Читать книгу Desde el suelo - Juan José Castillo Ruiz - Страница 7
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—Tú sabes que yo siempre te cuento mis cosas, aunque algunas no las sabes, pero te las voy a contar porque estoy seguro de que nunca se lo dirás a nadie, ¿verdad?
Galindo echó una carcajada y acarició suavemente la cabeza de su fiel amigo Capulino, su desaliñado perro. Lo encontró en una calle del barrio madrileño de Vallecas deambulando solo, hambriento y tembloroso, abandonado por algún ser despiadado.
—Gracias, señora… Esta señora siempre que pasa me arroja alguna moneda, ¿lo has visto? Te lo he dicho: ¡hoy será un día excelente! Se acercan las Navidades y tú sabes que la gente cobra una paga extraordinaria. Por eso creo yo que a nosotros algo extra nos darán, ¿no?
Galindo ordenaba las cajas de cartón donde habían dormido la noche anterior y tantas otras noches justo en la esquina de Gran Vía con la calle de la Flor Alta de la capital de España. Era aún temprano, arreciaba un viento poco agradable y el cielo amenazaba lluvia.
Él esperaba que abriese un bar cercano donde se le permitía entrar al servicio para asearse y hacer el resto de necesidades, detalle que agradecía de todo corazón. En ese espacio de tiempo, Capulino quedaba solo entre cartones esperando el regreso de su amo, y a veces ambos eran compensados con algún resto de comida que les proporcionaban en el bar.
—Ya estoy de vuelta. Traigo algo, no mucho, pero seguro que te gustará.
Galindo soplaba su vaso de café caliente bebiéndolo a sorbitos y Capulino deshacía el resto de una carcasa de pollo hervido.
—Siéntate a mi lado. ¿Te cuento? Aunque me han llamado siempre por mi apellido, me bautizaron con el nombre de Jacobo. Galindo viene de antaño, por eso de la tradición familiar, ¿sabes? Ya que mis antepasados, así como mi abuelo, mi padre y hermanos, han continuado con ese apellido por lo de los vinos, y es que ellos se dedicaron (y aún lo hacen) al cultivo de la vid, de cuyas cepas obtienen buena uva y el vino en la comarca de La Rioja es conocido bajo el nombre de Galindo e Hijos.
»Yo nací en el pueblecito de Fuenmayor, no muy lejos de Logroño, y de eso hace ya cincuenta y dos años, bajo el techo de una familia acomodada, viviendo en uno de los mejores barrios del lugar. Mi niñez la pasé en el pueblo y al cumplir los catorce años mi padre quiso que mis estudios los realizara en la capital, siempre basados en el mundo de los vinos. ¿Me escuchas, verdad?
Capulino, con sus grandes ojos negros color azabache, movía su cola de izquierda a derecha sentado en unos cartones.
—Gracias, caballero, muy amable.
Otras monedas acababan de caer en la gorrilla.
—¿Ves, Capulino? ¡Esto se está animando hoy! Pues como te iba diciendo, a mí lo de los vinos no me interesó nunca, aunque tuve que informarme obligado a ello, y eso era motivo de discusiones de mal gusto y malestar dentro del hogar. Y a medida que fue pasando el tiempo, la situación empeoraba, ya que mi padre no aceptaba que yo rompiese la tradición familiar.
»A mí lo que realmente me apasionaba era ser escritor y poeta… Durante el periodo de tiempo que estuve estudiando en Logroño, descubrí las obras de Juan Ramón Jiménez, los hermanos Machado, Lorca y otros. En alguna ocasión, en la temporada de vacaciones, organizaba en mi casa reuniones invitando a amigos y recitaba mis poesías favoritas de esos grandes de la literatura, y aunque eran palmaditas en la espalda y aplausos de cortesía, al finalizar mi recital la falsedad de aquellas enhorabuenas eran obvias, pero yo las aceptaba dando las gracias. Creo que nadie comprendía mis sentimientos, excepto mi madre, Herminia, que aunque era incapaz de entender el significado y el valor de lo que escuchaba, sí captaba mi tristeza y soledad. Creo que ella siempre pensó que yo era un soñador y, aun así, me quiso con su amor más profundo.
»Corría el año 1963 y yo, con veinticinco años recién cumplidos, decidí abandonar mi hogar y visitar los lugares donde nacieron mis poetas preferidos. Elegí Málaga como primer destino, quise conocer la ciudad donde nació el poeta Arturo Reyes Aguilar, del cual había leído algunas de sus obras: Romances Andaluces, Sangre gitana, La Miraflores, etc. Me instalé, alquilando una habitación con derecho a cocina, en un barrio malagueño llamado Capuchinos. La calle se llamaba San Bartolomé y estaba en la Cruz del Molinillo, y si mal no recuerdo era el número 16.
—Oiga, ¿cómo se llama su perro? —preguntó una anciana que se detuvo a dejarle una moneda.
—Se llama Capulino. Sí, señora, sí, y un servidor de usted, Jacobo Galindo del Tejar.
La anciana lo acarició con una sonrisa en sus labios.
—¡Esos apellidos me son familiares! ¿Dónde los he oído yo antes? —se peguntaba la anciana señora a medida que se alejaba de aquel lugar.
—Gracias. ¿Ves?, mira la gorrilla, ¡se está llenando! ¡Qué día se presenta! Te estás quedando dormido, Capulino. No me escuchas, ¿verdad?
Capulino se estiró y, bostezando, se recostó entre cartones. Galindo había consumido su taza de café y quiso fumarse medio cigarrillo que tenía guardado, pero sabía que a Capulino le molestaba el humo. Se cruzaron las miradas y lo volvió a guardar en un bolsillo de su viejo y arrugado chaquetón.
—Sé que te vas a dormir, Capulino, pero te voy a seguir contando…
La propietaria de la casa donde alquilé mi habitación se llamaba Rosalía, donde también habitaba su hijo Carlos. Aquel barrio era muy alegre y la gente amable y bondadosa. No era precisamente uno de los mejores barrios de la ciudad, pero para mí era ideal. Enseguida conecté con los vecinos y, teniendo en cuenta que no me sobraba el dinero, me vino muy bien porque mi renta era baja.
Carlos era soltero y preparaba su boda en aquellos días. Una mañana, apenas me hube alzado del lecho y me dirigía al cuarto baño, escuché la voz de Carlos, que gritaba:
—Mamá, acabo de encontrarlo. ¡Estaba escondido en la viga del cuarto!
Lo que había escondido en la viga era un periquito al que llamaban Romeo, de color verde y amarillento. Tanto la madre como el hijo jugueteaban con él, lo dejaban salir de la jaula a veces. Lanzaba sonidos fuertes y desagradables, y molestaba, sobre todo a un vecino cuya profesión era taxista nocturno y le apodaban el Biscúter. Te cuento todo esto, Capulino, porque realmente fue una experiencia vivida inolvidable. Rosalía entablaba conversaciones conmigo muy a menudo y me contaba cosas que, aunque a mí no me interesaban, por educación las oía.
—¿Sabes, Galindo? Mi hijo ya tiene sus añitos y su novia Josefina ha cumplido los treinta. De modo que ya va siendo hora, ¿no crees? Me refiero a que se casen y tengan familia, ¿sabes?
—Claro, señora. Yo también lo creo así.
—Ay, espero que sí. Él dice que para julio lo quiere hacer, ¡vamos a ver!
Comencé a introducirme en el mundo de la poesía y visitaba lugares donde se reunían jóvenes poetas, siendo el Conservatorio de María Cristina en la plaza de San Francisco de Málaga donde se celebraban más recitales. En aquel magnífico salón de conciertos, fue donde una tarde conocí a Isabel, bellísima joven de la cual quedé prendado. Ella solía ir a algún concierto de música clásica y en ocasiones a recitales de poesía. Charlamos en el entreacto, en el famoso salón de los espejos, y qué coincidencia, vivía con los padres muy cerca de mí, en calle Alderete, justo al lado de una taberna llamada Los Palomitos, famosa por sus reuniones de cantaores flamencos y guitarristas.