Читать книгу Desde el suelo - Juan José Castillo Ruiz - Страница 12
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—Capu, nos hemos alejado mucho hoy. ¡Estamos casi al final de la calle Princesa! Vamos a regresar, porque son casi las ocho y no vaya a ser que…, ya sabes, ¡que nos dejen limpios!
De vuelta Galindo no habló nada, solo pensaba y recordaba…
Marie Anne nunca lo visitó ni recibió noticias de ella; aunque él le escribió en varias ocasiones, jamás tuvo respuesta. Antes del enlace matrimonial, él no fue bien recibido en el seno de aquella familia, de modo que los padres, al conocer la noticia de su estado, consideraron que qué mejor momento para hacerle ver a su hija que nunca debería haberse casado. Él era todo lo contrario a ser un buen marido, era un ser indeseable y tachado de criminal. El acoso que Marie Anne pudo sufrir, siendo ella una persona incapaz de soportar tanta presión, hizo que quizá pensara que lo mejor para el pequeño Philippe sería volver a su hogar paterno, donde podría rehacer su vida y, tal vez con el tiempo, olvidar el pasado. Solo recibió la visita de Eulogio, su hermano menor, y quizá fue porque en aquel tiempo se encontraba estudiando en Madrid. El resto de su familia lo ignoró completamente.
Durante aquellos años de miseria y soledad, privado de su libertad y palabra, ignorado del resto de la humanidad, rodeado de malicia y sinsabores, su deseo de vivir y subir a la superficie después de tocar fondo fue lo que encendió de nuevo la luz que le alumbró y que surgió de la pequeña llama que aún existía en lo más profundo de su alma.
El potente poder de su imaginación lo transportó a lugares infinitamente distantes, al margen de todo lo real. Creó y edificó en su mente un mundo mágico y lleno de fantasía. Pudo obtener papel y lápiz, y con esos dos sencillos y admirables objetos comenzó a escribir…
Cuando Galindo dio su primer paso fuera de aquella terrible prisión, se encontró desamparado, sin rumbo, solo y perdido. La posibilidad de poder retomar un nuevo sistema de vida borrando el pasado sería muy difícil, o casi imposible. Llamó a muchas puertas y todo eran rechazos y portazos cuando descubrían dónde había pasado los últimos años de su vida. Aunque no perdía la esperanza, comenzaba a desechar la idea de poder integrarse nuevamente en el mundo laboral y social. Nunca quiso regresar a su pueblo natal ni pedir ayuda, estaba seguro de que se la hubiesen negado.
El tiempo pasaba y sus fuerzas se agotaban. Los pocos objetos de valor que poseía los empeñó y pudo subsistir un poco más. Decidió recitar sus poemas y versos, pero ¿dónde?, ¿quién le escucharía? Sus escenarios fueron las esquinas, plazoletas, par-ques, jardines y otros tantos lugares donde quizá hoy alguien lo recordará. La colecta al fin del día la empleaba en un plato de comida y una cama en un albergue caritativo.
Llegó a conocer Madrid muy bien, paso a paso, calle por calle, barriada por barriada, y fue en la de Vallecas donde encontró a Capulino. Ya por aquel tiempo, el tono y el timbre de su voz habían mermado considerablemente, siendo su declamación suave y delicada.
—Capulino, hemos llegado y, como verás, todo está en orden. Se ve que la «brigadilla» hoy pasa más tarde, mejor así. Voy a ver qué podemos recabar hoy, porque la despensa está vacía. Quédate aquí que vuelvo enseguida.
Aquel veintiséis de diciembre, la normalmente transitada esquina estuvo muy tranquila y pocas personas fueron las que pasaron por allí, de modo que la recaudación fue pobre.
Fueron muchos los grados bajo cero que el termómetro registró aquella madrugada navideña, tantos que el frágil y débil cuerpo de Galindo al despertar la mañana no pudo alzarse como siempre. Permanecía tendido, con fiebre altísima. Capulino, sentado a su lado, temblaba y movía su cola sin cesar.
La señora anciana, a la que tantas veces Galindo agradeció su ayuda cuando depositaba algo en su gorrilla, caminaba hacia aquella zona. Deseaba hablar con Jacobo, porque desde el día que él le dijo cuáles eran sus apellidos no dejó de pensar: «¿Dónde los he oído yo antes?».
Le llamó la atención ver a un grupo de gente que rodeaba la esquina, se acercó y fue informada de lo que sucedía. Los del riego fueron los que avisaron a Urgencias cuando quisieron regar la esquina. Una ambulancia de la Cruz Roja acababa de llegar.
—¿Hacia dónde lo llevan? —preguntó la señora.
—Al centro médico cristiano en calle Doctor Esquerdo —le respondió el doctor de la ambulancia.
—¿Y el perro?
—La Sociedad Protectora de Animales lo recogerá y lo llevarán a una guardería. ¿Conoce usted a este hombre?
—Sí, bastante.
—Si desea hacerse cargo del chucho, esta es la dirección donde puede ir y allí le informarán, ¿de acuerdo?
—Sí, señor. Gracias.
Cumplimentó los documentos necesarios y le acompañaron a casa en unión de aquel noble y fiel animal, llena de satisfacción. No deseaba que fuese a parar a manos de alguien que no le cuidase. Llegó a pensar que Capulino le sería de una gran compañía y tendría una vida digna junto a ella, pero antes de hacerse ilusiones era su deber consultarlo con Galindo y decidió visitarlo.
Cuando Galindo abrió los ojos, después de veinticuatro horas de haber sido ingresado en aquel centro de salud, lo primero que vio fue a aquella señora anciana sentada a su lado.
—¿Dónde estoy?, ¿qué es lo que me ha pasado? Usted es…
—Sí, sí, soy yo, ¿me reconoce? Me llamo Amelia Ruiz del Campo.
—Claro… ¿Y dónde está mi perro?
La señora comenzó a explicarle todo lo que había sucedido y le sugirió que se calmase y no se preocupara, cuando de pronto hizo su entrada en la habitación un doctor acompañado de una enfermera monja.
—¿Es usted familiar de este señor? —preguntó el doctor.
—No, señor, no, pero le conozco muy bien y sé que está solo. Por eso estoy aquí, para hacerle compañía. ¿Me puede decir qué es lo que le sucede?
—Cuando lo reconozca, lo sabré. Ahora, si es tan amable, déjenos solos con él y esta tarde podrá recoger el informe en recepción.
La señora Amelia no quiso regresar aquella tarde, decidió hacerlo al día siguiente, así Galindo podría descansar y recuperar un poco más su estado de ánimo.
Rozaban las once de la mañana cuando la señora Amelia entró de nuevo en aquel recinto del hospital. Galindo dormía y ella con sigilo, sin apenas hacer ruido, se sentó esperando su despertar, junto a la cama.
La puerta de la habitación se abrió bruscamente y una enfermera depositó en la mesita una bandeja con algún alimento y una bebida caliente. Este ruido hizo que Galindo se despertara.
—¿Cómo se encuentra esta mañana? —preguntó la enfermera.
—Creo que mejor, mucho mejor.
—Me alegro. Pues, ande, tómese esto que le sentará muy bien.
—¿Usted aquí de nuevo? —preguntó Galindo al ver sentada a la señora Amelia junto a él.
—Pues sí, ya ve. ¿Le molesto?
—En absoluto, justo lo contrario, me alegra muchísimo verle. Ayer le pregunté por mi Capulino y me dijo que se encontraba muy bien, que no me preocupase, pero después no supe nada más porque usted no regresó para seguir contándome. ¿Sabe dónde está ahora?
—En mi casa, pero no está solo. Hay alguien con él mientras yo estoy aquí con usted, ¿qué le parece?
—Pues muy bien, pero yo deseo que vuelva a mí, ¿lo comprende?
—Claro, por supuesto. Déjeme que termine de explicarle lo que sucedió, ¿sí?
Al cabo de tres días de haber sido ingresado Galindo en aquel centro hospitalario, el doctor decidió darle el alta. Aquella misma tarde, como había hecho durante todos los días que estuvo Galindo encamado, la señora Amelia estaba junto a él.
—¿Adónde piensa dirigirse? —le preguntó ella.
—¿Adónde cree usted? Al mismo sitio, ¿dónde voy a ir?
—Volver a mendigar en el estado que se encuentra sería una torpeza, se expondría a sufrir una recaída que podría causarle mucho daño y graves consecuencias… Según me ha informado el doctor, ha estado muy cerca de padecer una neumonía, ¿lo comprende? ¿Qué le parece si reposa unos días en mi casa?
—Señora, yo no puedo pagar ningún alquiler, no puedo permitírmelo. Usted sabe mejor que nadie quién soy y dónde me conoció.
—Dónde le conocí, sí, pero quién es aún no lo sé. ¿Recuerda cuando me dijo su nombre y apellidos?
—Sí, creo recordarlo.
—Pues bien, estuve haciendo memoria y pude dar con lo que buscaba, que era un pequeño libro donde yo escribía los nombres, apellidos y direcciones de las personas que alquilaban por temporada una habitación con derecho a cocina en mi casa. Normalmente eran estudiantes que, procedentes de otras ciudades o pueblos, venían a Madrid a cursar sus estudios. ¿Y sabe lo que encontré? Un nombre: Eulogio Galindo del Tejar. ¿Es ese su hermano?
Galindo guardó unos segundos de silencio, dudó, pero le respondió afirmativamente.
—Sí, lo es. Estuvo aquí en esta ciudad durante un periodo de tiempo cursando unos estudios. Él fue la única persona que… Bueno, es que yo…
—¿Ha pensado en volver a su hogar?
—¿De qué hogar me habla?
—Su familia vive en Fuenmayor, ¿no?
—Sí, pero ese no es mi hogar. Mi hogar era otro, lejos de aquí. Creo que nunca lo recuperaré, han pasado tantas cosas que…
—Creo que debemos irnos ya, necesitan la habitación. Cuéntemelo todo más tarde. Veo que le queda bastante bien la ropa que le he conseguido, ¿eh? Las monjas me dijeron que la suya la iban a destruir, pero como verá sus pertenencias están a salvo, que, por cierto, debo confesar que las he ojeado. Espero que no se moleste.
La señora Amelia le indicó al taxista que los llevara a calle Minas, 3.
La reunión de nuevo con su perro Capulino fue de lo más enternecedora. Galindo, arrodillado, lo abrazó y acarició suavemente, mientras la señora Amelia, unida a su estimado vecino, observaba de pie aquel maravilloso reencuentro.
—Venga, le voy a mostrar su habitación. Si lo desea puede asearse y después cenaremos todos, incluido mi amigo y vecino Vicente, al que acabo de presentarle, para celebrar este día tan especial.
A la mañana siguiente y después del desayuno, la señora Amelia quiso dar un paseo por los alrededores como de costumbre lo hacía, y esta vez con más razón, pues Capulino necesitaba salir. Caminaron durante un buen rato y de vuelta, sentados en un banco público situado en una plaza cercana a calle San Bernardo, Galindo comenzó a narrar el curso de su vida. Lo hizo sin omitir detalles, sabía que la señora Amelia lo escuchaba muy atenta y él creyó oportuno hacerlo en los primeros momentos de su estancia en aquella casa. Significaba mucho deshacerse de esa pesada carga que arrastró durante años y a medida que iba hablando, sentía una sensación de libertad y sosiego. No podía saber la reacción de la señora una vez terminado su relato, pero cuando la miraba a los ojos percibía paz y tranquilidad, y esa sensación de ternura solo la recordaba en la mirada de su madre.
—¿Es todo cuanto tiene que decirme? —preguntó la señora Amelia.
—Todo.
—Voy a considerarte como un miembro de mi familia, y así me encuentro más cómoda para hablarte, ¿te parece?
—Lo agradezco mucho, lo necesito.
—¿Nunca regresaste a tu hogar paterno por temor o por honor?
—Quizá por ambas cosas.
—Pienso que ha llegado el momento de hacerlo y cuanto antes, mejor. Tú no puedes seguir deambulando por estas calles mendigando y perdiendo tu salud. Además, creo firmemente que eres una persona que tiene mucho que decir y contar. Lo digo porque, como sabes, estuve leyendo algo de lo que has escrito; tus versos, tus poemas son exquisitos, de una gran sensibilidad… Me encantaría oír uno de ellos. Me parece…
—Ya los recité, en plazas como estas y en diferentes lugares, pero no sirvió de nada. Bueno, para sustentarme día a día.
—Olvida esa época. Ya has pagado demasiado cara tu falta o error.
Galindo calló y, acariciando a Capulino, bajó la cabeza para evitar que la señora Amelia viera rodar alguna lágrima por su rostro.
Pasaron los días y meses, y nadie notó la ausencia de aquella pareja inseparable por aquel lugar. Incluso en el bar de Basilio tampoco echaron de menos al pedigüeño de Galindo. Tal vez, alguien algún día preguntaría: «Oye, hace tiempo que no vemos a aquel tímido y bien educado mendigo que andaba por aquí con su perro, ¿verdad? Sabe Dios dónde estarán…».
La señora Amelia, desde que Galindo se marchó, no volvió a pisar la esquina de Flor Alta. Recibió una carta en la que él agradecía toda la ayuda y el calor que recibió cuando cruzaba los peores momentos de su existencia.
Mi estimada señora Amelia:
Cuando me alejé de su casa, creí que mis fuerzas iban a fallarme, pero me armé de valor y de alguna forma sus palabras fueron mi guía. Con mi ligero equipaje, caminé hasta el punto donde iba a comenzar mi viaje hacia Fuenmayor. Presté atención a lo que me dijo cuando me entregó aquella carta cerrada: «Ábrela cuando estés viajando y fuera de Madrid, antes no». Respetando su deseo, así lo hice. Mi memoria siempre retuvo aquellas maravillosas frases, las que dieron tanto empuje a mi falta de fe. Hoy en esta las escribo, deseo que las recuerde:
«A ti…
La debilidad y el aburrimiento no son buenos compañeros de viaje, deséchalos, no ocultes la felicidad y alegría que tienes escondidas. Lo sé, la falta de confianza arraigada en tu alma, en tu profundo e inquieto espíritu, te frena subir al lugar que te pertenece y deseas estar. Despierta, dale paso a la convivencia, lealtad, amistad y bienestar. Agradece cuanto te rodee y palpes, no cierres los ojos, abre tu puerta de par en par y que la luz penetre iluminando todo tu ser».
¡Cuánta verdad encierran sus palabras! La deuda que tengo con usted creo que siempre quedará pendiente, no tiene precio, y no me refiero a lo económico (que, de paso sea dicho, fue muy espléndida), sino al haber conseguido iluminar el sendero que tan distante y oscuro estaba, el que me ha llevado a recuperar mi dignidad.
Siento la ausencia de Capulino, pero sé que está en las mejores manos posibles. Hoy he recordado muchas escenas vividas con él… Cuando me sugirió que lo dejase con usted, tuve mis dudas, pero creo que mi decisión fue la correcta y estoy convencido de ello.
Mi presencia en este lugar, sin haber avisado previamente de mi llegada, causó un impacto de sorpresa y no precisamente de júbilo y alegría, más bien lo contrario, sobre todo por parte de mis hermanos, con los cuales la unión y amistad familiar, al día de hoy, son muy distantes. Mi madre apenas me reconoció; su memoria, lamentablemente, sigue muy deteriorada.Yo, por el contrario, me encuentro lúcido. Mi pasado se difumina poco a poco y estoy satisfecho de todo cuanto he logrado este año que toca a su fin. Por cierto, le tengo preparada una sorpresa. Creo que será de su agrado.
Salude a su amable vecino y a usted le envío todo mi cariño, de corazón.Y a Capulino dele unas palmaditas en el lomo y acaríciele, eso a él le gusta mucho.
Un fuerte abrazo,
Jacobo Galindo
La señora Amelia, cómodamente sentada en su mecedora, sonriente y satisfecha, después de leerla, la guardó. A sus pies, tendido y adormentado, se encontraba Capulino, que aunque estaba perfectamente atendido y bien alimentado, no volvió nunca a ser juguetón y saltarín. Quizá la tristeza en sus ojos era muestra de que el ser que le dio tanto calor y cariño no estaba a su lado. Le faltaba oír la voz, las historias… En su nuevo hogar todo era silencio y orden.