna y, guardando una distancia prudencial, comencé a seguirla.

Isabel caminaba subiendo la cuesta de Capuchinos y continuó por la carrera del mismo nombre hacia la fuente de Olletas. Yo la seguía con sumo cuidado de no ser visto. Dejando atrás la fuente, continuó por la carretera del camino del Colmenar. Oscurecía, y eso me beneficiaba. Isabel, al llegar a un lugar donde estaba cubierto por árboles en la primera curva de la carretera, alzó la mano saludando a alguien que no pude ver. Me fui acercando con sigilo, miraba en todas direcciones, pues quería asegurarme de que no había nadie en aquel lugar que notara mi presencia. Mi corazón latía a un ritmo más acelerado de lo normal. Una vez delante de aquella arboleda, oí voces y quise retroceder, pero no pude, y sin pensar en las consecuencias o el peligro que podría correr, me abrí paso entre la maleza. No tardé en descubrir lo que no quería ver, lo que me causó tanto dolor. Ante mis ojos, Isabel abrazaba a aquella persona, la que días antes vi en el río.

Mi presencia inesperada indignó tanto a Isabel que me insultó de forma cruel y despreciativa, y su grosería causó en mí tal impacto que reaccioné de una forma violenta. Sin poderlo evitar, empujé con todas mis fuerzas a aquel individuo, con tan mala fortuna que golpeándose la cabeza contra un tronco de árbol, cayó fulminado por tierra. Isabel gritó, se arrodilló y cuando comprobó que aquella persona no respiraba, se alzó y, mirándome fijamente a los ojos, me dijo:

—Lo has matado, asesino. ¡Está muerto!

Ella a toda prisa salió de aquella zona de árboles gritando: «¡Lo has matado!». Sentí pánico, y por un instante quedé inmóvil, sin saber qué hacer. No pude comprobar lo que ella proclamaba y salí de aquel laberinto a toda prisa tratando de alcanzar a Isabel, pero cuando me encontré en la carretera, ella había desaparecido en la oscuridad. A paso ligero recorrí de nuevo el camino de regreso a la taberna donde Carlos festejaba su despedida de soltero.

Desde el suelo

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