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Gabriele Morelli NACE UN NUEVO SER
ОглавлениеAnte todo, aclaremos que este manuscrito inédito no es continuación de Orbe, aunque, como ese texto, traduce una profunda crisis espiritual, reflejo de la que sufre el mundo occidental y que se manifiesta con la nueva residencia de Larrea en México, al fin y al cabo con un pie en la tierra prometida. En efecto, este Diario, que hemos llamado del Nuevo Mundo, describe el nacimiento de un nuevo ser que rechaza su pasado, es decir, la historia, la cultura y la civilización europeas con sus viejos mitos y principios. El camino se inició con la crónica de Orbe y se proyectó como posibilidad de fuga hacia el nuevo mundo en el relato surrealista Ilegible, hijo de flauta, cuyo origen se remonta a 1928, pero cuyo guion se realiza concretamente en América en dos etapas, en 1947 y 1957, con la colaboración de Buñuel. Tras el abandono en noviembre de 1939 de un París a punto de ser ocupado por las tropas nazis y la posterior llegada de Larrea con su familia a México, el sueño americano se hace real para nuestro autor, que ve su yo disgregarse y confluir en una cosmovisión de valor superior.
Lo que antes era una fuerza oscura que guiaba el inconsciente del ser ahora es un impulso consciente que vive y experimenta un verdadero arrebato místico. No en balde el cambio a la nueva existencia, que el poeta llama «resurrección», tiene como tiempo ideal la noche, porque entonces empieza el proceso de transformación de su yo. Lo confirma la primera entrada del Diario, que reza: «Desde anoche estoy cambiado interiormente. Se diría que está comenzando a licuarse algo que hasta este momento era sólido». La vida anterior, que él sentía «completamente atrofiada», empieza a ofrecer sus primeros brotes de regeneración, producto de la síntesis ideal que contempla una doble fase: amar y ser amado. Dentro de esta visión espiritual, que nace del interior y se concreta en la integración del poeta en el nuevo mundo, cualquier suceso cotidiano, aunque fortuito como la pérdida del reloj regalado por su madre, basta a Larrea para alimentar su simbología visionaria. La anotación del día 1 de junio de 1941 aporta una serie de explicaciones lógicas y congruentes para el autor bilbaíno sobre el evento ligado al episodio del reloj perdido:
Esta tarde he perdido el reloj. Me lo había regalado mi madre hace más de quince años cuando salí de España. Ha sucedido esto hoy que he estado escribiendo sobre la muerte de la madre o padre, es decir del elemento procreador, y la investidura del hijo que asciende a aquel plano, por lo que se refiere a España y a América, al viejo y al nuevo mundo. Coincide con que mi madre murió en cuanto desembarqué en América. Ahora que parece llegar un momento de transformación decisiva en mi vida, cuando se va a realizar de un modo más concreto y efectivo la promesa de un nuevo mundo, desaparece el regalo de mi madre, el reloj.
El proceso analítico que caracteriza la escritura del Diario revierte en una continua auscultación, una inmersión en la bipolaridad del yo, alimentada por el deseo de una vida superior a la cual el poeta aspira y de la que se siente portador. Aunque la realidad exterior no desaparece, el ámbito de indagación se limita a la esfera privada y familiar. Larrea busca una síntesis entre el sujeto y la realidad colectiva, entre «amar y ser amado, tesis y antítesis de un estado de síntesis verdaderamente deseable», según comenta al final de la primera nota. Numerosas páginas del Diario expresan esta voluntad de tránsito del rincón «oscuro» del yo acongojado a la ribera universal del alma, donde triunfa la palabra «Amor». Se trata de un viaje iniciático de evidente índole espiritual. En la anotación número 80, el anhelo mesiánico hacia la realidad americana parece haber llegado a buen puerto:
Se abre, por fin, el sepulcro. Yo soy Él. Aquí, en este Nuevo Mundo o cielo, en el reino del Amor.
Se agolpan todas las ventanas del recuerdo, todas las madrugadas de ojos grises, todos los perfumes de las actividades marchitas se apiñan en este platillo de la balanza que asciende, que sube a la actividad diáfana del cielo. El cuerpo es de cualquiera, pero el Amor es Él. La efusión y la sonrisa verdadera son Él. Soy yo, puesto que la sensación de ser, imprescindible para la vida, ha de identificarse con Él, de manera que puede decirse que, teórica, mentalmente, yo no existo, mas sensiblemente, según la sensación subjetiva, yo soy Él.
Muerte y resurrección. Vivo y estoy muerto, el misterio se ha cumplido. El reino del Amor empieza.
La declaración es sincera y traduce con su lenguaje poético-onírico («Se agolpan todas las ventanas del recuerdo, todas las madrugadas de ojos grises…») el propósito del viaje liberador que el poeta, afligido en su aislamiento por una neurosis permanente, emprende para conseguir esa unión. El ideal de la misma se precisa teóricamente en el libro Rendición de espíritu, escrito durante su estancia mexicana, y al que alude en varios momentos, en particular en la página final del Diario para marcar el triunfo del reino del espíritu:
Aquí en América puede percibirse con entera claridad cómo todo se ha dispuesto para que en un instante cristalizaran todas las adquisiciones de conciencia en una diafanidad que permita actuar bajo la visión de la realidad creadora. Este es el nuevo estado de conciencia. Ver lo que es preciso hacer porque lo reclama el conjunto del complejo creador y hacerlo. Hacerlo a sabiendas de que no es uno, de que no es América, sino que es el Creador cuya percepción se verifica. Esto equivale al paraíso, evidentísimamente, la salida al reino de la luz, de la videncia. Esto es universalidad consciente.
A partir de la primera hoja del manuscrito, el poeta asigna gran relevancia a la realidad de los sueños, cuya sugerencia enriquece su ya efervescente imaginación. En este sentido, y con respuesta afirmativa implícita, Larrea se pregunta: el psiquismo, la vida espiritual del yo anhelante hacia el infinito ¿es el resultado de una experiencia limitada al yo subjetivo o, en cambio, es el reflejo de una instancia universal? En el análisis sistemático sobre su sustancia onírica y sus enfermedades físicas y mentales, nuestro autor descubre el nexo inconsciente entre su yo y la realidad colectiva. En esta visión encaja su pensamiento de carácter evolutivo, presente en las páginas de Orbe y en el estudio Razón de ser1. Fue anticipado por Carl Gustav Jung en su ensayo «Instinto e inconsciente» y más explícito en el libro La dinámica de lo inconsciente. Según Carlos Peinado Elliot, la tesis acogida por Larrea une la teoría a la antropología del superpsiquismo inconsciente de la cultura de la vida del individuo2. Además, el autor ve una estrecha relación entre psiquismo y fisiología, pues ambos conforman un unicum. El 30 de noviembre de 1943, apunta:
Todas mis enfermedades se han hallado como subordinadas a la conciencia, hasta el punto de que llegado el momento en que salta la chispa de la comprensión la enfermedad cede si no desaparece. Esto es, ocurre lo mismo que afirma el psicoanálisis. Comprendido el nudo psíquico, la neurosis desaparece. Más aún: desde mi punto de vista resulta evidente que el proceso de mi gran enfermedad de antaño hasta la operación, y el de su larga convalecencia y reabsorción morbosa, han estado en franca y directa relación con las vicisitudes de mi adquisición de conciencia, y en particular con la redacción de mi libro. Podría decirse que todo se hallaba condicionado por la realidad evolutiva.
Aparte del tema de la guerra civil —metáfora apocalíptica de las heridas del pueblo español en que se refleja la figura del Cristo crucificado—, el conflicto mundial y algunas breves notas sobre la ideología comunista y nazi, la mirada retrospectiva de Larrea, que antes afrontaba variados aspectos de la historia, la política, la economía, etc., se anula frente al impulso regenerativo que el poeta vive y experimenta en tierra americana. De la actitud estática y pesimista anterior pasamos a una situación que enarbola el imperativo de la mutación y el dinamismo positivo. El 3 de junio de 1941, leemos: «Ha llegado, pues, la hora de despertar, de dar paso a la voluntad activa […]. Amor e inteligencia imaginativa serán el armazón de la vida diaria, avión lanzado hacia el porvenir por la atmósfera del destiempo. No olvidar. Constante voluntad de movimiento». Se invoca un dinamismo ascendente o mejor trascendente, cercano a la estructura del universo y que refleja «un mundo de realidades ideológicas» (16 de junio). Larrea ve en la presencia de la realidad exterior, en su configuración y ciclo temporal, un orden profundo dominado por el amor.
Por este motivo advierte la necesidad de pasar de la imagen plástica a la interior, siguiendo un proceso de integración entre la realidad subjetiva y la colectiva para llegar al «supremo Objeto», a la «Voluntad Objetiva». En esto no sorprende el uso enfático de la mayúscula para designar todo lo que se eleva como veta espiritual. Se trata de categorías mentales donde la experiencia personal comparte el terreno de lo simbólico y anímico. Gracias a la indiscutible fuerza de su visión, que se opone a la razón y a la fantasía, todo lo que el poeta observa es un evento extraordinario, ya preconizado en las fuentes sagradas de la Biblia, el Apocalipsis, la patrología, la literatura eclesiástica y, en general, siempre esperado en la amplia cultura mesiánica de Larrea, donde se impone la tesis de la suplantación del mito del mártir heterodoxo Prisciliano con el apóstol Santiago.
Restringido el campo de la observación a los hechos que rodean a la persona y a la familia, el poeta se vuelca sobre sí mismo. El excursus de su autoanálisis es obsesivo y resalta el esfuerzo de evidenciar una realidad doméstica y asequible en clave metafísica. Sueños, premoniciones, numerología, enfermedades, restablecimientos, coincidencias, repeticiones de hechos, temas arquetípicos son asumidos e interpretados como mensajes de una voluntad superior. Así, por ejemplo, la presencia obsesiva del número 4 y sus múltiplos 44 y 444, asunto también de algunas páginas de Rendición de espíritu, es traída a colación en el episodio del regalo del anillo que le deja Alicia Ruhe, judía y revolucionaria, que muere suicida. La entrega del anillo se realiza, con nueve meses de retraso, el 4 de abril de 1944, lo que lleva a concluir que se trata de un mensaje cargado de significación simbólica, como nuestro autor comenta en esa fecha: «Y he aquí que del modo más inesperado, frente a la muerte, se me envía por una persona de raza [judía] en esa fecha extraña que sólo una vez se presenta en cada siglo: 4-4-44».
El clima adivinatorio y mesiánico que Larrea construye, bajo el impulso de su propia renovación espiritual, empapa de una atmósfera cargada de espiritualidad los hechos más nimios de su realidad doméstica, como la pérdida de la pluma estilográfica, que le lleva a dudar de su vocación literaria: «¿Habré perdido la escritura —se interroga el 22 de junio de 1941—, es decir, será este hecho sintomático de un cambio en mis actividades?». La inquietud, debida a la inmersión profunda en su ser, que aspira a la elevación, impregna toda la estructura narrativa del Diario, hecha de breves apuntes y otros más largos que forman una increíble amalgama en la que lo fisiológico y lo corporal se mezclan con lo especulativo, lo real con lo simbólico, lo subjetivo con lo universal.
El 11 de noviembre de 1943, tras algunas circunstancias favorables durante su estancia en Cuernavaca (en cuyo nombre Larrea encuentra una curiosa coincidencia y ecuación filológica con los cuernos de la luna —«luna de miel, luna de la Guadalupana = América»—), el poeta observa la conexión que existe «entre el cerebro, sede del ente pensante, y el aparato gástrico». Nada se le escapa a la lupa analítica que registra cualquier movimiento o ruido tanto del cuerpo como del alma, todo es expresión de la presencia del Amor, ya que sin su existencia, según declara la nota del 19 de enero de 1942, «vivir no merece la pena». Tampoco es suficiente percibir el Amor con el intelecto, insiste el poeta en la misma nota, sino que se requiere sentirlo físicamente, arder en él: «Porque la visión no excluye la existencia del tacto, ni la transparencia el calor de la luz del sol». Un deseo exasperado de conocimiento y reconocimiento alimenta la escritura del Diario, donde la aspiración a un modelo superior comprende la participación directa del ser, el cuerpo y el pensamiento. Sucesivamente, el 4 de octubre de 1943 afirma el poeta: «En mí el pensamiento no es pensado sino vivido».
Su autoanálisis no tiene sólo una finalidad diagnóstica y cognitiva, sino que es un instrumento concreto de participación de su ser: los dos, cuerpo y espíritu, buscan una razón universal portadora de grandes valores. A veces la lectura retrospectiva, en el esfuerzo de crear un conjunto orgánico de síntesis de un designio superior, recupera datos y experiencias precedentes que el poeta considera materiales preparatorios del destino regenerativo final. Vale el testimonio del hijo Juan Jaime, nacido en Francia, el cual, en cuanto llega a México con la familia, sufre en abril de 1941 una grave enfermedad (una encefalitis) de la cual se salva milagrosamente. Su salvación y presencia es para el poeta la «personificación […] del hombre nuevo, del más allá humano». La venida al mundo de Jaime, hijo de madre judía y padre católico, representa el triunfo de la síntesis judeocristiana, tema recurrente en la ensayística del autor. He aquí las palabras del poeta:
La promesa de Juan y Jacob, cristianismo-judaísmo, se renueva. Por estos días he comprendido también por qué este niño nació en Francia, de madre francesa, así como por qué yo escribí en francés, idioma en que la tradición más avanzada de Occidente manifestó su existencia. Ello viene a América a continuar su desarrollo en castellano después de sufrir una crisis de transformación cerebral.
En otra parte del Diario (16 de mayo de 1944), Larrea analiza por qué lo francés es fundamental en su vida: el estudio de la lengua francesa en el colegio, su uso en la escritura poética de vanguardia, la lectura asidua de los grandes poetas franceses (Verlaine, Rimbaud, Mallarmé, Apollinaire), su larga residencia en París, su mujer francesa, su hijo Jaime, nacido en Francia. Larrea llega a la conclusión de que el Nuevo Mundo necesitaba un trasplante de los valores germinados en Francia que él, de cultura francoespañola, lleva dentro, y que representan aún mejor sus hijos Jaime, nacido en Francia, y Luciana, nacida en América. En la cosmovisión larreana no hay duda y vacilación: todo es claro, todo estaba previsto. Cualquier hecho o contratiempo, cualquier enfermedad del poeta o sus familiares forman parte de un plan ordenado cuya finalidad es la nueva existencia en América.
La lectura del manuscrito, en el que a veces el cambio de tinta de la pluma permite seguir el work in progress del Diario, evidencia cierta fragmentación o repetición de motivos, en apuntes de breve extensión o más larga, reflejo de un pensamiento único, inmediato. Este carácter de inmediatez da a la escritura un particular dinamismo y produce la sensación de que seguimos el relato de una confesión que persigue la revelación. El poeta intenta descifrar los episodios que marcan su día o tejen la madeja onírica de su noche, y en los que se manifiesta el signo de una voluntad superior. El lector observa que los motivos conocidos revelan una explicación convincente y una clara finalidad en conexión con la llegada del poeta al Nuevo Mundo. Vale la pena recordar el episodio del cartel que anuncia la intervención —no solicitada— de Larrea en una serie de conferencias organizadas por un grupo juvenil. El 3 de julio de 1944 Larrea observa que el día de su conferencia será el 25 de julio, fiesta de Santiago, patrón de España. He aquí su comentario:
Del año 44 a 1944 median exactamente 19 siglos. Ya era cosa indiscutible que mi persona, a través de todas mis aventuras espirituales, estaba vinculada al complejo místico y significante de Santiago, y sobre todo después de la revelación de Rendición de Espíritu, donde pueblo, Santiago, y Verbo español hacen una sola cosa. He aquí que este Verbo por sus procedimientos maravillosos viene a recordármelo y a llamarme la atención sobre el valor de la fecha que se aproxima.
La fe del poeta en su vaticinio es total. Ninguna vacilación obnubila su mente, ninguna enfermedad o desgracia ponen en duda su vocación mística. Al contrario, el dolor y la soledad que le rodean refuerzan su perseverancia, porque son para él un signo manifiesto de la predilección otorgada por el Verbo. «Se diría que Santiago —el Verbo español— se ha puesto otra vez en movimiento», es su explicación. Tampoco falta, como se ha indicado, el mundo de la realidad onírica y su análisis minucioso, como el del sueño en que aparece su admirado Vicente Huidobro, con quien viaja en autobús hasta la orilla de un mar hermoso, donde las olas suben hasta la cima de algunos árboles que estaban allí como bañándose, imagen que al poeta le recuerda un lejano verso de un poema suyo. El sueño premonitor anticipa una carta de Huidobro que Larrea recibe al día siguiente.
En este universo abierto al milagro y la trascendencia, es fácil que un evento de carácter simbólico como el de la paloma encontrada el 15 de junio de 1929 en la catedral de Chartres, que Larrea refiere con detalle en unas páginas de Orbe3, se repita mientras el poeta consulta en la Biblioteca Nacional de México el libro De Trinitate de Dídimo el Ciego, donde se estudia el significado mítico de la paloma, alfa y omega, principio y fin. De una manera inesperada, una empleada de la biblioteca aparece con una paloma, que se había caído del nido, en la mano. La pervivencia del símbolo de la paloma anula la diferencia temporal y crea una trayectoria unitaria, un vínculo que llega a la época actual: lo que ha pasado en 1924 sigue manifestándose y se aclara en el presente. La aparición durante la lectura del libro de Dídimo corrobora la idea, antes vagamente intuida, del anuncio del comienzo del Espíritu que se ha realizado.
Como se ve, el magma imaginativo que nutre la cosmología de Larrea muestra una línea unitaria que une pasado y presente, objetividad y trascendencia, historia y mito, formando un pensamiento único, dinámico, espiritual y positivo. Algunas anotaciones, en apariencia autónomas o de carácter sociológico, bajo una observación más atenta resultan remansos de la corriente psíquica fluvial que necesita momentos de pausa para recobrar su quietud y clarividencia íntima. Al resultado de su análisis ayudan la publicación de los estudios Rendición de espíritu y Guernica (en esta obra, Larrea presenta una lectura alegórica y cosmológica de la iconografía del cuadro de Picasso). Estos ensayos están relacionados con el triunfo del reino del Espíritu, que según la profecía de san Jerónimo empieza en 1941, fecha de la reciente estancia del poeta en México. Por este motivo, Larrea necesita dejar testimonio de la nueva germinación espiritual representada por el triunfo del Nuevo Mundo con la escritura del Diario, que considera «la crónica de su génesis».
Obstinado, irreductible, el poeta se ha identificado con su vaticinio. Lo confirma la tipología lingüística del Diario, en el que biografía, sueño y profecía se superponen y confunden creando una gramática interior en la que la frase rompe toda barrera sintáctica y léxica. El pensamiento fluye y se expande como un líquido, traduciendo con la desenvoltura de un doble movimiento, paratáctico y también hipotáctico, los sinuosos circuitos mentales. Pocas borraduras encontramos en el manuscrito, pues la urgencia del mensaje premonitorio y mesiánico sigue el mismo ritmo de la respiración del poeta: el enunciado se hace palabra y la escritura, imagen concreta.
El Diario termina el 4 de agosto de 1947. Larrea ve en la llegada a Nueva York de su amigo escultor Jacques Lipchitz otro signo del destino que afianza la universalidad de su pensamiento y hace creíble la afirmación definitiva del Espíritu. El poeta siente con lucidez, al lado de la presencia vital de la tierra americana, la percepción del Creador. «Esto equivale al paraíso, evidentísimamente —escribe—, la salida al reino de la luz, de la vivencia». Son los días en que Guite, con su hija Luciana, abandona al poeta y vuelve a Francia4. Inmerso en su absoluta soledad y tremenda amargura, nuestro autor sigue volcado en su camino interior, en el que vislumbra la luz redentora. Fiel a sí mismo, con el ánimo sangrante, busca la presencia de una vía espiritual. «Su percepción —escribe— barre todas las nubes internas. Se diría que desaparece hasta el último residuo del yo». Para Larrea sólo queda la visión de la realidad creadora del espíritu y el testimonio de la palabra anunciada por la profecía del Apocalipsis, de la que él es fiel intérprete.
G. M.
1Juan Larrea, Razón de ser, Cuadernos Americanos, México, 1956 (en particular, pág. 150).
2 Carlos Peinado Elliot, «Inconsciente y voluntad en los textos inéditos de Orbe (1926-1931), de Juan Larrea», Nueva Revista de Filología Hispánica, tomo LXI, núm. I, Colegio de México, enero-junio de 2013, pág. 169, nota 39.
3 Juan Larrea, Orbe, edición de Pere Gimferrer, Barcelona, Seix Barral, 1990, págs. 155-157,
4 La separación de Guite de Larrea, iniciada en esa fecha, se concreta oficialmente en octubre de 1947. En su Diario VI (México, Fondo de Cultura Económica, 2013, pág. 230), Alfonso Reyes anota el 29 de mayo de 1948: «Entrevista con Juan Larrea, que quiere alejarse de México con sus hijos, por su desgracia doméstica».